ALFREDO CASTELLÓN: UN DIÁLOGO APASIONADO
[Dentro de un instante se fallan los Premios de la SCIFE. Sospecho que va a la ser la noche de Pilar Palomero y de su “Niño balcón”. Hace exactamente una semana estuve en el homenaje a los hermanos Julio y Alberto Sánchez Millán y me senté al lado de Alfredo Castellón. Alfredo, que tiene una pinta de adolescente eterno, ha terminado el libro de relatos “El ruido de la memoria” y acumular otros muchos proyectos. También se ha publicado en DVD la película “Platero y yo” que rodó en Moguer, en la propia casa del artista, y exactamente hace unos días se cumplía medio siglo de la fecha en que se retransmitió un corrida de toros por vez primera para TVE. Ignacio Martínez de Pisón le dedica un estupendo texto en “Las palabras justas” (Xordica). Hace algún tiempo, entrevisté a Alfredo Castellón, ex deportista. Recuperó aquí este diálogo que tiene algo de perfil.]
ENTREVISTA CON EL ESCRITOR, DRAMATURGO, DIRECTOR DE CINE Y REALIZADOR DE TVE
Alfredo Castellón Molina ultima varios libros de relatos y de aforismos. Confiesa que ahora recorre algunas imágenes de su infancia: un bosque de naranjos, algunas ciudades, un colegio y de alumnos que hablaban mal castellano. Y en esa evocación, que adquiere en sus cuentos las formas de los recuerdos inventados, distingue a su madre Isabel Molina, que “era muy guapa, que se casó joven, a los 17 años, y no sabía nada de nada: tenía que llamar a su madre hasta para cocinar”; distingue a sus hermanos, Maribel y Antonio, ya finado y experto en teatro, y a su padre, “muy comprensivo y tolerante con su guapa y jovencísima mujer”, un hombre que se hizo a sí mismo: estudió en la escuela de Morés, se hizo contable, trabajó en los Loscertales y al final se independizó y abrió un almacén de maderas. Los recuerdos transitan de Zaragoza a Barcelona, y de ahí a Burriana, a una masía cuya puerta visitaba el mar con su oleaje desvanecido. De entonces, conserva instantáneas casi terribles: un delfín muerto sobre la arena, las zanjas interminables en el arenal donde arrojaban a los muertos, cubiertos con cal viva. Finalmente, en medio de la hecatombe, los Castellón Molina volvieron a Zaragoza.
-Mi padre –dice el director de “Las gallinas de Cervantes”- no era un hombre de estudios, pero leía mucho, sobre todo libros de aventuras: Emilio Salgari, Blasco Ibáñez y algún libro de Nietzsche, en particular “Así habló Zaratustra”, que era muy popular. Creo que mi afición a viajar, que ha marcado toda mi existencia, nació de mis lecturas de Blasco Ibáñez. Me atraía la fantasía, y la encontraba en las páginas donde nadie la veía.
-Usted estudió en los Jesuitas.
-No era un buen estudiante, aunque sí capitaneaba las aventuras de varios grupos. Improvisábamos juegos en los campos, robábamos fruta, apedreábamos gatos, las típicas estupideces de los niños.
-¿Y el cine, cuándo empezó a interesarle?
-Tarde. Pero tuve un auténtico golpe de suerte: mi tía Carmen, hermana de mi madre, pasó a ser la taquillera del Monumental Cinema y me facilitaba las entradas gratis. Eso sería alrededor de 1942. Más tarde, con otros amigos, empecé a frecuentar otros cines, y las películas se convirtieron en un auténtico tesoro.
-Hablemos de esos amigos que tanto lo ayudaron en su formación, en su crecimiento.
-Son muchos. Pienso en Juan Antonio Pérez Páramo, era melómano y sigue siéndolo. En casa de sus padres descubrimos los libros de la editorial Losada, obras de Neruda, de Sartre, que nos abrieron un mundo diferente. También estaba Fernando Alonso Lej, que fue atleta y luego un magnífico cardiólogo, Ángel Anadón, Alberto Portera, Mariano Barrachina, que ejercía de entrenador, López Zubero. A casi todos nos interesaba mucho el deporte. Practicábamos atletismo (tengo algunos títulos de Aragón) y el baloncesto. Recuerdo algunos viajes con el equipo a Madrid, a París y a Pau, la vida en las pensiones, etc., y la pasión que tenían todos por la música clásica. Eran deportistas realmente cultos. Miro hacia atrás y veo un concurso entre Alberto Portera y Fernando Alonso Lej para adivinar si lo que sonaba en la radio era Mozart, Beethoven o Schumann. Nada que ver conmigo que era un auténtico salvaje e indocumentado.
-¿Quién más había por ahí? Creo que usted frecuentó también el Niké...
-Claro. En los primeros años. Estaba el fotógrafo Joaquín Alcón y sus amigos. Federico Torralba, Antonio Sarriá, algo mayor que nosotros, y Eduardo Fauquié, que era algo así como nuestro instructor musical. Nos dejaba los discos y era muy generoso porque también nos organizaba sesiones musicales en su casa. También estaba el librero Inocencio Ruiz Lasala, donde íbamos a comprar libros muy baratos; a veces, si no te llegaba el dinero, te los prestaba por unos días. También compraba mucho en Allué.
-Usted no fue un estudiante demasiado ejemplar, pero se matriculó en Derecho.
-Y lo hice aquí, en Santiago y Oviedo. Siempre recordaré una llamada de mi padre para recordarme que se me acababan los plazos de matrícula: estaba yo en la playa de Torredembarra, con una tienda de campaña, tomando un arroz con lapas. Era una etapa en que hacía mucho deporte, no sólo en atletismo, entrenábamos en la plaza de los Sitios, sino que iba a la montaña con Montañeros de Aragón.
-¿Qué le pasó por la cabeza para matricularse en la Escuela de Cine en 1954?
-Recibí una llamada de Pepe Pérez Gállego, con el cual viajé mucho a París, y me dijo que se había exámenes para dirección. Me fui a examinarme con otros 100 candidatos. Aprobamos sólo seis: Carlos Saura, Julio Diamante, Ángel Fernández Santos, Ramón Zulaika, Juan García Atienza y yo. Recuerdo que Eduardo Ducay me prestó el “Kulenchov”, me lo copié a mano, era una edición latinoamericana, y logré aprobar. Entonces no había fotocopiadoras ni nada. Me instalé en el colegio mayor Cardenal Cisneros; en realidad yo quería pasar un año o dos viendo cine en Madrid.
-Además, usted tenía deseos de ser escritor, ¿no?
-Desde luego. Publiqué en “Blanco y Negro”, en el especial de Navidad, en 1954 y 1956, los relatos “El ladronzuelo de estrellas” y “El árbol de Navidad”, ilustrados por Goñi. Se los enseñaba a mis amigos de Niké y a mis amigos los deportistas y no se lo creían. Pensaban que era un plagio o una broma. Pero seguí escribiendo, y por entonces, poco después de llegar a Madrid, establecí contacto con Miguel Buñuel, el escritor de literatura infantil de Castellote, que era un hombre bueno, generoso, un magnífico escritor, que había sido premio de poesía infantil de Doncel. Él también ingresó en la Escuela de Cine y fue expulsado a raíz de un enfrentamiento con Sánchez Bella. A raíz de eso, sufrió una auténtica metamorfosis: pasó de ser falangista a todo lo contrario, a posiciones de la izquierda. Nos reíamos mucho, y sentí mucho su muerte.
-Ya en el año 54 hizo su primer documental: “Nace un salto de agua”...
-Muy pronto, en aquel contexto de la Escuela de Cine, se formaron como dos grupos. Por un lado, estaban Diamante, Saura, que hacía magníficas fotos, y por otro Fernández Santos, Zulaika y yo. Yo, insisto, era un salvaje aragonés con intuición, pero ellos tenían un bagaje cultural importante. Ese trabajo me lo ofreció Saltos del Sil, empresa en la que trabajaba Santiago Castro Cardús, el hermano de Julio Alejandro. Intenté recoger cómo se construye un salto de agua en San Esteban del Sil, donde se masticaba la pobreza. Quise mostrar a la gente esa parte de Galicia fascinante y desconocida y los efectos de la mano del hombre.
-¿Qué sucedió luego? ¿No se fue a Cinecittá, a Roma?
-Ocurrió que Luis García Berlanga era muy amigo de Michelangelo Antonioni, que estaba rodando “Las amigas”. Me dio una carta de recomendación y se la llevé. Me quedé un tiempo de meritorio, y yo tenía que pagármelo todo, como hice también en diversas épocas en París, donde recogí papel con un carrito por las casas para un empresario catalán. ¿Le cuento una cosa?
-Diga, diga...
-Estuve en París en muchas ocasiones. Sobreviví como pude, con el papel, con otros trabajos, pero hay algo bonito: en esos viajes a la capital del Sena, Alberto Portera me dio algunos dibujos de Fermín Aguayo para que se los llevase a su nuevo estudio. Al final, me regaló un cuadro precioso de la época de “Pórtico”.
-Estábamos en Roma...
-En Roma trabajé de camarero, hice compañía y cuidé a ancianos, aceptaba todos los trabajos que me ofrecían mis amigos: Silivo Maestranzi, Peter Kubelka, el pintor vietnamita Tran Tho. Aprovechaba las pausas de rodaje para conversar con todo el mundo: con la montadora de Antonioni, Rosana, que me enseñó muchas cosas; con el operador de cámara, con la actriz Rosanna Podestá...
-Tenía usted fama de seductor. ¿Vivió un romance con ella?
-En absoluto. Ella estaba con su madre casi siempre, y una vez, una sola vez, tomamos el té en su casa. Conocí a Cesare Zavattini, que estaba muy informado de lo que ocurría en España y con el cine español, un amigo le había regalado el libro “Platero y yo”, que yo llevaría al cine en 1965. ¿Antonioni? Era un hombre que sólo estaba preocupado por el cine, por el montaje.
-Y por entonces, también conoció a otra persona esencial en su vida: María Zambrano.
-Sí claro. El encuentro con ella significó un gran vuelco en mi vida. Ella condicionó mi inclinación hacia la literatura. En el fondo, yo quería ser escritor y he terminado escribiendo. Me la presentó Diego de Mesa, y nos veíamos dos días a la semana al menos. Me enseñó a pensar, a amar la poesía.
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