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Antón Castro

CARLOS BARBÁCHANO GLOSA A DULCE MARÍA LOYNAZ

CARLOS BARBÁCHANO GLOSA A DULCE MARÍA LOYNAZ

[Carlos Barbáchano me envía este artículo sobre Dulce María Loynaz, Premio Cervantes en 1992, y su libro Últimos días de una casa. Es el artículo extenso y hondo que analiza también otro libro muy sugerente Un verano en Tenerife.]

 

Por Carlos BARBÁCHANO

 El pasado 31 de diciembre se cumplía medio siglo de la aparición en Madrid, 27 años antes que en Cuba, del poema mayor de Dulce Mª Loynaz, Últimos días de una casa. Se edita en formato de pequeño libro, con prefacio de Antonio Oliver, esposo de Carmen Conde, en la imprenta de los Hnos. Soler. Pocos días después, curiosa coincidencia, sobreviene la Revolución Cubana, que da al traste con la organización social y política  de la isla bonita, carne de dictadura a lo largo del siglo.

     La revolución que infiltra el largo poema de Dulce, medio millar de versos blancos agrupados en cortas y flexibles estrofas en un largo y emocionante monólogo donde la propia casa que acogió la juventud de la poeta nos relata sus tres últimos días de existencia, poco tiene que ver con el levantamiento popular de comienzos de 1959. Loynaz nos dramatiza líricamente la desaparición de la clase patricia cubana, simbolizada en la mansión del Vedado, y el asentamiento de la boyante burguesía  que desde inicios del XX había tomado las riendas del poder económico a través de un capitalismo salvaje que en pocas décadas acabaría con los antiguos valores.

     Los dos grandes vectores narrativos, el espacio y el tiempo, articulan el poema que se abre en medio de un inquietante e inhumano silencio, un silencio incómodo y viscoso que contrasta con el silencio humano que sentía a veces cuando se vivía en ella y sus moradores se ausentaban o el sueño reponía sus fuerzas. Ese conocido silencio provenía “de ellos”; incluso sus ausencias conllevaban regresos. La casa los notaba siempre unidos a ella “por alguna cuerda invisible, íntimamente maternal, nutricia”. Puesto que el hombre, aunque no lo sepa: “unido está a su casa poco menos/que el molusco a su concha”.

     Esta reflexión martiana encabezará otras distintas que rítmicamente engarzan las diversas partes del poema potenciando sus efectos dramáticos por medio de evocaciones del pasado. Otro silencio nos lleva a la muerte la Ana Mª, una de las niñas, muerte que anticipa la destrucción de la casa y que le impulsa a declarar con melancolía: “soy ya una casa vieja”.

     Constatación que nos conduce a la vejez y a la carencia de espacio. Los nuevos tiempos comportan un asunto tan actual como el de la especulación del suelo, lo que además supone la progresiva desaparición de los árboles, los pájaros, el sol, la presencia visible del mar… La casa se ve cercada por nuevas casas, se siente “ya su prisionera”, “extranjera en su propio reino”.

 

     “Cuando me hicieron, yo veía el mar”, nos confiesa; lo tenía cerca, “como un amigo”. Poco a poco va perdiendo su visión, deja de paladear sus hermosos crepúsculos. Y tal vez “todo: el mar, el aire, /los jardines, los pájaros,/se haya vuelto también la piedra gris,/de cemento sin nombre”.

     Recopilación y síntesis de lo anteriormente enunciado, estos versos nos llevan a la materia que resume la falta de ética de la nueva época: el cemento. “El mundo se nos hace de cemento (…) Y el mundo es ya pequeño, sin que nadie lo entienda”. Los hombres viven ahora como las abejas en sus pequeñas celdas (recordemos “los cubículos” de Cernuda en La gloria del poeta, “escalonados los unos sobre los otros”). En las casas nuevas, que también compara con hormigueros, no hay espacio “ni aún para morirse”. “Tampoco nadie nace en ellas”, constata. De manera que el círculo de la vida cada vez se aleja más de nuestras vidas, y una casa ya no es un hogar sino la celda de la que sin rejas somos prisioneros.

     “Esa extraña fuga de los muebles”, así se sintetiza, surrealmente, el traslado de los enseres de la casa. Esa sensación de extrañamiento le aterroriza mientras cae la noche y se asienta ese silencio angustioso que envuelve el comienzo del poema.

     Llega el segundo día. Nadie viene. Además de vieja, la casa se siente enferma y pide “que alguien venga/ a recoger los mangos que se caen”, “a cerrar la ventana del comedor”, “a ordenar, a gritar, a cualquier cosa”.

     Tras las súplicas se enhebran las primeras cuentas de un rosario de dolorosas paradojas (quien ha albergado a tanta gente es ahora un cascarón vacío, “una ropa sin cuerpo que se cae”), contrasentido que busca la complicidad del lector y su propia autoestima; pese a su decrepitud ha sido capaz de resistir humedades y ciclones, y esperanzada pide “un poco de cal y de ternura” para recomponerse, materia y espíritu que le insuflen nueva vida.

     Pero nadie vuelve. El polvo que todo lo invade es el fruto maldito de la ausencia, el síntoma del cáncer moral que arrastran los nuevos valores. A lo lejos el sonido de las campanadas que señalan las tres de la tarde, su única compañía. Era la hora feliz: la de la sesión de costura, la hora de compartir sueños y confidencias.

     A las tres se abre la puerta. Los dueños vuelven, por muy poco tiempo. Han venido a buscar algo que no encuentran.  “¿Y qué se puede hallar en una casa/ vacía sino el ansia de no serlo/ más tiempo”, se pregunta y nos pregunta. La menor de las niñas le arranca el rosal de la enredadera y el dueño, antes de irse, se detiene en el umbral para observarla lentamente, “como los hombres miran a los muertos”. Mirada que no entiende porque se siente viva, “gozosa de sentir su aliento”, y aquí se nos regala una de las metáforas más hermosas del poema: gozosa de sentir “el aprendido musgo de su mano”.

      Después de esa breve visita piensa que regresarán en diciembre, “porque la Nochebuena se pasa siempre en casa”. La casa rememora las Nochebuenas pasadas, todas alegres, excepto la del año en que murió Ana Mª y la del año pasado, una celebración marcada por la tristeza, por los presentimientos  de abandono. “Ahora la tristeza –concluye- es sólo mía (…), es la cosa más mía que he tenido”. En ese momento los recuerdos se funden con el presente pero sigue lúcida al proclamar que no es un cuento lo que relata  sino “una historia limpia”, la de “una vida honrada” que representa “un estilo que el mundo va perdiendo”; y surge la nostalgia, el dolor manriqueño por la pérdida de los valores que el mundo actual ha desestimado.

     La casa se siente “con alma”, adquirida por contigüidad, como las metonimias (“tal vez tenga ya un alma por contagio”), mas propia ya. Se pregunta entonces: “¿Cómo es posible que no sientan los hombres el alma que me han dado?” La respuesta a esta pregunta va a cerrar el poema con brutal contundencia. Pero antes, consecuentemente con la repetida técnica del contraste, se nos ofrece un nuevo remanso de paz.

 

     Un día nuevo. El tercer y último día. De madrugada se acercan hombres desconocidos. Toman el jardín, como una nube de hormigas que invade el césped. El más joven de ellos se acerca a la casa. Sus ojos son “azules e inocentes”, como los de la niña muerta. El joven está ya frente a la casa y musita entre los labios una canción mientras levanta su pica. El contraste llega al límite porque el día es radiante, esplendoroso: “La mañana es tan dulce, / el mundo es todo tan hermoso, /que quisiera decírselo a este hombre; / decirle que un minuto se volviera/ a ver lo que no ve por estarme mirando”.

     En este último verso Dulce sintetiza con precisión una de las características más significativas de la vida moderna: el mirar sin ver, comparable al oír sin escuchar. Ya no hay tiempo, tampoco, para ni siquiera mirar. “No mira nada, blande el hierro…/ ¡Ay los ojos!...” El primer golpe, certero, es en los ojos, justo en lo último que fija la casa su atención: en los ojos azules del joven. Tamaño golpe le lleva a perder la consciencia, a no saber si sueña o está despierta. Se siente “del otro lado de la pesadilla”, “despegada de sí misma”.

     Pero las sensaciones son reales, lacerantes, y, como las tres heridas hernandianas, tres contundentes imágenes nos transmiten su patente dolor: “¿Qué buitres picotean mi cabeza?/ ¿De qué fiera el colmillo que me clavan?/ ¿Qué pez luna se hunde en mi costado?”

     Tres poderosas imágenes que preceden al inmisericorde despertar:

                “¡Ahora es que trago la verdad de golpe!”

     Y viene ya la última, la más terrible de las paradojas, fundamentada en una admirable enumeración: son los hombres los que destruyen, los hombres de “quienes fui madre/ sin ley de sangre, esposa sin hartura/ de carne, hermana sin hermanos, / hija sin rebeldía”. A pesar de tener “mejor arcilla que la mía”, sentencia, su codicia “pudo más que su voluntad de retenerme” y fue vendida: “porque llegué a valer tanto en sus cuentas, / que no valía nada en su ternura…”

     Estamos ante la palabra clave: “ternura” (“me recompongo”, nos recordaba, “con un poco de cal y de ternura”).

               “Y si no valgo en ella, nada valgo…/ Y es hora de morir”.

 

      Así se cierra el poema mayor de la Loynaz, quien recibió el Premio Cervantes en 1992 y vino  a recogerlo personalmente a España, su patria adjunta, cumplidos los 90 años. Aquí se publicaría la mayor parte de su producción lírica y narrativa. Medio siglo se cumplió también el pasado año de su libro de prosa favorito, Un verano en Tenerife, recientemente reeditado, preciosa evocación de la isla canaria, patria chica de su segundo y definitivo esposo, el periodista Pablo Álvarez de Cañas, que promovió en los años 50 la mayor parte de las ediciones españolas de una escritora bastante reacia a publicar. Ojalá que este aniversario contribuya a reeditar en nuestro país Últimos días de una casa, uno de los textos capitales de la poesía hispanoamericana del siglo XX.

*Dulce María Loynaz en Camagüey, en el centro de la foto, con dos amigas.

1 comentario

locadelblog -

Si quieres te puedo decir el nombre de las dos amigas de Dulce María Loynaz que la acompañan en la foto, pues poseo la original en mi poder.Gracias