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Antón Castro

GEORGINA HÜBNER Y JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

GEORGINA HÜBNER Y JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

Epístolas a una diosa en Lima

 

Historia de un amor imaginario)

 

Georgina Hübner fue una mujer imaginaria, aunque sí existió en Lima una muchacha morena, de cara redonda, que se llamó así. Juan Ramón Jiménez hacia 1904, cuando vivía la fiebre del Modernismo y acababa de publicar un bello libro titulado Arias tristes, amó a una presencia lejana de poco más de veinte años que firmaba Georgina Hübner. Expertos en Juan Ramón como Ricardo Gullón, Antonio Campoamor, Aurora de Albornoz, Melchor Fernández Almagro, Juan Guerrero Ruiz o Antonio Oliver  Belmás abordaron esta delirante peripecia de amor e invención.

         Tampoco es extraña esta fascinación, sufriéndola quien la sufrió: aquel muchacho despatriado --tal como bautizó Ignacio Prat al poeta de Moguer en su libro El muchacho despatriado. Juan Ramón Jiménez en Francia (1901)-- que tendía a enamorarse irremediablemente de un modo platónico de muchas mujeres: Marthe y Denise Lalanne, Francina, una novicia. También él fue objeto de deseo: la joven escultora Marga Gil Roësset se mató de amores contrariados en Las Rozas, en 1932, cuando ella contaba 22 años y él 50. Antes de suicidarse, la desdichada dejó una carta, rescatada por Blanca Berasátegui, donde pedía disculpas a Zenobia Camprubí Aymar y le confesaba: «En fin me he enamorado de Juan Ramón y siendo tu amiga aquí ya está mi culpa. Le he dicho que le quiero y le he pedido que se case conmigo; ¡estaré loca! Pero como él te quiere, ¡te quiere!, pues me ha dicho que no, que nunca.» Desde esa primera pista, se han publicado muchos textos y una biografía de la escultora, Amarga luz, redactada por la fotógrafa y poeta Magda Clark, que era sobrina suya un tanto lejano.

         Arias tristes, el libro que desencadenará el episodio Hübner, estaba dedicado a diversas damas: la sombra de una novia de Moguer como Blanca Hernández Pinzón, algunas monjas, amantes soñadas. La historia comenzó en 1904 cuando los integrantes de La Sociedad de Beneficiencia Pública de Lima (dos especialmente: José Gálvez Barrenechea y Carlos Rodríguez Hübner, primo precisamente de la muchacha real) leyeron una crítica del poemario en el diario Abc. Juan Ramón, además, era asiduo colaborador de la revista Blanco y Negro. Al cabo de un tiempo decidieron urdir una estratagema para conseguir el libro, que no se podía adquirir en la ciudad. Hablaron entre ellos y determinaron tomar prestado el nombre de una prima de Carlos Rodríguez Hübner, Georgina, para dirigirse al poeta. Le cursaron una carta púdica y afectada, idónea para la sensibilidad enfermiza de Juan Ramón, que acababa de quedar huérfano de padre y vestía de negro únicamente, con el objeto de que les remitiese la obra. En el fondo, José Gálvez y Carlos eran unos mitómanos, mitómanos y perversos, y esperaban amontonar autógrafos, cartas, fotos firmadas, envíos gratuitos de un creador al que admiraban.

         La primera carta de Georgina decía así:

        

         Señor: por el bisemanario español Abc me he impuesto de la publicación de un libro de poesías de usted, titulado Arias tristes. He buscado inútilmente el referido libro en los centros libreros de esta capital, y en la imposibilidad de conseguirlo, me permito sugerirle tenga la bondad de enviármelo, dispensando la molestia que este le ocasione. No le remito a usted el valor del ejemplar (tres pesetas), pues no hay giro por esa cantidad. Reciba usted mis agradecimientos anticipados por este favor y mande en la voluntad de su atta. y s. s. Georgina Hübner. Lima, 8 de marzo de 1904. Mi dirección: Georgina Hübner, calle de Belaochaga,número 142. Lima.

 

         A Juan Ramón esa carta le conmovió, a pesar de que recibió el mensaje con casi dos meses de retrato. El 6 de mayo le responde con el primer vendaval amoroso de su corazón.

 

         A Georgina Hübner en Lima: He recibido esta mañana su carta tan bella para mí, y me apresuro a enviarle mi libro Arias tristes, sintiendo que sólo mis versos no han de llegar a lo que usted habrá pensado de ellos. La carta de usted es del 8 de marzó, a mí no me ha venido hasta hoy, 6 de mayo. No me culpe de la tardanza. Si usted me envía siempre su dirección --en el caso de que vaya a cambiar de domicilio--, yo mandaré a usted los libros que vaya publicando, siempre --claro está-- con el mayor placer. Gracias por su fineza. Y créame muy suyo, que le besa los pies. Juan Ramón Jiménez.

 

         La segunda carta de Georgina Hübner aparentaba ser de arrepentimiento, como si reconociese que había cometido un desliz o una imprudencia, aunque luego agrega que se siente mejor al haber leído el libro, ése parecía otro ardid muy bien estudiado para minar el frágil corazón y la vanidad del escritor.

 

         ¡Mas felizmente todos mis desasosiegos se han calmado, todas mis dudas han desaparecido, al recibir su atenta carta y su hermoso libro! Sus versos llenos de tristeza hablan del corazón y al cadencioso vibrar de las notas melancólicas de Schubert, recordaré esas estrofas en las que vaga el perfume delicado y suave del alma de su autor. Si le dijese a usted que una parte de su libro me gustaba más que la otra, mentiría. Cada una tiene su encanto, su nota gris, su lágrima y su sombra. Que esas vistas que le mando le agraden es el deseo de su amiga y admiradora. Georgina Hübner. Lima, 23 de junio de 1904.

 

         Los impostores lo hacían muy bien. Parece ser que la caligrafía, preciosa, era de otra mujer, pero la verdadera Georgina Hübner no sabía nada. Las epístolas empezaron a cruzarse con mucha frecuencia y la mujer imaginaria que escribía fue cediendo en su pudor, en su timidez, para entrar en el juego de Juan Ramón: éste, hechizado, empezó a responder con idéntica pasión y lirismo a unas cartas de enamorada que se ofrece espiritualmente desde la distancia. El vate incluso le ofreció dedicarle su nuevo libro Jardines lejanos, en el pórtico iba a ir esta leyenda: A Georgina, este libro que debió ser todo para ella», pero la dama le disuadió. Las mejores palabras de ternura inflamaban la correspondencia del poeta. Como Juan Ramón conocía muy bien a San Juan de la Cruz y los versos «la dolencia de amor sólo se cura con la presencia y la figura», creyó que era el momento en que debían conocerse personalmente. En un principio le pidió a ella que viniese a España, pero tal vez de inmediato le hizo saber que en caso de que eso fuese imposible, iría él a verla.

         El curso de los acontecimientos empezaba a preocupar a aquellos traficantes de sentimientos. Juan Ramón era un filón: construía desde lejos, carta a carta, el sueño de la amada ideal, y ésta se agigantaba mensaje tras mensaje. Decidieron, para apaciguar su ardor romántico, recluir a Georgina en un balneario porque «está muy enferma.» La nueva travesura no surtió efecto. Además, la espectral Georgina Hübner le escribió una nota que no podía dejar indiferente a Juan Ramón.

 

         Recibí su última carta, aún no del todo repuesta de una enfermedad que me tuvo en cama por unas semanas. Mi familia, asustada, me llevo al Barranco, un pintoresco balneario, y después a La Punta, lugar de veraneo también, muy solo y muy triste (...) ¡cuánto he pensado en usted, amigo mío! Un primo mío me llevó Ninfeas, y con él he sentido mucho. Sus versos dulces y suaves me sirvieron de compañía y de consuelo. Recuerdo mucho el día que leía El alma de la luna, tiene un fondo melancólico que me encanta y que me hizo pensar --yo no sé por qué-- en el alma de las cosas. ¿Me pregunta usted si me he enojado porque me pide mi retrato? ¡No! No me crea usted tan pequeña de espíritu. Espere, ya irá: pero antes justo es que me mande el suyo. Ya casi puedo decir que estoy bien; sólo de cuando en cuando una tosecilla seca me desgarra el pecho, ¡Y hay días en que amanezco tan triste!

 

         La broma era perfecta y totalmente seductora, y estaba elaborada con refinamiento, con la estética propia del momento. Los poetas peruanos conocían la vulnerabilidad de Juan Ramón y en ocasiones parecían ir hasta el recochineo. Ella le indica su nueva dirección en esta misiva y dice que vive en Amargura, 275, principal.

         El poeta enaltecía a la joven, soñaba que era una diosa taciturna que asomaba a su vida, y se sabía protagonista y dueño de una embriagadora aventura de amor. Tuvo un arrebato de coraje o de frenesí voluptuoso. Se ofreció para casarse con ella. Es verdad que Juan Ramón Jiménez había estado internado en Francia en 1901 por desequilibrios, es cierto que mostraba un temperamento enfermizo y soñador, capaz de cometer locuras sentimentales, ¿pero no demuestra su intención y esta respuesta una firme creencia en su amada ilusoria, una sincera desesperación de amor?

 

         ¿Para qué esperar más? Tomaré el primer barco, el más rápido, el que me lleve a su lado. No me escriba más. Me lo dirá usted personalmente, sentados, los dos frente al mar, o entre el aroma de su jardín con pájaros y luna.

 

         Esta nueva epístola creó una gran zozobra en el grupo peruano, que debió asustarse. La historia se le iba de las manos. Y buscó una solución rápida y cruel. Antes de nada, al parecer, los embaucadores hicieron saber la historia al completo a la auténtica Georgina Hübner, quien dejó muy claro que deseaba cortar por lo sano con aquella travesura. Se reunieron y determinaron matar a la joven de una tisis galopante, y se lo hicieron saber al poeta antes de pudiese embarcar mediante un telegrama que cursaron al cónsul de Sevilla. La misiva de los integrantes de la Sociedad de Beneficencia Pública de Lima decía:

 

         Georgina Hübner ha muerto. Rogámosle comunicar la noticia a Juan Ramón Jiménez. Nuestro pésame.

 

         Ahí pareció acabarse el infausto idilio, aunque Juan Ramón Jiménez dejó testimonio de la sinceridad de sus afectos en un poema magnífico y sentido que incluyó en Laberinto, en 1913, justo el año en que iba a conocer a la mujer de su vida Zenobia Camprubí. Años más tarde, Antonio Oliver Belmás, poeta del 27 y biógrafo de uno de los impostores en José Gálvez y el modernismo, intercedió por el grupo. Juan Ramón les perdonó, y la mejor prueba de su clemencia fue que habló del asunto en varias ocasiones --Juan Guerrero Ruiz lo recoge en varias citas en su Juan Ramón de viva voz. Cotejamos la edición de Ínsula de 1961, Pre--Textos reeditó el volumen-- y permitió a Ricardo Gullón rescatar alguna carta cuando él vivía, aunque el epistolario completo no apareció hasta 1960, en Ínsula. El poeta nunca llegó a conocer a la verdadera Georgina Hübner, quien murió en 1958 en Colombia, seis meses después de la propia muerte del poeta. Para entonces, sin saberlo tal vez, ya era inmortal merced a este largo poema de Laberinto, del que ofrezco el fragmento final:

 

Ahora, el barco en que irá, una tarde, a buscarte,

no saldrá de este puerto, ni surcará los mares;

irá por lo infinito, con la proa hacia arriba,

buscando, como un ángel, una celeste isla...

¡Oh, Georgina, Georgina!¡qué cosas!..., mis libros

los tendrás en el cielo, y ya le habrás leído

a Dios algunos versos...; tú hollarás el poniente

en que mis pensamientos dramáticos se mueren...;

desde ahí, tú sabrás que esto no vale nada,

que, salvando el amor, lo demás son palabras...

¡El amor!, ¡el amor! ¿Tú sentiste en tus noches

el encanto lejano de mis ardientes voces,

cuando yo, en las estrellas, en la sombra, en la brisa,

sollozando hacia el Sur, te llamaba: Georgina? (...)

 

El cónsul de Perú me lo dice: «Georgina

Hübner ha muerto...»  Has muerto. Estás sin alma en Lima,

abriendo rosas blancas debajo de la tierra...

Y si en ninguna parte nuestros brazos se encuentran,

¿qué niño idiota, hijo del odio y del dolor,

hizo el mundo, jugando con pompas de jabón?

 

         El enigma no se cierra aquí del todo. Existió otra mujer que cedía su hermosa caligrafía para el engaño. Y de sus verdaderos sentimientos nada se sabe ni nadie ha escrito ni una palabra: acaso ella sí estuviese con su alma entera en las páginas apasionadas y hondas de la impostura. Seguro que con el paso de los años, el forjador de leyendas que fue Juan Ramón Jiménez debió imaginarse algo así y fantasear de nuevo con aquel rostro, con las manos níveas y con su delicioso e incógnito abatimiento.

 

*Hace algunos años, en la revista La Expedición, que dirigían Fernando Sanmartín y Adolfo Ayuso, publiqué este artículo. Es una de las historias de amor imaginario más poéticas y terribles que he leído nunca. Aparecerá en un libro que estoy preparando de artículos literarios. Lo rescato aquí porque lo he encontrado por casualidad entre mis páginas, que también me llevaron a las de Magda Díaz Morales de México, que ha reproducido esta estupenda e increíble historia del poeta perpetuamente enamorado.

[Juan Ramón Jiménez retratado por Joaquín Sorolla.]

 

 

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