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Antón Castro

FLAVIA COMPANY: 'LAS VÍCTIMAS', UN CUENTO

FLAVIA COMPANY: 'LAS VÍCTIMAS', UN CUENTO

LAS VÍCTIMAS

Flavia COMPANY

Cuento incluido en el libro “Con la soga al cuello”, editado en 2009 por la editorial Páginas de Espuma.

 

 

Me quedé en paro de sopetón. Cerró la empresa y a la calle.

En general tengo mala suerte, pero intento buscarle a todo un lado bueno. Pensé que aprovecharía el desempleo para hacer alguna cosa que no hubiese hecho nunca. Algo tenía que haber que un parado sin un céntimo pudiera hacer en Barcelona.

Recordé que siempre me había gustado perder el tiempo mirando, especialmente a personas desconocidas. Por eso me habría encantado ser psicólogo o escritor, en lugar de dependiente. Aunque seguro que estaría igualmente en paro.

Decidí que iba a dedicar el día a perseguir a alguien. ¿A quién? Buscaría en una estación de tren. ¿En cuál? En la de Sants, que quedaba lejos de casa. Y allí elegiría a mi víctima (no sé por qué empleé la palabra “víctima”; habría que preguntárselo a un psicólogo

o a un escritor). Alguien que estuviera de viaje. Prefería que fuese mujer.

Llegué a la estación a media mañana. Había desayunado un café con

leche y un cruasán, aunque eso no tiene nada que ver con la persecución en sí. Recuerdo que algunas migas se me habían quedado pegadas al jersey, a la altura del pecho, y había tenido que sacudirlas con energía. Me sentía raro. Tenía la convicción de que a los cincuenta y nueve años casi todo lo que debía ocurrirme en la vida me había ocurrido ya. Pero nunca había perseguido a nadie.

Vi a mi víctima enseguida. Recién bajada de un tren que venía de París. Me gustó la idea de seguir los pasos a una francesa. Los extranjeros siempre me habían gustado.

Se trataba de una mujer menuda, de edad mediana, vestida con un traje chaqueta beige, el cabello corto teñido de rubio y gafas de miope. Miraba hacia los lados, en busca de la salida, supuse. Esperé a que empezara a moverse. La seguí con la vista hasta que hubo alcanzado el final de las escaleras mecánicas. A pesar de ir bastante cargada, recorrió con ligereza el vestíbulo. Se detuvo ante una cabina

y llamó varias veces a algún lugar desde el que no le contestaron.

Luego fue hasta la salida y allí, para mi sorpresa, se puso en la cola de los taxis. Me pareció de cobarde renunciar a mis planes ante el primer obstáculo. Subí al taxi siguiente al suyo y dije lo que jamás pensé que fuera a decir: “Siga a ese coche”. El taxista me miró divertido y obedeció.

La condenada perseguida no iba cerca. El taxímetro daba más vueltas que una noria en domingo. Aquella ocurrencia me iba a costar una fortuna. Me entretenía imaginándole a la francesa una vida intensa, exótica, incluso peligrosa.

Al fin el maldito taxi se detuvo. La cosa tenía gracia, porque no sólo

habíamos ido a parar a mi barrio sino también a mi calle.

La mujer miraba un papelito y lo cotejaba con la numeración de los portales. Quiso el azar que entrara en el 85. La seguí con naturalidad.

A fin de cuentas, no había nada extraño en que me metiera en el edificio donde estaba mi casa. Claro que también podía esperar en la

calle hasta que volviera a salir, pero prefería conocer el apartamento al que iba. Subí con ella al ascensor. Me sentí valiente, como si para aquella memez hiciera falta algún tipo de valor. El corazón me latía como un energúmeno. La señora me preguntó en perfecto castellano a qué piso iba –tal vez, después de todo, no era francesa, pensé-. Mentí y dije que al último. Ella iba al cuarto. Bajó. Oí desde el ascensor que tocaba un timbre. Por el sonido me pareció el de mi casa. Ante la insistencia, salió una vecina. La francesa que no era francesa le preguntó por Manolo, o sea por mí. Que era muy amiga de una prima mía que vivía en París, en su mismo bloque. Que había telefoneado varias veces antes de presentarse así, sin más, pero no le había contestado nadie. La vecina se ofreció a guardarle la maleta. Le dijo que ahora que estaba en paro, llevaba unos horarios muy poco ordenados y que a saber cuándo volvía.

Y ahora qué, pensé. Y los pasos me llevaron hasta la estación de Sants.

Y el tren que iba a París estaba a punto de salir. Y oye, qué más da ocho que ochenta. Subí. Acabo de llegar a la ciudad donde vive mi víctima.

*Esta foto de Alfred Eisenstaedt está fecha, a orillas del Sena, en 1963. Si no me equivoco ahora, es el año del nacimiento de Flavia Company que presentó su libro ’Con la saga al cuello’ en Los Portadores de Sueños.

 

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