MIGUEL ÁNGEL YUSTA CIERRA UNA TRILOGÍA POÉTICA
PRESENTACIÓN Martes, día 28 de Abril de 2009 19:30 horas. SENDERO DE AMOR Y OLVIDO De Miguel Ángel Yusta Tras los libros “Teoría de luz” y “Reloj de arena” (ambos presentados en el Fórum de Fnac), el autor cierra la trilogía. En palabras del prologuista, el poeta José Verón Gormaz, “las sendas de la poesía son las mismas que las de la vida, aunque en bastantes ocasiones parecen ir más allá de la realidad. Es la magia del poema, capaz de expresar lo inexpresable. Miguel Ángel Yusta lo afirma con este poemario de piezas breves como relámpagos que iluminan los más bellos instantes del amor pasado, para regresar, después, a la sombra de la duda”. Presentarán el libro el poeta y escritor José Verón Gormaz y el escritor y periodista Ricardo Vázquez-Prada. La poeta Carmen Aliaga recitará poemas de la Trilogía y otras obras del autor.
*El poeta y estudioso de la jota Miguel Ángel Yusta, Mayusta, me envía esta nota (“Será un placer compartir con vosotros este momento. Al final tomaremos un vino y unos pinchos, para pasar los versos”, dice) que figura así en la agenda de la Fnac Zaragoza, Abril’09, que coordina el escritor Ángel Gracia.
**Despedida con un beso acrobático en 1950. Foto anónima.
DOS POEMAS DE MIGUEL ÁNGEL YUSTA
Los compases rítmicos del bajo rebotaban en las últimas horas de humo. Apurabas la noche de vodka y cristal, de pieles oscuras y doradas moviéndose en un palmo de sudor. Él no había dejado de mirar tus senos perfumados, lunas del cielo oscuro de la barra y su mirada intentaba rasgar tu vientre enfebrecido. Pero, de nuevo envuelta por la sombra, dijiste no y huiste de ti misma. Tal vez el miedo a la luz de la mañana paralizó tu instinto. El lienzo vigilante de la noche escoltó tu regreso por las calles desiertas. Después, en el silencio de los amaneceres desgastados, exploraste una vez más, aún ebria, el húmedo vacío de tus playas... 2 La calle Mayor era un callejón donde apenas cabía un coche, a mediodía quedaba sumida en silencio allá por los años cincuenta del siglo pasado; el sol, en verano, penetraba por las rendijas de las persianas en la hora sorda y húmeda de la siesta. De repente, unos pasos en el pavimento adoquinado proyectaban jirones negros en el encalado de la sala, mientras el reloj de pared, cansado y achacoso, agitaba el silencio con campanadas afónicas, testigos casi inmóviles del paso del tiempo. Sus pesas de plomo pendían de un cordel, amenazantes sobre las baldosas rojas y blancas desgastadas durante siglos por pasos renovados y manos laboriosas. El viejo reloj había dado años antes la hora final del abuelo y la del día de la victoria que sería la de la derrota de los vencidos; también despidió a mis tíos hacia el destierro en una noche de serpientes negras y lunas enrojecidas. Un día de sol amarillento y pobre de los años cuarenta salía mi hermana a casarse, vestida de corto, la cara de niña, empañada la voz, mientras yo le cogía la mano para que no se fuese; poco más recuerdo de aquella tibia mañana de abril, pero sí que el reloj sonreía desde el fondo de la sala con su tic-tac profundo de corazón cansado. A escondidas, yo animaba su péndulo de latón, travesuras de niño, tal vez por ver si apresuraba las horas y llegaba más pronto un día feliz; entonces su corazón se volvía loco unos segundos pero, pronto, todo volvía a ser espeso y normal: el tiempo debería transcurrir inexorable, pero despacio hasta marcar la hora de una adolescencia que abriera mis sentidos, mientras la calle seguía dormida en el mediodía y, tras los balcones, el reloj aplazaba la hora de la calle Mayor.
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Luisa -
mayusta -