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Antón Castro

'SIGNOS', UN CUENTO DE ISABEL NÚÑEZ

'SIGNOS', UN CUENTO DE ISABEL NÚÑEZ

SIGNOS

 

Por Isabel NÚÑEZ

Dos años antes de que empezase todo, cuando yo aún vivía con Anx, fuimos a pasar las Navidades a casa de su hermano, que vivía con la hermana de Hos en una urbanización entonces llena de progres y hippiosos no muy lejos de Madrid, con chopos rodeando la piscina, casas de ladrillo visto a la inglesa y jardín detrás. Hubo una fiesta de Nochevieja en su sótano enmoquetado, la misma habitación donde dormíamos Anx y yo, bajo un antiguo paracaídas de seda desplegado protectoramente. Y estaban tocando las campanadas de las 12 cuando Hos entró en la fiesta con su hermano Sen, que llevaba los ojos pintados e iba bastante colocado, y yo, al ver a Hos, que era guapo como una star de la época buena de Hollywood, aproveché que todos nos estábamos felicitando el año y le besé. Y él, aunque se fue enseguida con su hermano a otra fiesta, no olvidó ese gesto. Y es que ya decía mi amiga Mer que habría que pensarlo mucho antes de besar a un Tauro, porque los que nacen bajo ese signo suelen ser, además de sensuales, extraordinariamente tenaces: les cuesta mucho fijarse en alguien, pero cuando lo hacen, ya no se les quita de la cabeza y para librarse de ellos casi habría que matarlos.

            El caso fue que él consiguió en casa del hermano de Anx los negativos de unas fotos mías que a mí ni siquiera ahora me gustan, donde yo parecía una niña, con raya en medio y cara de luna, sentada en uno de los sillones de los Encantes que había retapizado yo misma (en un extraño arrebato de habilidad que aún ahora me maravilla), las reveló y se prometió a sí mismo que un día se casaría conmigo.

            Pasaron dos años, y cuando Hos supo que Anx y yo nos habíamos separado, se presentó en Barcelona y se hospedó en casa de Anx, se las arregló para enterarse de mis costumbres y me esperó con él en el Zig Zag, el bar donde íbamos entonces. Cuando yo aparecí, Anx me lo presentó diciéndome: “¿Te acuerdas de Hos, verdad?” Y yo, que no nací bajo un signo de tierra sino de fuego y soy olvidadiza e inconstante en mis caprichos, dije que no, porque al fin y al cabo nuestro encuentro había durado cinco minutos, pero al ver su expresión decepcionada, añadí: “Un chico tan guapo… Me acordaría…”

            Dos noches después, Anx celebraba su cumpleaños con otros dos de la misma fecha en una mansión de Pedralbes que entonces era una clínica psicoanalítica de día, lo cual generó toda clase de bromas sobre la fiesta y los que ingresábamos en ella. Yo había decidido no ir y dejé que mis compañeros de piso se fueran sin mí, pero cuando estaba ya tirada en la cama leyendo, me entró una oleada de melancolía y desesperación repentina y tuve que cambiar de planes, llamé a un amigo no tan lejano y le convencí de que me recogieran para ir con ellos.

            Al llegar a la casa, Hos salió radiante como Lancelot du Lac de detrás de la cortina de terciopelo del umbral y al saludarme, dijo: “¡Mi hada madrina! No me dejes solo, por favor, no conozco a nadie…”

            Y no le dejé. Estuvimos sentados en un rígido sofá novecentista, y dando vueltas por ahí, y al fin subimos las escaleras y entramos en una pequeña biblioteca donde una pareja se besaba en la penumbra. Salimos a un balconcillo redondo y se levantó una ráfaga de viento y salió la luna de entre las nubes y empezamos a besarnos. Creo que luego entramos e intentamos desnudarnos y acariciarnos en un sofá, pero yo llevaba un maillot y leotardos debajo del vestido y era bastante inaccesible.

            Así que huimos de la fiesta y volvimos andando hasta mi casa, hablando y soñando y besándonos, y Hos dijo que nos casaríamos y que yo escribiría y él sería mi mánager. Con él, lo físico funcionaba bien, incluso mejor que con mi vecino de entonces, aunque en vez de ser libre, aquello llevaba camino de convertirse en la jaula de oro del bolero.

            Hos se instaló en mi casa sin pensárselo dos veces. Y un día estábamos sentados en el antiguo Balmoral y Hos le pidió al camarero un periódico para mirar la lotería, porque él y su madre eran completamente creyentes en eso, incluso se regalaban boletos como si fueran algo valioso y aunque no ganaran, cada semana renovaban su esperanza como si nada. Y el camarero nos miró y le dijo a Hos que a él ya le había tocado la lotería conmigo y que no esperase más.

            Pero yo andaba entonces liada con el artista conceptual, que estaba casado y era una relación imposible, es decir, que era exactamente lo que yo necesitaba en aquel momento, un simulacro de relación, alguien que no fuese realmente un testigo ni un espejo que reflejara mi enajenamiento. Eso sí, para rematar, lo mío con el artista era un desastre físicamente, pero a mí ni siquiera me importaba porque lo había idealizado por completo.

            Antes de que llegara Hos, para consolarme de la falta física del artista, me enrollaba a veces con mi vecino de arriba, que tenía los ojos azules y era alto y suave como un oso de peluche. Él venía a casa a buscar un abridor de vino y follábamos alegremente y se iba corriendo porque su novia lo sabía, y aunque no era celosa, se quejaba sólo si tardaba, por desconsideración, y él me pedía disculpas porque era un chico educado y encantador que intentaba complacer a todo el mundo, y para compensar me regalaba flores y un disco con las arias de las 4 estaciones de Strauss cantadas por Kiri Te Kanawa.

            Pero Hos había aterrizado en mi caos libre y aunque lo había interrumpido casi todo, se moría de celos y no soportaba a mis amigos, ni que saliéramos, y siempre tiraba de mí para que volviéramos a casa, y cada dos por tres nos enfadábamos y él me decía que yo no tenía criterio y estaba vacía por dentro y habitada por los otros, que no sabía nada y todo lo había aprendido de él. Luego cogía su maleta y se iba a la estación, desde allí me llamaba e intentaba que yo le convenciera, y al fin volvía y así seguíamos.

            Cogimos un piso demasiado caro en la calle Pujol a medias con Bruna, y ella se llevó a su foxterrier que se llamaba Kline, por Franz Kline, y Hos, aunque tenía alergia a los gatos, me regaló un siamés diminuto al que llamé Jasper, por Jasper Johns, que entonces era el pintor vivo que más se cotizaba con aquellos cuadros de dianas, y luego me di cuenta de que sólo era la versión inglesa del nombre de mi padre. Y aunque sólo tenía dos semanas y era pequeñísimo, cuando el foxterrier se le acercaba a olisquearle, Jasper se arqueaba en un ángulo agudo y le soltaba bufidos terribles al desconcertado perro.

            Pero se hicieron amigos y Jasper siempre andaba mojado de los lametones del perro y compartían el cojín y sólo a la hora de comer el perro no quería saber nada y había que cerrar la puerta de la cocina para que no matara al gato.

            Luego la alergia de Hos empeoró y cuando nos preguntábamos dónde podíamos llevar a Jasper, un día, vimos un hombre que andaba por la calle Vallmajor como el flautista de Hamelín, seguido por la acera de siete u ocho gatos preciosos a los que iba llamando: Vamos, Blanquita, Perla, Alfonso, Reina… Resultó ser el mayordomo de una casa regia venida a menos, con la señora viuda y arruinada, y él tenía a sus gatos entre el jardín y el garaje de la casa. Enseguida aceptó quedarse a Jasper, y que yo le visitase cuando quisiera, y estaba cerca de casa, aunque el hombre ya nos advirtió que cerca vivía un alemán indeseable con un doberman que perseguía a sus gatos y un día iban a acabar mal.

            Fui a visitar al gato unas cuantas veces y era curioso aquel jardín abandonado y el orgullo aristocrático que consolaba a aquel mayordomo derechista y sin paga, que había trabajado para el empresario Bultó, muerto en un oscuro atentado, y siempre estaba con insinuaciones y frases enigmáticas. Jasper aún me reconocía y parecía contento en su jardín, pero tiempo después, cuando yo ya había cambiado de casa y habían pasado muchas otras cosas importantes y me había ido a la India y vuelto y Hos se había marchado para reaparecer con más fuerza, volví un día a visitar a Jasper, y el mayordomo, que tenía un tono de voz completamente femenino y amanerado, me contó que el doberman le había mordido en el cuello y que el pobre gato había estado un día entero junto al estanque, muy discreto, muriéndose, y que él lo había cuidado y le había llevado agua y no sé qué más. A mí me pareció tan irreal que no acabé de creerlo y durante un tiempo buscaba a Jasper en todos los siameses que veía, sobre todo el de una portería de la plaza Adriano que se parecía muchísimo, y yo no sabía si era más grande la tristeza o la culpa que sentía por haberme separado de él. Lo cierto es que aquella casa la tiraron hace tiempo, con el jardín y el garaje, no volví a ver al mayordomo ni a los gatos, y en su lugar construyeron uno de esos edificios mediocres que han llenado esta ciudad hasta hacerle perder toda identidad.

            Hubo un momento en que yo me fui con el artista conceptual, del que no sé por qué siempre me hablaban las pitonisas, y es que había una extraña conexión mental y obsesiva entre nosotros, aunque mí me gustaban más sus ideas y su personaje de autoficción paródico-melancólico que ninguna otra cosa, y cuando me llamaba yo adivinaba que era él con el timbre del teléfono y cuando reaparecía al cabo del tiempo yo lo soñaba la noche antes de que ocurriera.

            Esa vez Hos no me lo perdonó y cuando volví a casa nos enfadamos mucho y él me dijo aquellas frases extrañas sobre mí que yo no comprendía y me parecía que se refiriese a otra persona. Y en plena discusión, Hos me desgarró mi camiseta favorita, que era de punto de seda de un tono fucsia violáceo y también me rompió mi batín de seda verde de lunares pequeños y yo le arañé en la cara, y Kline, el foxterrier de Bruna me mordió en la pierna porque ese perro era más partidario de los hombres y aunque me conociera más a mí, se puso de su parte.

            Hos se fue, aunque naturalmente, su fuga no sería definitiva sino todo lo contrario, pero entonces no lo sabíamos y él se marchó a Madrid con su tío nuevo-rico y crónicamente infiel, y su tía, y antes de viajar le llevaron a jugar al casino de Perelada y Hos llevaba la cara arañada y tuvo que contarles que nos habíamos peleado y a mí me quedó aquella vergüenza.

            Dos días después, el artista conceptual aceptó sin avisarme la propuesta de su mujer y me abandonó en el apartamento que tenía en Sants lleno de música de coleccionista, melancolía de objetos y mantas de seda y pieles, y al fin, cansada de leer y de mirar el teléfono que no sonaba, comprendí que no volvería, cogí las llaves y se las llevé a la madre del artista, que me hizo sentarme con ella en su saloncito y me dijo que el artista era un niño mimado sin solución, y yo me fui desconcertada, pero entonces apareció Joana y nos fuimos por ahí, aunque no recuerdo lo que hicimos ni quién fue el hombre que me ayudó a borrar a los dos de la memoria.

 

 

Isabel Núñez

Algunos hombres… y otras mujeres (Menoscuarto)

 

*La escritora Isabel Núñez publica estos días en Menoscuarto, el sello de José Ángel Zapatero, un nuevo libro de relatos en la colección Reloj de Arena que dirige Fernando Valls. El texto se publica aquí por cortesía de los tres y de la editorial Menoscuarto, que está haciendo una estupenda labor en la difusión y vindicación de la literatura breve. 

*La foto es de Emmanuel Sougez.

 

 

 

1 comentario

Emma -

Me ha encantado.