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Antón Castro

UN CUENTO DE PATRICIA ESTEBAN

UN CUENTO DE PATRICIA ESTEBAN

Color fin del mundo

 

Tuvieron la última discusión exactamente cinco minutos antes del fin del mundo. Cinco, ni uno más, ni uno menos. Ella acababa de estrellar contra la pared un jarrón azul que nunca le había gustado mucho y permanecía parada en medio de la sala, con el rostro enrojecido y los puños cerrados, conteniéndose para no echar a andar hacia la cocina en busca del cepillo y el recogedor. No soportaba el desorden y esos fragmentos de vidrio desperdigados le dolían en las puntas de los dedos, pero tampoco se decidía abandonar aquella postura, como si temiera que andar o pestañear fueran decisiones irrevocables. Él preparaba un equipaje de urgencia para marcharse al hotel, moviéndose frenético de un lado a otro del dormitorio abriendo cajones, eligiendo camisas, intentando pensar contrarreloj qué cosas son verdaderamente necesarias cuando uno se marcha con intención de no volver.

 

Entonces ocurrió. Hubo un bramido de animal marino que atravesó el aire y dentro del piso temblaron los cuadros y los relojes. Hubo gritos en otras casas, hubo sollozos. Y luego aquel olor lo inundó todo. De pronto la ciudad olía a quemado, a cielo en llamas. Ella giró la cara hacia el cristal de la galería y le horrorizó descubrir un color indescriptible extendiéndose sobre los tejados. A él se le resbaló de entre las manos una camisa blanca cuando a través del ventanal vio desmoronarse el edificio de enfrente, justo un segundo antes de que se hiciera la oscuridad en toda la casa.

 

Los cristales azules del búcaro quedaron esparcidos por el suelo. La maleta, a medio hacer sobre la cama, como una garganta abierta. Ella miró la puerta del salón. Él, la puerta entornada del cuarto en el que ya no pensaba dormir aquella noche. Los dos se sobresaltaron cuando escucharon cómo se hundía un tabique en la habitación  del hijo que no llegaron a tener. Después permanecieron quietos mucho rato, hasta que comprendieron que lo que había pasado entre los dos no tenía nada que ver con aquella inesperada fractura del universo.

 

Ella se dijo entonces que seguía viva, mientras los techos se venían abajo y una familia entera se tomaba de la mano  en el alféizar de una ventana antes de lanzarse al vacío, ella seguía viva. Él pensó en la sonrisa cómplice y en el cuerpo desnudo de la mujer que amaba, en esa fotografía clandestina, oculta en el compartimento más secreto de su billetera. No volvería a verla. No iba a poder llamarla según lo convenido para decirle que todo el tiempo que quedaba era suyo, de los dos, y lo supo justo entonces.

 

Los gatos callejeros permanecieron quietos debajo de los coches, mirando con ojos perezosos los cuerpos destrozados tendidos en la acera, sin espantarse de los sonidos y el aire cargado de llamas. En la oscuridad, ella se sintió espiada por todos los muebles redondeados y aparentemente amables de la sala donde él le confesó una verdad que hacía tiempo se deslizaba como una sombra en los espejos, pasando de largo si ella levantaba la cabeza, sobresaltada por una sospecha repentina. Él cerró los ojos con la esperanza de que al abrirlos aparecería sentado en la parte trasera un taxi, mirando caer una lluvia desganada en el cristal delantero y sin necesidad de cruzar media palabra con el conductor, vagando sin más de noche, al compás de metrónomo de los limpiaparabrisas y con un murmullo de jazz casi inaudible latiendo en la emisora de radio.

 

Murieron todos. Sólo quedaron ellos dos en aquel octavo piso que compraron después de su boda y que ambos estaban a punto de abandonar cuando el universo se partió por la mitad. Pasadas unas horas la luz del sol se desplomó con alegría de mujer borracha en el salón intacto y tropezó con ella, que seguía tumbada en el sofá, esperando el día siguiente con los ojos abiertos. Él también había pasado la noche en vela, sentado en la orilla de la cama, pero de pronto sintió un nudo de hambre en la boca del estómago. Se puso en pie, dio unos pasos cautelosos en dirección a la puerta, sin dejar de temer que alguno de ellos pudiera ocasionar el fin de aquella calma precaria. Salió al pasillo. A través del hueco que dejó el cuarto de los trastos al hundirse pudo ver que ella caminaba en dirección a la cocina,  y sintió un enorme alivio.

*En breve, Patricia Esteban publicará en Páginas de Espuma su libro 'Azul ruso'. Patricia me envía este relato y me dice: "Los cuentos de 'Azul ruso' son más largos y este que te adjunto es el más breve, una variación de un tema que me interesa mucho, el declive de una relación como metáfora del fin del mundo".

1 comentario

Patricia Maya -

Me gustó la metáfora y agradecer la fácillidad que nos brinda el internet de acceder a su p´´agina