CALVOMOÑACO 23
Se encontraron una tarde cualquiera. Se habían visto alguna vez en los bares, al calor de un vino, pero no se habían hecho caso. Algo especial ocurrió aquel día: había algo de lluvia, gemía el viento. En un escaparate Alberto había visto una caracola marina y entró con una de sus preguntas aviesas: “Ahora que llueve, ¿se oirá mejor el llanto de las sirenas?”.
Se miraron, se intercambiaron un cigarrillo y el mechero, y compartieron como quien no quiere la cosa una cerveza. O el vino que nunca se habían bebido juntos. Ella dijo que era sonámbula, que vivía en un ático que daba a una torre mudéjar y a un cielo de tejados puntiagudos con palomas. Él dijo que era lector de aforismos, de libros de ciencia y que, de vez en cuando, abría un cuaderno y pintaba: barcos, sirenas, cabezas de mujer, ojos de llovizna como los suyos. Ella insistió: buscó un nombre imposible y un pasado de actriz y de diseñadora de modas. “En verano, cuando la noche se vuelve insoportable de calor, escribo versos con mi desvelo y una tinta verde como iguana”. Él sonrió. Pintó en una servilleta sus manos, sus labios. Sus labios de cereza vencida por el sol y de fumadora empedernida de Pall-Mall. Le dijo: “Así, con la humedad del último sorbo, aún son más bonitos”. Y abrió su cuaderno, una página, dos, tres, hasta seis. Ella quiso protestar, pero él atajó suavemente: “Es verdad. Eres tú, pero ¿cómo iba a saberlo? ¿Quién me iba a decir a mí que los sueños se cumplen una tarde cualquiera en el bar de todos los días?”.
Salieron a la calle. Y quizá fuera entonces cuando se abrazaron por primera vez. Alberto sacó una mano e inventó un paraguas que a ella le pareció demasiado pequeño.
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