EL MAR, ALBERTO Y JULIO
Ayer se inauguraba la retrospectiva de los hermanos Alberto y Julio Sánchez Millán en la Casa de los Morlanes, en homenaje a Alberto Sánchez. [Me fue imposible acudir porque a la misma hora presentaba –con Cristina Palacín, Ana Marquina, Trinidad Ruiz-Marcellán, Alejandro Ratia y Ángel Guinda- el poemario póstumo de Vicente Pascual Rodrigo. Fue un acto entrañable rodeado de grandes amigos y familiares del pintor y poeta.] Julio me pidió un texto para el catálogo, hay muchos y muy variados, y correspondí con algunos recuerdos.
Este retrato es de Alberto Rodrigálvarez.
ECOS DEL MAR Y DE SU MEJOR NARRADOR
Me di cuenta de que era amigo de Alberto Sánchez el día que se desvió de una ruta hacia Calanda y vino a verme a Urrea de Gaén. “El pueblo de Alfonso Zapater, Pedro Laín Entralgo y el carlista Cabañero”, diría él de inmediato. Vino un poco acalorado: al descender la calle empinada hacia la plaza se encontró con un camión de reparto de ultramarinos y tuvo que detenerse casi un cuarto de hora. Al final, ante la indolencia del operario, se cabreó. Aquella visita estuvo condicionada por el incidente: a medida que hablábamos de esto y de aquello, parecían emerger las circunstancias, los detalles secretos, las palabras malsonantes de la discusión, el monumental enojo y yo diría que también una sensación creciente de culpa o de malestar. En un determinado momento deslizó esta frase: “A veces puedo llegar a ser muy burro, pero ese tipo era un animal”.
Nos sentamos en el muro que mira hacia las colinas rojizas, contemplamos el paisaje, los cañaverales del cementerio, los campos de manzanos y de perales que se extendían a la orilla del río Martín. Empezamos a hablar de algo que nos apasionaba a los dos: Julio Alejandro Castro, con quien pocos años antes Alberto Sánchez había mantenido una conversación casi infinita que se incorporó al libro Fanal de popa. Julio Alejandro, el guionista de Luis Buñuel, el hombre que redactó más de un centenar de guiones de cine y piezas teatrales durante casi 40 años en México, había acabado por ser un nexo de unión entre los dos, casi tan poderoso como el cine, casi tan poderoso como la literatura. O como Aragón.
Alberto hablaba siempre de todo: de literatura, de los libros que había ido acumulando en su estudio-fortín, de sus recortes de prensa, de sus catálogos, de sus fotos, de sus programas de mano, de la gente que había ido conociendo. Era un testigo que no pasaba inadvertido, era el menú, la sazón, la ironía y el humo de todas las tertulias. Julio Alejandro nos gustaba mucho a los dos porque era un gran narrador oral, un marino en tierra, un dramaturgo y un soñador que se pasaba la vida reinventándose. Tenía algo de Simbad: encendía de magia y de misterio cualquier encuentro. Nos hablaba de Dolores del Río y de María Félix, y de los amantes que sembraban de orquídeas sus lechos y sus bañeras; de Juan Rulfo y de Gabriel García Márquéz, de Antonio Machado (y de sus pisadas casi crepitantes que subían los peldaños de madera de su casa de joven marino, al que también conocían por ‘Antorcha Luminosa’), de Buñuel y de su mujer Jeanne, de Leonora Carrington y de un reloj de cuco que tocaba a las cinco en punto de la tarde. La hora en que a Buñuel le gustaba hacer el amor. Nos hablaba de su pasión por la novela negra, que solía leer en una cama que tenía en su cabezal un timón de leyenda y varios fanales en las mesillas de noche. Julio Alejandro le contagió a Alberto, aún más, su pasión por la gastronomía, por los cócteles, por la sensualidad de la comida. Julio Alejandro era un abogado de los pequeños detalles, un galanteador de rastros, mercadillos, chamarilerías y almonedas. Le dije que Julio me había llamado el día anterior y que me había preguntado por él. Que siempre preguntaba por él, por Luisito Alegre y por Agustín. Y por “una belleza extraordinaria, lánguida y chinesca, como la porcelana”, llamada Ariadna Gil. Así lo decía.
La tarde se iba desvaneciendo. Alberto pareció recobrar su humor natural; el humo del tabaco huía como un pájaro libre. Estaba muy feliz porque coordinaba con primor una colección que le hacía especialmente feliz, la serie Boira de Ibercaja, estaba feliz porque se sabía querido y era una referencia en los festivales de cine con su maleta poblada de memorias, de secretos, de anécdotas y de personajes.
Poco antes de marcharse, le dije: “¿Sabes una cosa, Alberto? Cada día te pareces más a Julio Alejandro”. Sonrió y me miró con ese escepticismo aragonés que podría resumirse en la onomatopeya “quia”. Quiaaaá… Dijo: “Lo dices por mi descuidada barba de marinero, ¿no? A mí siempre me han mareado los barcos. El mar solo me gusta en los libros y en el cine”.
1 comentario
Julio Sanchez -
Gracias de corazón a todos.