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Antón Castro

MARCHAMALO: 'TOCAR LOS LIBROS'

MARCHAMALO: 'TOCAR LOS LIBROS'

Jesús Marchamalo (Madrid, 1960) es un enfermo de los libros. Los mima, los cuida, los llena de notas y exlibris, de pequeños recuerdos, de vida, los lee con un placer infinito. Tiene un sinfín de seguidores, empezando por su editora Ofelia Grande, en Siruela: cosecha cariño, complicidad y admiración por doquier. Acaba de publicar uno de sus libros tan particulares: ‘Tocar los libros’ (Fórcola), con prólogo y elogio incondicional de Luis Mateo Díez. Así comienza.

 

TOCAR LOS LIBROS

 

Por Jesús MARCHAMALO

 

Nunca hasta hace poco he sabido los libros que tengo, y de hecho jamás hasta hace poco había tenido la tentación de contarlos. Pero justo hace poco, en un ataque de insomnio recalcitrante, pensé que a efectos de adentrarse en el sopor, el hecho de contar ovejas o libros debiera ser en principio equivalente. Más aún para un tipo urbano, como yo, para quien contar ovejas es algo tan ajeno como para un ruso contar chicas de Wisconsin en un baile.

Así que me planté ante la estantería, casi de madrugada, e hice una primera prospección a tanto alzado.

 

Pongamos que un libro (medio) mida de ancho unos dos centímetros y medio. Comprueben en casa y verán cómo los libros (medios) andan siempre cerca de esa cifra media. Cabe preguntarse después respecto a la equivalencia del centímetro Georges Perec, tan cuidadoso siempre con la medida de las cosas, con el centímetro Boris Vian; o el centímetro del pulcro Azorín comparado con el centímetro del impulsivo Baroja, pero ese es otro tema y merece ser tratado en otra ocasión.

 

Las estanterías de mi casa miden un metro treinta de largo y tengo trece, es decir, casi diecisiete metros lineales, más otras seis baldas de obra de un metro de ancho capaces de contener entre cuarenta y cincuenta libros  cada una de ellas.

 

Un sencillo cálculo matemático permite afirmar que sólo en el estudio de mi casa, el sitio donde trabajo, conviven ahora mismo alrededor de mil volúmenes. Y obsérvese que digo volúmenes y no libros porque la palabra volumen entraña un cierto empaque cultural. A partir de cierta edad uno deja de tener libros, y empieza a tener volúmenes. O ejemplares.

 

El caso es que si hubiera leído todos estos volúmenes, y haciendo un cálculo razonable de una semana de lectura para cada uno de ellos, en mi cuarto tengo, redondeando, todo lo que he leído en los últimos diecinueve años de mi vida; desde Montalbán, Galíndez, hasta La ciudad de los prodigios, de Mendoza, Catedral, de Carver, La música del azar, de Auster, o Ficciones, de Borges, pasando también por ese territorio singular de los libros absurdos; entre otros, la Guía del apicultor moderno, otro sobre el supuesto envenenamiento de Napoleón, con arsénico, en la isla de Santa Helena, una Guía de plantas de interior, e incluso algún libro que negaré haber mencionado, como uno que tengo sobre Jack el Destripador, Los últimos secretos desvelados; una biografía de Pétain, y otro de recetas de Arguiñano.

 

Tampoco crean que me preocupa  excesivamente, porque en todas las bibliotecas, incluso en las de gente fuera de toda sospecha, existe siempre una parcela de libros de difícil justificación. Walter Benjamin, por ejemplo, tenía una selección especial de cuentos de hadas, Pedro Salinas coleccionaba tratados de urbanidad, Aleixandre guardaba en su biblioteca un apartado de novelas policiacas, y también hablaron mucho los contemporáneos del generoso paladar lector de Laurence Sterne, cuya biblioteca reunía desde tratados de fortificación hasta libros de obstetricia, que ustedes me dirán.

 

Hay quien dice que las bibliotecas definen a sus dueños, y estoy seguro de que es cierto. Marguerite Yourcenar dijo en una ocasión que reconstruir la biblioteca de una persona es una de las formas más idóneas de informarnos de cómo es. Por supuesto que los libros hablan de nosotros. De nuestras pasiones e intereses. Los libros delimitan nuestro mundo, señalan las fronteras difusas, intangibles, del territorio que habitamos.

Hablan no sólo de los lectores que somos y de los que fuimos en su momento, sino que hablan de los lectores que quisimos ser, y en los que finalmente no nos convertimos.

Se compran libros de manera caprichosa, contradictoria, dispar. Hay temas que provocan vivo interés en determinadas épocas de nuestra vida, y que se abandonan después, igual que se abandonan las certezas. Como en los estratos geológicos de un yacimiento arqueológico, los libros permiten ir desenterrando los restos de todos los naufragios.

 

4 comentarios

Mariano -

Yo tengo una pequeña máxima práctica que viene al pelo para la feria del libro...
"No comprar ningún libro que no haya de volver a leer"
Mariano Ibeas

gonzalo villar -

mis libros viven exiliados en el segundo piso, pero de vez en cuando bajan comitivs que invaden los estantes, los veladores, la mesa del comedor.

piero -

Si los libros son la radiografía del alma del lector, ¿por qué no las estanterías nuestro esqueleto?

Marcos Callau -

Habrá que tomar nota e ir leyendo de nuevo los libros para aprender a saber el tesoro que uno tiene en ellos.