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Antón Castro

DIARIO DEL MUNDIAL / Y 25

DIARIO DEL MUNDIAL // España cierra un campeonato increíble e intenso. Tuvo que fajarse en todos los partidos y logró el título con un fútbol brillante que adornó con coraje y paciencia, con intensidad y furia.

El equipo armonioso que creyó en sí mismo

El fútbol, como la vida, discurre entre el ser y la apariencia. Argentina no había enamorado a nadie en las eliminatorias y, sin embargo, parecía que se enganchaba a la clase de Messi para convertirse en clara favorita. Una joven y descarada Alemania demostró al mundo que esa entrevista grandeza era fragilidad, desconcierto y cartón piedra. Otro tanto le sucedió a la máxima candidata: la selección brasileña del músculo y del pundonor que ejecutaba a sus rivales con dos o tres fogonazos pero sin conexión alguna con la leyenda del ‘jogo bonito’. En Argentina y Brasil las estrellas eran los seleccionadores: un Maradona incauto que no acertó a crear un bloque ni una estrategia ni el espacio idóneo para su sucesor (Messi llegó al Mundial en plenitud de forma: como un ciclón menudo e imparable), un Dunga cartesiano y rocoso que se encomendó a la tiranía del poderío físico.

Hasta Portugal se volvió facinerosa en su juego: Queiroz fue incapaz de acomodar a su delantero más célebre, Cristiano Ronaldo, y se marchó sin gloria alguna. Otro tanto cabría decir, con más razón, de Italia y Francia, y por supuesto de Inglaterra: Capello no supo ni pudo conjuntar a jugadores como Gerrard, Lampard y Rooney: los tres se han desvanecido, inanes y oscuros, en Sudáfrica. Ni Dunga, Maradona, Lippi, Domenech ni Capello acertaron a construir un combinado armonioso que respetase las características de sus jugadores y un plan específico, una idea del fútbol. Por faltarles les faltó hasta complicidad con el vestuario; en el caso de Maradona, le sobró arrogancia de profeta: creyó que él era el elegido, de nuevo, por los triunfos engañosos y por su condición de mito.

 En cualquier caso, no conviene olvidar el axioma de Boskov: el fútbol es un torbellino de factores, de segundas oportunidades, de regates del azar, un amasijo de detalles y de circunstancias, y de pequeños milagros. Y ahí todo suma: suma que aparezca el manotazo salvador de Luis Suárez, que Gyan mande el balón al cielo en el penúltimo segundo, suma que Casillas detenga un penalti que significaba el adiós o que estirase unos milímetros su pie derecho ante Robben. En un Mundial el resultado pende de un hilo. Y la victoria depende de todo ese arsenal de causas y efectos que España ha barajado tan bien.

La selección de Vicente del Bosque llegó al torneo con la etiqueta de favorita. La realidad es que no empezó a serlo de veras hasta que tumbó a Paraguay: España pasó todos los partidos con el máximo esfuerzo y justa de dinamita. Ha sido, ha intentado ser, un equipo primoroso, de escritura automática, al que la faltaba gol: se abrazó al olfato de Villa (quien, extrañamente, no marcó en los dos últimos partidos), al talento de Iniesta y a la furia de Puyol. Ellos han sido los goleadores. Así, desfondándose y casi en alerta roja, superaba a los rivales. Parecía un equipo armado en todas las líneas, partidario de la fantasía y el toque, y a la vez un equipo sufridor, sin gas y alicorto de inspiración ante la presión de los rivales. Curiosamente, este conjunto se consolidaba con un gran sentido de la gesta. Sin volver la cara, aceptando todos los desafíos, los marcajes pegajosos, incluso las tarascadas. El inmutable Del Bosque parecía un enigma, un caracol de secretos cerrado a cal y canto: se fiaba de un Torres fuera de forma, condenaba a uno de los jugadores más exquisitos y trabajadores del bloque como Silva, tiraba de Navas y de Cesc y de Llorente, acudía a Pedrito. Confiaba ciegamente en su línea de defensas (el que despertaba más recelos, Capdevila, ha estado muy por encima de lo esperado), ensalzaba el trabajo oscuro y dinámico de un excepcional Busquets, se encomendaba a sus estrellas Xavi y Iniesta, los mejores medios del Mundial.

Fiel a un credo, sin perder la compostura, Del Bosque llegó hasta donde había soñado. A la final. Y en ella, el míster y España tuvieron el pundonor, la convicción, la firmeza, la paciencia y la lucidez de los grandes campeones para vencer al segundo mejor equipo del torneo: una Holanda de acero, durísima e indomable, que había aprendido la lección de los rivales de España y de la nobleza de Alemania, víctima de un baile increíble de pases y filigranas sin atreverse a dar ni una patada. España maravilló ante los teutones y se agigantó luego ante la adversidad, esa férrea ‘Naranja Mecánica’ de latigazos y coces: puso a prueba la verdad y la conmoción del fútbol, y ganó. El buen juego es su rasgo de identidad: el atributo esencial de su ser.

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