TRES CUENTOS DE RAÚL ARIZA
Publico aquí, gracias a la cortesía del escritor, tres textos estupendos de Raúl Ariza, autor de 'Elefantiasis' (Editores Policarbonados, Madrid, 2010), un libro de relatos -con prólogo de Francisco Machuca- que presentó en Zaragoza el pasado mes de mayo, en El pequeño Teatro de los Libros, y que ha recibido merecidos elogios. Son tres historias de amor y desamor, muy diferentes, marcadas por la contundencia, el misterio y el secreto, elaboradas con una prosa precisa y elegante que domina el arte de la elipsis y de la contención. Raúl Ariza posee un excelente blog: El alma difusa. http://elalmadifusa.blogspot.com. Las dos primeras fotos son de Frank Boots; la última es del holandés Henri Senders.
Hermanas
Partido en oblicuo por un claroscuro, el crucifijo que preside la estancia es hoy una pura metáfora. Apenas se adivina el día por la escasa luz que entra por las troneras de la capilla. Postrada frente a la talla de la Virgen, Lucía, cuya rotunda feminidad se amaga baja la tosca y blanca saya que la viste, reza llorosa esperando que el eco de unos pasos precipitados no llegue hasta ella para anunciarle la fatal noticia de que el cáncer se ha llevado ya a la hermana Gloria.
Hasta no hace más de un mes, la vida que de normal explota extramuros en un sinfín de colores y en una catarsis de matices, se colaba también juguetona a través de las rendijas de los postigos, las grietas de las maderas, e incluso los poros de las paredes de mampostería de este edificio. Lo hacía para alumbrar y bendecir los besos y los roces del pecado. Para guiar en un haz inequívoco el camino que debían de seguir los dedos de Lucía sobre el contorno de su amada, y el trecho de piel que cada noche su lengua adolescente tenía que acabar humedeciendo en su descenso a los infiernos del amor.
El cuerpo de Gloria yace ahora sobre el improvisado altar que se ha erigido en el centro de la sala capitular. Una incesante letanía borda la penumbra, cerrando en negro sus ya de por sí pequeñas costuras. Toda la congregación reza a la difunta. Como marca la regla, primero las hermanas y luego las novicias, hacen cola para acercarse al cadáver de la que se ha ido y besar en actitud sumisa sus pies. Lucía aguarda obediente su turno. Todas las demás saben de la fraternal relación que le unía a Gloria, de las horas de estudio que la abnegada veterana, mujer de ánimo tímido y trato delicado, compartió con la inquieta novicia. De ahí que intuyan el esfuerzo que está haciendo la joven para no romper en llanto.
Cuando Lucía llega frente al cuerpo que tantas veces amó a escondidas, se detiene unos segundos. Todas aquellas almas esperan emocionadas el respetuoso beso, pero ella, entornando en éxtasis los ojos y esbozando una gozosa sonrisa, lame con fruición y descaro los dedos de su amada. Te amo, parece susurrar mientras tres monjas la apartan a empellones del cadáver.
De lo fugaz
Un segundo. Un instante es suficiente para que la vida de un giro inesperado. Algo así, algo tan socorrido como esto, ha debido de pensar Suárez en el momento mismo en el que esta mañana ha percibido que se le precipitaban los acontecimientos. Porque eso a veces se percibe.
Al escaparse hoy un par de horas del trabajo, como solía hacer cada primera semana de mes, para disfrutar de esa necesaria debilidad que convertía su anodina existencia en algo más o menos soportable, se ha visto envuelto en una riña familiar y ha acabado, sin comerlo ni beberlo, tirado por el suelo y desangrándose como un marrano. Suárez no era un tipo deleznable, de esos a los que uno espera que la providencia acabe por hacerle llegar su San Martín. Ni tampoco hoy es un día especialmente señalado para la tragedia por la extraña conjunción de ningún astro.
Pero el caso es que la habitación, parca y mísera, ha quedado hecha un sin dios. Puro desorden. La bella Helena, vestida de negro brillante, yace sobre la cama con los ojos abiertos, y todavía boquea el estertor de los últimos instantes de una vida que poco se parece con la que en algún momento pudo soñar que tendría. Suárez ha caído de rodillas, amordazado, con las manos atadas a la espalda y con el consolador introducido en su culo. En una de las sillas, justo en la que Helena disponía el cilicio y un par de dildos más, se ve su maletín y su ropa colgada. Todo salpicado de sangre.
Pasan unos minutos del mediodía. Junto a la puerta, todavía nervioso y palpitante, Constantin, marido y chulo de la chica, sujeta sudoroso un pequeño revolver del treinta y ocho. El pobre parece arrepentido.
La palabra redundante
La casa ya no le da miedo. Ha tardado un tiempo en conseguirlo, pero ya se ha hecho a sus enormes dimensiones, a su espeso silencio, y a su vida ausente. Va para tres meses desde aquella primera cita pactada por teléfono. Dos veces por semana apeándose en una parada de metro, en pleno corazón de la ciudad. Martes y viernes.
El dueño de la casa es un hombre de una envergadura abusiva. De una corpulencia casi mórbida. Es débil y flojo, y sus movimientos son apacibles y sin gracia. Vive solo, cubierto de un oropel rancio y tristón que dice muchas cosas de esa soledad suya.
La joven suele llegar a media tarde. Nadie sale a recibirla. Desde la segunda visita dispone de llave propia. Apenas llega, se guarda el dinero que encuentra sobre la cómoda y se desnuda. Es bella sin subrayados. Tiene los cabellos de un rubio lejano, sus piernas son atléticas y sus nalgas estrechas y firmes. Descalza y en cueros, de puntillas sobre el frío gres, se dirige a preparar el baño. Enciende el calefactor para caldear la estancia, deja al alcance las toallas y el albornoz y calienta el agua. Suele esperar al hombre arrodillada en el suelo, jugando a sumergir los dedos en la enorme bañera, y musitando una canción, que se diría infantil, en lengua extraña. Mientras, todo se va llenando de un vapor cómplice.
El hombre, hasta entonces invisible, entra en el baño. Sin dejar de mirarla ni un instante, se deja desnudar por la chica. Es parte del precio. La observa como siempre, con una mezcla de admiración y perplejidad. Al principio, a la joven le incomodaba aquella extraña insistencia en el mirar. Hoy se ha acostumbrado a ella, como también se ha acostumbrado a la decimonónica y desabrida arquitectura de la casa.
Sin mediar más que alguna leve sonrisa, la chica extranjera baña al hombre con el tacto de quien no quiere hacer daño. Lo baña con un mimo similar al que recuerda haber recibido de su madre, siendo ella una niña menuda y algo delicada. Le acaricia sus carnes magras, le amasa con suavidad su sexo mísero y, con una enorme paciencia, deja que el hombre alcance el orgasmo por el que ha pagado.
No hablan. Ni hay lengua en común, ni tampoco mucha necesidad de esforzarse en decir palabras que quizá resulten redundantes.
6 comentarios
Pepa Mas Gisbert -
http://www.libroelefantiasis.com/2010/02/blog-post_01.html"
Pepa Mas Gisbert -
Gracias
Puedes verlo aquí ELEFANTIASIS
Santi -
Un saludo.
Annie -
Un saludo
entrenomadas -
K,
Marta
carmen -
Saludicos.