DANIEL GASCÓN ESCRIBE DE JAVIER TOMEO
Ayer sábado, a primera hora de la tarde, fallecía el escritor Javier Tomeo (Quicena, Huesca, 1932- Barcelona). Acababa de publicar ’Constructores de monstruos’, en el sello Alpha Decay de su gran amigo Enric Cucurella, al que él siempre llamaba "el cucu". El pasado septiembre, Páginas de Espuma, la editorial de Juan Casamayor, publicaba casi mil páginas de sus ’Cuentos completos’, algunos levemente reescritos o con pequeñas correcciones. Daniel Gascón fue el responsable de la edición y el prólogo, que cuelgo aquí porque creo que define muy bien la obra de Tomeo.
EL MUNDO DE TOMEO
Daniel Gascón
Hay muchos escritores buenos. Pero no son tan frecuentes los que inventan una manera de ver el mundo y consiguen contagiarla a los lectores. Javier Tomeo (Quicena, Huesca, 1932) es uno de ellos. Es también un escritor raro, que produce una literatura “situada en la periferia”, en palabras de Félix Romeo. Ocupa desde hace más de cuatro decenios una posición singular en nuestras letras: es un escritor que prefiere la alegoría al realismo, el zarpazo de la intuición a la reflexión intelectual. Ha creado un universo rabiosamente personal, difícil de incluir en clasificaciones generacionales o sociológicas. Según Rafael Conte, “viene del mundo de las pesadillas, de lo fantástico y lo onírico, recuerda en suave –y subrepticio- a Kafka, a Buñuel, al surrealismo, a Charlot, a Buster Keaton o al gran Ramón Gómez de la Serna”. Esa rareza es también extraliteraria, y se aplica a la recepción de su obra: Tomeo es un narrador que ha tenido grandes éxitos con las adaptaciones teatrales que se han hecho de sus novelas, primero en el extranjero y después en España.
Tomeo ha escrito grandes novelas breves, como El castillo de la carta cifrada (Anagrama, 1979), El cazador de leones (Anagrama, 1989) o El crimen del cine Oriente (Plaza y Janés, 1995). Cuando Christopher Hitchens escribió en Unacknowledged Legislation: Writers in the Public Sphere que La víctima, de Saul Bellow, incluye “la madre de las entrevistas laborales horribles”, probablemente no conocía una entrevista todavía peor: la de Amado monstruo (1985), uno de los libros más poderosos de Tomeo. Pero el aragonés también domina con maestría el relato: la distancia corta es muy adecuada para un escritor que opera a menudo con la sugerencia de una amenaza imprecisa e inminente. Esta recopilación, que reúne textos breves publicados en libros –Bestiario (1988), Historias mínimas (Mondadori, 1988), Problemas oculares (Anagrama, 1990), Zoopatías y zoofilias (Mondadori, 1992), Los reyes del huerto (Planeta, 1994), El nuevo bestiario (Planeta, 1994), Cuentos perversos (Anagrama, 2012), Los nuevos inquisidores (Alpha Decay, 2004)- y dos colecciones nuevas, donde Tomeo ha incluido reescrituras de antiguos relatos y numerosas piezas inéditas, Cuentos de la luna verde y Cuentos de la luna roja, recoge algunos de sus mejores textos.
En muchas de estas piezas, Tomeo se encuentra a medio camino entre Kafka y La Codorniz: José-Carlos Mainer lo ha definido como “un Kafka entreverado de comicidad algo gruesa y esperpéntica y un Camus horro de trascendentalismos”. Para Antón Castro, se trata de “un visionario, un visionario modesto concedamos, que construye alegorías de trasfondo metafísico sobre la modernidad, a través de lo anómalo, la identidad y el absurdo”.
Sus personajes son seres incompletos, incapaces de encajar en el mundo. Escribe sobre animales y, en una afición que lo emparenta con algunos surrealistas, los insectos ocupan un lugar privilegiado en Bestiario (1988) y El nuevo bestiario (1994). Tomeo combina una descripción zoológica precisa con el repaso a la interpretación simbólica y mitológica que se ha dado a la especie. Sin embargo, esos animales parlantes echan a menudo algo en falta. Ser lo que son tiene un componente de condena metafísica, y eso los hace humanos. La mantis flor cuenta:
Más de una vez, contemplándome en el espejo del estanque, me pregunto: ¿Y si yo no fuese ese insecto cruel que pienso ser? ¿Y si yo fuese, en realidad, una flor?
El tisanuro explica:
Lo que nos distingue, sin embargo, es nuestra invencible repugnancia a la luz. En este sentido, algunos podrían tildarnos de ser unos insectos oscurantistas. Sorprendidos por alguna lámpara que se enciende inesperadamente, quedamos como petrificados horrorizados por la idea de que alguien pueda ser testigo de nuestra fealdad. Un instante después, sin embargo, corremos ya en busca de nuestro tenebroso refugio. Porque sólo en la oscuridad que anula los colores podemos pensar en las mariposas sin que nos sintamos morir de envidia.
Atormentada por su “conciencia escrupulosa”, la cantárida teme acabar convertida en un “insecto hipocondríaco”; la salamandra añora el tiempo en que podía enfrentarse al fuego; la luciérnaga se lamenta de que “la injusticia es universal”; el termes explica que “la eficacia y grandeza de nuestra monarquía se basa en la esterilización del proletariado”, y los caracoles de viña se muestran en el amor “lentos como grandes duques abrumados por la gota”.
De manera simétrica, los protagonistas humanos tienen a menudo un elemento animal. En Historias mínimas (1988), un libro de breves escenas teatrales, una acotación describe al Duque diciendo que tiene “algo de cefalópodo” en la mirada. En otra pieza de ese libro, una mujer le dice a un hombre: “La verdad es que, desde el primer instante que le vi, me sentí incomodada por su mirada de fauno”. La mirada de un camarero vuela “como una paloma”; otros tienen “ojos de buitre”; en “El fondo del mar”, a la madre de Carlitos le brillan las piernas “como dos anguilas recién sacadas del agua”. La animalización de los protagonistas alcanza un grado superior en Zoopatías y zoofilias (1992); sin embargo, muchas de las metamorfosis de ese libro son incompletas, frustradas o, simplemente, no creídas por quienes rodean a su protagonista. Ramón, en “El hombre dinosaurio”, explica que esos reptiles tenían cuerpos “de marquesa viuda y sin corsé” y se siente vigilado por un hombre que quizá sospecha que es el último dinosaurio.
En cierto modo, todos los personajes de Tomeo son monstruosos, y en eso el autor aragonés entronca con una larga tradición española, que va desde las Pinturas negras de Goya (con quien Tomeo comparte la fascinación por el mundo de las brujas: “un modesto aquelarre, en un hotel de provincias”) hasta el esperpento. Pero más que en una lente deformante, uno piensa en uno de sus personajes, que cuenta: “con el periódico que había comprado en el quiosco del parque me hice un anteojo de papel para jugar a ver de cerca lo que en realidad estaba lejos”. Esa monstruosidad, advierte Tomeo, puede ser “una vía de purificación” y a menudo está vinculada a la deformidad física. En estos relatos hay protagonistas con seis dedos, miopes, enanos, ciegos, sordos, gente que no soporta los espejos, niñas con dos cabezas, un hombre a quien le crecen la nariz y las manos después de publicar una novela. Historias mínimas contiene textos perturbadores sobre la fragmentación:
HOMBRE. (Mirando al frente, sin volverse hacia la mujer.) Oye.
MUJER. Qué.
HOMBRE. Dame tu ojo izquierdo.
Pausa. La MUJER se desenrosca su ojo de cristal y se lo alarga al compañero.
HOMBRE. (Recogiendo el ojo, que se guarda en el bolsillo cerillero de la chaqueta.) Ya sabes que te prefiero tuerta, Manuela.
Esa sensación de falta de completitud está muchas veces vinculada a la soledad, que es uno de los grandes temas de Tomeo. Es un escritor de la incomunicación: en su narrativa abundan los monólogos y los diálogos, pero a menudo da la sensación de que la verdadera interlocución es imposible. (El propio Tomeo ha declarado: “No creo que existan los interlocutores invisibles. No son posibles. Los interlocutores están siempre allí, perfectamente visibles… Para quien los sueña”.) En “Los contertulios”, uno de los testigos de una discusión acalorada cuenta:
Advertí que don Emigdio miraba hacia don Antolín cuando en realidad quería mirar a don Servando, que don Florencio miraba a don Ambrosio cuando pensaba que hablaba con don Roque, que don Roque miraba a don Emigdio cuando pensaba que estaba mirando a don Servando y que don Antonio, a pesar de ser el menos miope de todos, miraba a don Servando, cuando quería mirar a don Emigdio. Descubrí, en suma, que ninguno de mis contertulios dirigía correctamente su mirada, que ya no podían distinguirse los unos de los otros y que ni siquiera eran capaces de reconocerse por la voz.
Uno de los terrenos donde la falta de comunicación se manifiesta de forma más clara es en el amor y el sexo. Aunque él no acaba de creérselo, me parece que Tomeo habla mucho de amor en sus libros. O, más bien, habla de cierto anhelo y de la imposibilidad del amor. Un personaje de Historias mínimas dice:
Todas las mujeres, mi querido amigo, acaban desapareciendo. Y no tienen necesidad de marcharse lejos. Se sientan en mitad de sus pequeños corazones y nadie es capaz de encontrarlas.
La mayoría de las veces, parece que una relación feliz es una fiesta a la que los personajes de Tomeo no han sido invitados. Son frecuentes los acoplamientos difíciles (entre humanos y animales, entre hombres y muñecas, entre gigantes y hombres), y aparece reiteradamente un animal fantástico querido de Tomeo, el gallitigre, “una criatura fabulosa, fruto de la inesperada unión de un tigre y una gallina, y que vendría a simbolizar la unión y la armonía entre los mundos opuestos y contradictorios”. En estos relatos predomina una perspectiva masculina casi paródica, y a menudo los narradores poco fiables de Tomeo atribuyen a las mujeres una sexualidad voraz y amenazadora (“Mientras tanto la vecina de los prismáticos no deja de enfocarme la entrepierna”). En “Ensueños seniles” un anciano conoce a una enfermera que se siente atraída por los hombres mayores y, aunque antes de acostarse con la joven tendrá que quitarse la dentadura postiza y la pierna ortopédica, se cita con ella en un lugar indeterminado del parque de la Reina Elisenda, “el mayor del país”. Incluso en “El reencuentro”, donde el conflicto es menos grave que en otros relatos, la pareja se ve perseguida por un saxofonista y “todo lo que sucedió luego pasó sin pena ni gloria”. Otras veces se apunta a un elemento edípico, que tenía también una presencia importante en Amado monstruo. Historias mínimas contiene un retrato económico y brillante de una madre:
HIJO. (Descompuesto.) ¡Madre! ¡Madre!
MADRE. ¿Qué ocurre, hijo?
HIJO. ¡El guardia, madre! ¡Me persigue!
MADRE. ¿Te persigue? ¿Por qué?
HIJO. ¡Vio cómo le tiraba piedras a la luna, madre!
MADRE. ¿Y eso qué importa?
HIJO. ¡La hice trozos, madre!
MADRE. (Sonriendo tristemente.) ¿Y eso te preocupa?
HIJO. ¡La partí en cuatro pedazos!
MADRE. (Acariciando la frente del hijo.) Mira, si la luna está rota, rota está, pero tú no me sudes.
HIJO. ¿Y el guardia?
MADRE. No te preocupes, no te encontrará nunca. Sólo puedo encontrarte yo, que soy tu madre. Sólo yo puedo entrar en tu pecho y sentarme en ese extraño corazón tuyo.
Esos personajes de Javier Tomeo, a quienes les sobra o les falta algo, tienen una extraña percepción del mundo. No es extraño que a Tomeo le fascinen los miopes y los ciegos. A veces preguntan a otros que les describan lo que ven, pero puede ser una empresa condenada al fracaso: “Usted no puede ver las cosas que a mí me gustaría ver”, dice uno de los personajes de “El viajero”. En “Homicidio con atenuantes” el narrador elabora una taxonomía: en la primera categoría de miopes, “se incluyen todas aquellas personas para quienes la miopía supone la imposibilidad de encontrar una dirección válida que pueda conducirles hasta la realización de sus sueños más queridos”; en la segunda, “están los que exageran sus miopías para justificar sus tropezones, o para no ser testigos de la maldad del prójimo”, en la tercera, “se encuentran todos esos miopes dulces, tiernos, tal vez algo obesos, pero llenos de buenas intenciones, que andan siempre tropezando contra todas las puertas que encuentran cerradas o, lo que es peor, despeñándose por los abismos que algunos desalmados abren a sus pies”. En cualquiera de los tres casos, el defecto físico se convierte en algo que define su personalidad. A veces, como en “El astrónomo”, los problemas de visión producen escenas que parecen sacadas del cine mudo o de la screwball comedy estadounidense. El narrador va a visitar a un experto miope. Lo conduce un mayordomo también miope. La criada, que tampoco ve bien, le echa una taza de té en los pantalones y cae cuando intenta encontrar la salida.
Supuse que la doncella se había torcido un tobillo. Continuaba sollozando sobre la alfombra y sus lamentos pusieron por fin en movimiento al mayordomo, inmóvil hasta aquel momento. Resultó entonces de lo más patético ver cómo aquel hombrón, mientras su señor hablaba de estrellas, trataba de localizar a su compañera con los brazos extendidos y guiándose, sobre todo, por el oído.
El relato da un giro al final: la escena cómica se vuelve melancólica y levemente siniestra cuando el profesor dice: “Esos pícaros son amantes y por las noches se consuelan recíprocamente. La miopía para ellos es solo una fruslería. Yo no soy menos miope que mis sirvientes, pero le aseguro que en esta casa soy el único que enloquece progresivamente en su soledad”. En otros relatos, una mujer abandona a su amante cuando descubre que tiene mala vista y la cree bella por error, y un miope no sabe si el desconocido jadeante que se ha sentado a su lado en un banco es un ladrón o un policía, o “un hombre aficionado, como tantos otros, a los disfraces, que goza desconcertando a los infelices miopes que, como yo, tratan de ver más allá de sus posibilidades”. Esos personajes con hiperbólicos problemas oculares viven en una situación de desamparo, y comparten con otros personajes de Tomeo una duda radical que Félix Romeo llamó “casi cartesiana”. Al igual que otros protagonistas de estos cuentos, sólo pueden fiarse de su propia percepción y tienden a creer que son los otros, o la realidad, quienes hacen trampas: “No sé si serán figuraciones mías, pero tengo la impresión de que cada día que pasa se vuelve más chata”, dice de su pareja uno de los personajes; el narrador de “El apartamento” está convencido de que las chimeneas que ve desde su piso “se han propuesto volverme loco”. Actúan siguiendo una lógica paranoica que muchas veces tiene consecuencias letales o hilarantes, o las dos a la vez. En 1999 Félix Romeo estableció una distinción que también resulta válida para estos cuentos:
Durante mucho tiempo sus “antihéroes” [de Tomeo] eran personajes desplazados que no lograban, pese a intentarlo, encontrar su propio espacio en la realidad: el noble aislado en su morada de El castillo de la carta cifrada que busca la reconciliación con su viejo enemigo, el hombre de seis dedos secuestrado por el amor de su madre de Amado monstruo que quiere incorporarse al mundo laboral, o el hombre al teléfono de El cazador de leones que desea interesar a su anónima interlocutora. Sin embargo, en sus últimos trabajos, sus protagonistas son personajes que ya no pueden encontrar su lugar en el mundo, se trata de auténticos trastornados.
Este volumen ofrece una visión amplia de la obra de Tomeo. En estos relatos están las preocupaciones más constantes de su literatura: la aceptación de las reglas del azar y el absurdo, la capacidad de sugerencia y la fascinación por lo monstruoso, la animalización de los humanos y la humanización de los vegetales y los animales, la fascinación por los detalles del mundo natural y la desconfianza hacia la tecnología, la vivencia traumática del amor y el sexo, la violencia repentina y esa mirada que a Tomeo le gusta llamar “psicopática”. Como en sus novelas, también es frecuente el uso de escenarios abstractos y simbólicos, desde ciudades señaladas por una inicial a los decorados metafísicos de Historias mínimas, pasando por comunidades inquietantes, en hoteles, residencias de vacaciones o patios de vecinos. Tomeo revisa textos griegos y latinos, tradiciones orientales y egipcias; reescribe cuentos de hadas europeos y episodios bíblicos; introduce leyendas apócrifas y se pregunta en qué tipo de insecto se convirtió el protagonista de La metamorfosis. Con mucha frecuencia, recurre a elementos arquetípicos e imprecisos que forman parte de la cultura popular: en un relato el asesino de una película escapa de la pantalla, y en los cuentos abundan los aristócratas decadentes, los sabios excéntricos, los marineros o los personajes de circo. La narrativa de Tomeo es una narrativa obsesiva, que en buena parte transcurre en el interior de la cabeza de sus protagonistas, y eso lo acerca a una escritora que aparentemente tiene poco que ver con él, como Patricia Highsmith, o al Luis Buñuel de la película Él. Pero la prolongada visita al taller de Tomeo que es este libro demuestra que el narrador de Quicena también es un creador obsesivo, incluso en elementos estilísticos como el uso de determinados refranes. Conjura imágenes de pesadilla, como ciudades en llamas, y situaciones básicas que le inspiran distintas variaciones: la vida cotidiana de un hombre solo que empieza a intuir una conspiración a su alrededor; el encuentro de dos solitarios en un tren, un autobús o un banco en un parque; barberos ansioso por cortarle la yugular a un cliente; varios desastres posibles en una noche de estreno que recuerdan una confesión de Tomeo: “Me obsesiona la idea de perderme en los grandes teatros”. Hay embriones, reescritura y secuelas de otros libros. En algunos de sus cuentos más recientes (que muchas veces protagoniza “un poeta”) su prosa se decanta más claramente por la comicidad. Se ha vuelto más discursiva, frente a la concisión rigurosa de Historias mínimas, más procaz y más gamberra. Sin perder su personalidad, introduce más elementos metaficcionales, algún rasgo autobiográfico y apuntes de crítica social y cultural. Esa nueva vena ha producido relatos tan divertidos como “El apartamento”.
Otra de las características que muestra este libro es que, si Tomeo es un escritor deliberadamente limitado desde el punto de vista temático, también tiene una gran capacidad para incorporar elementos novedosos en sus relatos. Desde Plinio a las invasiones de los extraterrestres, todo tiene cabida en unos cuentos que plantean conflictos universales a partir de tramas anacrónicas y absurdas, y que presentan una admirable libertad formal.
No se puede hablar de Tomeo sin mencionar su sentido del humor, que va desde la greguería y la ironía suave (“El cielo, mi admirable Teodoro, es un inmenso queso Gruyère pintado de azul”, dice un payaso en Historias mínimas) a la brutalidad (como las niñas que le piden a su abuelo un cuento de princesas subnormales). Produce alguna carcajada, pero con más frecuencia provoca una sonrisa triste y cierto estremecimiento. “Después de leer a Javier Tomeo, viejos, jóvenes, mujeres, mayordomos, empleados de banco, conductores de autobús, tal vez no sean lo que parecen”, escribió Lillian Neuman. Con sus parábolas sobre el miedo irracional, la soledad y la incomunicación, Javier Tomeo hace que la realidad se vuelva un poco más amenazadora, pero también mucho más rica y fascinante. Es el mejor servicio que un escritor puede hacer a sus lectores.
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