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Antón Castro

'TORRE DEL ABEJAR', UN POEMA DE MI LIBRO 'EL PASEO EN BICICLETA'

Eduardo Laborda, en un retrato en su estudio de Oliver Duch.

 

El cordobés Fernando Sabido Sánchez es uno de los grandes divulgadores de la poesía en la red. El pasado febrero colgó una colección de mis poemas, dos de ‘Vivir del aire’ (Olifante. La Casa del Poeta: Papeles de Trasmoz, 2010), y tres de ‘El paseo en bicicleta’, con una foto mía tomada por Manuel Arribas. [Muy agradecido, Fernando. Un abrazo]

http://poetassigloveintiuno.blogspot.com/2011/02/3006-anton-castro.html#comment-form

Traigo ahora aquí este poema que él cuelga, ‘Torre del Abejar’, que está inspirado en el padre de Eduardo Laborda, Rosalío, y es un homenaje a su familia y al mundo de las torres de campo y sus torreros. La Zaragoza que se desplegaba hacia la Avenida de Cataluña estaba llena de torres, de quintas o casares de campo, y en la zona de Garrapinillos, donde vive desde hace más de diez años, sucede lo mismo. De ahí este poema, basado como suele de decirse en hechos reales. Expreso aquí mi gratitud al pintor Eduardo Laborda.

‘El paseo en bicicleta’ se presenta el viernes 25 de marzo, a las ocho de la tarde, en el Teatro Principal de Zaragoza, con la presencia de Miguel Mena (el ciclista de la radio firma el prólogo; la solapa es del poeta y narrador Manuel Pereira Valcárcel, que pasó su adolescencia en Zaragoza) y del escritor y poeta y profesor José Luis Rodríguez García, un leonés que pasó algunos veranos en mi segunda ciudad: A Coruña.

 

 

Esta foto de Manuel Ferrol, del padre y su hijo, sobre la emigración, siempre me ha conmovido.

 

 

TORRE DEL ABEJAR

A Eduardo Laborda

Mi padre siempre ha sido una criatura irreductible.
Aparecía y desaparecía como el viento y la lluvia.
Era como si tuviera una segunda vida, o una tercera,
era como si estuviese incomodado consigo mismo
y con todo el mundo. Vivía de arrebato en arrebato:
de maldición en maldición, de fuga en fuga,
de rutinas casi insondables, de silencios, de gritos.
Mi madre, ante nuestra perplejidad, solía decir:
“Antes no era así. Era un hombre normal, suave,
que se contentaba con su suerte y con sus paisajes.
La guerra lo cambió: le destrozó el ánimo y la templanza,
y le volcó un arsenal de pesadillas y tigres en el sueño”.
Así lo dijo: tigres en el sueño. Mi madre, cuando quería,
era un completo misterio: leía, se apasionaba con el arte
y buscaba la belleza en las pequeñas cosas de cada día.
Nos regalaba cuadernos y lápices, nos hablaba del Quijote,
de la luz invisible de Velázquez y del cine de su niñez.
Y era capaz de definir así el estado inestable de su marido.
Ambos procedían de Trasobares: allí habían sido labradores.
Mi padre no dominaba los oficios de la huerta;
en cambio conocía todos los secretos de la fruta.
Yo lo veía injertar con mimo y creía que hacía magia.
Le gustaban los albaricoques, las pavías y los melocotones,
tenía diversas clases de uvas, de higos y de brevas,
y trampeaba entre los surcos con los tomates y los melones.
Nos habían dejado una torre familiar: Torre del Abejar,
y ese era el refugio de mi padre. Cuando llegaba marzo,
se encolerizaba, discutía con todos y se volvía insoportable:
era su forma de anunciar que iba a marcharse a las tierras.
Entonces solo lo veíamos de vez en cuando. Ni nos echaba
en falta ni nosotros teníamos ganas de aguantar su genio.
En noviembre, cuando regresaban el cierzo y el frío
reaparecía como un fantasma, desharrapado y débil.
Si quería, tenía un poderoso instinto de supervivencia.
Durante esos casi seis meses, o más, iba a verlo a la torre.
Era un espacio inquietante y tal vez inconmensurable.
La casa imponía pavor. Como las eras y los cobertizos.
Cerca de allí, años atrás, se había cometido un crimen.
Cerca de allí pasaban los canales de riego y las cascadas.
Mi padre iba y venía a su antojo con la libertad del solitario
que espera el milagro constante de las noches y los días:
brisas, resplandores, cielos encapotados, plenilunios de verano.
Casi a diario, a partir de mayo, llevaba la fruta
al Mercado Central de Zaragoza: colocaba su remolque
en la bicicleta y lo llenaba de fruta. Siempre hacía lo mismo:
lo colmaba con lentitud, colocando las piezas en canastos.
Me conmovía su obstinación de agricultor en paz.
Me miraba y decía: “La fruta no soporta bien el traqueteo”.
Me hacía gracia. Yo lo observaba como a un extraño.
O a un poseído. Me gustaba verlo pedalear por los caminos,
entre los maizales, entre los árboles, levantando polvo,
un polvo pegajoso y dorado que le manchaba las sienes.
Era como si solo allí, en la Torre del Abejar, fuera
auténticamente afable: el padre que había soñado para mí.
Un día me llevó al mercado en su remolque. Tendría seis años.
Era su pasajero, su colaborador, el hijo inesperado.
Insistía: “Recuerda que la fruta no soporta bien el traqueteo”.

Hace años que murió. A menudo pienso en él
y recuerdo lo que siempre nos contaba mi madre:
“La guerra lo cambió: acabó con sus sueños felices”.
Ella lo recibía en casa, en las dos o tres casas que hemos
tenido, con infinita compasión. No le preguntaba nada.
No podía, ni quería, acceder al fondo de sus tinieblas.
No quería excitar el tigre sonámbulo de su dolor antiguo.
A menudo pienso en mi padre y recuerdo aquel viaje,
de ida y vuelta, en bicicleta al Mercado Central.
A veces se giraba para verme. “Agárrate fuerte”, decía.
En aquella mirada me pareció adivinar ternura y miedo,
y creí entender algo de su extraña forma de vida.

De ’El paseo en bicicleta’ de Antón Castro. (Olifante. Ediciones de Poesía. Serie mayor)

Eduardo Laborda visto por Vicente Almazán.

 

1 comentario

Manuel Segura Verdú -

Me ha emocionado. Un texto evocador, cálido y sincero. La vida a jirones.
Gracias