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Antón Castro

EL ZARAGOZA: UNA HISTORIA DEL SIGLO XXI

Chema González, periodista y apasionado al fútbol y al cine (y a un firmamento de mujeres que empieza en Paula...) acaba de abrir un blog y, entre otros textos, firma este homenaje al Real Zaragoza.

 

Un equipo de fábula y buen juego: Cáceres, Poyet, Cedrún, Solana, Nayim y Xavi Aguado. Abajo: Esnáider, Higuera, Belsué, Aragón y Pardeza. Vencieron en París el 10 de mayo de 1995 al Arsenal.

 

 

Breve homenaje escrito a un Real Zaragoza, que no siempre caminó en el alambre. Estos días se cumplen 14 años de mi llegada a la ciudad del viento. Desde el principio me encantó la afabilidad de sus gentes y dejé un hueco en mi corazón futbolero para el color blanquiazul.

Nayim, 'el elegido', alza la Recopa. El suyo es uno de los goles del siglo XX: un trallazo al cielo en el último segundo casi que batió a Seaman. El hombre del mar.



Por Chema GONZÁLEZ

Una historia del siglo XXI

-Llorar por culpa del fútbol. Es lo último que me esperaba de ti. No es para tanto.

-¡Claro! Tú eres del Madrid y no sabes lo que es perder, perder de verdad. Y lo de hoy ha sido lo peor. Ni siquiera puedo imaginar a mi Zaragoza en Eibar o en El Ejido.

-Ya, pero sigo sin entender la llorera.

-Es igual, es inútil que te lo explique otra vez. Llegaré de madrugada con el autobús de la peña. Adiós.

Cuando Laura colgó el teléfono, supo que su novio nunca comprendería sus lágrimas. Ella no pudo estar en París y el único alegrón se lo había dado en La Cartuja un año antes. Sus padres le habían aconsejado que no fuera a Sevilla, que no merecía la pena porque el Celta iba a ganar de calle, pero no les hizo caso y acertó. Desde entonces, de derrota en derrota, pero no hasta la victoria final, sino hasta el desastre más grande, hasta aquella tarde de Villarreal. La vuelta fue una pesadilla. Los nombres de los campos de Segunda División, el examen que llevaba mal preparado por culpa del viaje, su novio y sus no sé cuántas Copas de Europa. Su cabeza no paraba de dar vueltas, pero al final siempre había un lugar confortable en el que pensar, París. Allí había estado su hermano mayor, que a la vuelta le contó con detalle lo ocurrido. Ella era una niña, le escuchaba con los ojos abiertos como platos, y le obligaba a contárselo una y otra vez. El ilusionante viaje de ida; el paseo por las calles y el encuentro en cada esquina con pequeños grupos de personas que portaban las mismas bufandas, las mismas banderas; el bocadillo bajo la Torre Eiffel; la llegada al estadio; el inmenso gol de Esnaider; el empate de los ingleses; la prórroga; y, claro, el gol de Nayim. Bueno, el gol, lo que se dice el gol, no pudo contárselo bien. Quedaba tan poco para el final que bajó al baño para ver los penaltis con más tranquilidad. Él siempre dice que nunca ha habido ni habrá un momento más placentero en un servicio que aquél en el que coincidieron el alivio físico y el sonido del gol en las gradas. Sin embargo, Laura sabe que eso es un recuerdo exagerado de su hermano y que, en realidad, se abrochó como pudo los pantalones y subió las escaleras hacia la grada con la enorme duda de qué equipo había marcado. Miles de gargantas habían gritado gol o goal y ni él ni nadie podía reconocer el origen. Por eso, su relato de aquel miércoles de mayo del año 1995 sufría un inexplicable corte. Él recordaba cada detalle desde que se subió al autobús cerca de la Chimenea hasta su apurado ascenso al graderío mientras miles de personas abrazaban y amaban a Nayim. Pero a partir de ahí, aparecía la niebla. No sabe si fue por el cansancio acumulado, por el estado de calma que sigue a un momento de gran excitación o por la tristeza de haberse perdido el gran instante de la noche y, quizás, de su vida. Sus recuerdos se apagaban con Seaman tumbado en aquella extraña pose de probador de colchones. París.

Laura desoyó, otra vez, los consejos y acompañó al equipo a Soria, Terrassa,  Leganés. El resto, por la radio. Y los de casa, en su localidad de siempre y más aburrida que otros años. Los rivales, cuyos nombres le eran desconocidos, se metían atrás y a verlas venir. Era una competición a escondidas, sin focos, ni luces. Por eso, tampoco celebró demasiado el ascenso, le daba apuro. La vuelta a Primera no había sido fácil y el retorno estaba lleno de dificultades. Había momentos en los que el precipicio andaba  muy cerca, pero algo sucedió que cambió las cosas. Hoy lo recuerda con cariño, pero aquel miércoles se sintió mal por ser tan pesimista, por creer que los galácticos les iban a golear. Montjuic estaba precioso, cada afición ocupaba una mitad del imponente estadio, pero ella recuerda que se oían mucho más los gritos de los zaragocistas. Nunca se había arrepentido de dejar a aquel novio que tuvo, nunca hasta el gol de Galletti. Hubiera estado bien reírse de él, después de sus intentos para que adoptara al Madrid como segundo equipo. Y no, ella no le tenía manía a los merengues ni a los culés, pero en su corazón sólo cabían el blanco y el azul. Aquella noche de marzo, como le había ocurrido dos años antes, muchas ideas se agolparon en su cabeza. Cómo sería el recibimiento en la ciudad, quiénes serían los rivales en Europa y, en el último momento, siempre París.

Laura ya ha terminadola carrera. Ya no lleva la carpeta decorada con las fotos de Higuera o de Poyet. Ha aprendido que los futbolistas no se mueven por los colores, sino por el dinero. Y lo entiende, que para eso ha estudiado las leyes del mercado. Las derrotas le duelen, pero ahora es distinto porque las reviste de un barniz racional, que en el fondo le fastidia. En ocasiones, recuerda con nostalgia alguna lágrima furtiva, que le dejó sin postre en la cena. Esto no significa que no sufra y si no, había que verla después de la final de Copa con el Espanyol o tras los dos últimos fracasos europeos. Simplemente, lleva puesta una coraza, que le permite no mostrarse del todo, no enseñar más de lo que ella quiere enseñar. 

Ya no es la niña que no pudo ir al Parque de los Príncipes, ni la chica que lloró con amargura en Villarreal, pero cuando está sola en su recién alquilado apartamento suele abrir su álbum de fotos. Ahí está su abuelo, que le contaba historias del viejo Torrero y del mejor jugador que vistió la camiseta blanquilla, Lapetra. Su padre, que la llevó siempre a La Romareda y que un día consiguió que Juan Señor posara con ella en brazos. En el fondo, él hubiera querido estar en el lugar de ella y, si no en brazos, por lo menos al lado. Las de su año de Erasmus en Edimburgo, donde se llevó la camiseta avispa. Recuerda que algunos escoceses cuando se enteraban de que era de Zaragoza, le decían: “¡Nayim!, ¡París!”. Y eso que ya habían pasado algunos años. ¿Cuándo viviría ella su París? Sí, Montjuic fue mágico, pero Laura soñaba con una noche europea, con su noche europea. Había oído contar que el equipo de Los Magníficos tuvo que volver al campo y saludar a la afición del Leeds, que no se fue hasta que eso ocurrió; que Señor le marcó varios goles de penalti a la Roma en una eliminatoria gloriosa; que nunca hubo tantos aragoneses juntos fuera de España como en la final de la Recopa. Historias de su abuelo, de su padre, de su hermano. Ella quiere la suya, una que empiece así: “Érase una vez…”.

 

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