CARLOS LOBO DIARTE: OTRO ADIÓS
DIARTE, UN ÁGUILA Y UN CICLÓN EN EL ÁREA
El Real Zaragoza había tenido grandes arietes: Seminario, Murillo y Marcelino, que llegaron a jugar juntos en alguna ocasión. Y Miguel Ángel Bustillo. Pero en enero de 1974 llegó un joven espigado, de larga melena más bien lacia, que pronto iba a deslumbrar: Carlos ‘Lobo’ Diarte; procedía del Olimpia de Paraguay y tenía 19 años. Decían que venía a reemplazar a otro gladiador del área: Felipe Ocampos, el ariete-armario, correoso, capaz de desplegar los codos, y una contundencia propia de los que se fajan en el área y sobreviven hasta la sangre, la rabia y los insultos.
Diarte demostraría de inmediato que practicaba otro juego: era fogoso, cabeceador, remataba con las dos piernas, poseía un regate mucho más que correcto, con salida hacia la derecha y la izquierda, y era constante, bregador cuando se terciaba, se levantaba por los aires como un águila, se lanzaba en plancha como un perfecto nadador. En Zaragoza encontró un equipo a su medida: un conjunto de colegas, como Arrúa, que era su media naranja perfecta (se olisqueaban, se intuían, se hablaban en guaraní, murmuraban en la lengua inefable del fútbol), y Soto, el citado Ocampos, el uruguayo ‘Cacho’ Blanco o el argentino Santos Ovejero. Con ellos, y con futbolistas admirables como Manolo González, Planas, Violeta y García Castany, por citar cuatro figuras, nacieron los ‘zaraguayos’, un equipo para la leyenda, capaz de golear al Real Madrid el 30 de abril de 1975 o de vencer al Barcelona para obtener el subcampeonato de Liga, capaz también de jugar una final de Copa del Generalísimo ante el Atlético de Madrid (un cabezazo de Gárate les apeó del título).
Aquel Zaragoza, que dirigía el paternal Carriega, tuvo dos buenas temporadas: la inolvidable de 1974-75, y la siguiente, en la que Carlos Diarte marcó 16 tantos en la Liga y demostró que era un delantero centro audaz, moderno, que llegaba desde atrás, rápido, con clase y sentido del sacrificio, con visión y sentido de la sorpresa. Se escabullía y avanzaba como un huracán. Él y Arrúa, arropados por la clase y el toque de tiralíneas de García Castany, hicieron de La Romareda un lugar inexpugnable, un estadio de fútbol vibrante, rápido, lleno de imaginación e intensidad. Ellos y un buen bloque, claro: el fútbol es esencialmente un deporte colectivo donde todos importan mucho. A veces, más que indio, Carlos Diarte parecía un holandés volador. ‘Los zaraguayos’, de tránsito demasiado fugaz, asimilaron bien la tradición de ‘Los magníficos’.
El juego y algunos goles deslumbrantes de Diarte reclamaron la atención del Real Madrid, que era uno de sus sueños, y del Valencia, donde recaló por 60 millones de pesetas de entonces, unos 400.000 euros de hoy. Allí coincidió con Bonhoff, con Rep y con Kempes, con Valdez (que rivalizaba en la selección con Chechu Rojo) y tuvo una primera temporada estupenda. Luego consiguió en 1979 la Copa del Rey que se le había escapado aquí; más tarde sería descartado por Pasieguito y recalaría en el Salamanca y finalmente en el Betis, donde volvió a brillar, cerca de la bota de seda de Cardeñosa y de la fuerza indesmayable de Gordillo, que era, como Diarte, un ciclón. Otro ciclón.
Carlos Diarte siempre fue un jugador especial. Incontenible. Simpático. Cercano. Vitalista. Un ídolo que rivalizaba con Arrúa y con Perico Fernández. Le gustaban un poco la juerga y la noche, la música (cantó en televisión ‘Tú volverás’, llegó a grabar un disco y arañaba la guitarra) y escribió poesía: leía a los poetas del 27, leía a Neruda, a Ángel González, y poseía facilidad y gracia para redactar poemas. Aseguran que contagiaba alegría en el vestuario. Entrenó a varios equipos y a la selección de Guinea Ecuatorial; supo madurar con sensatez y amor a la vida, a sus cuatro hijos y a sus amigos, aunque el cáncer decidió ponerle la zancadilla más insalvable y cruel. Siempre lo recordaremos por su fútbol, por su despliegue, por su carisma: era uno de esos jugadores que fijaban nuestra atención de inmediato. En 1980 un portero de la que había sido su residencia en la calle Ávila, me dijo en el bar del bingo Napolitano: “Esta casa no es cualquier cosa. Aquí vivió Carlos Diarte. ¡No se puede imaginar cuántos autógrafos tenía que firmar! Los zagales lo querían con locura”.
*Este artículo apareció en la edición digital de Heraldo de Aragón: heraldo.es. Anoche me contaba el escritor Rodolfo Notivol que había sido uno de los héroes de su adolescencia; su primera mujer era zaragozana y amiga de su familia.
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