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Antón Castro

LOS DEPORTADOS ARAGONESES, SEGÚN JUAN MANUEL CALVO

Juan Manuel Calvo Gascón en Ejulve.

 

[La historia del millar de aragoneses que fueron deportados a campos de concentración nazi es el eje de la publicación ‘Itinerarios e identidades. Republicanos aragoneses deportados a los campos nazis’, escrita por Juan Manuel Calvo Gascón (Ejulve, Teruel, 1957) y editada por la Dirección General de Patrimonio Cultural del Gobierno de Aragón a través del programa Amarga Memoria. No se sabe si será uno de los últimos títulos y que pasará con esta colección.

El libro intenta averiguar el origen de los 1.009 aragoneses que sufrieron la deportación y las diversas vías que les llevaron a ello, así como devolver su identidad a la memoria colectiva a través de testimonios y fotografías. Además, la publicación incluye un CD con el listado más completo existente hasta el momento de las personas originarias de Aragón deportadas a los capos nazis entre 1940 y 1945.

Unos 9.400 españoles fueron víctimas directas estas deportaciones. Los primeros llegaron a Mauthausen en agosto de 1940, procedentes de las Compañías de Trabajadores, de los Batallones de Marcha y del campo de refugiados civiles de Angulema. ‘Itinerarios e identidades. Republicanos aragoneses deportados a los campos nazis’ fue presentado en la Biblioteca de Aragón a finales de mayo.

Juan Manuel Calvo Gascón, que pertenece a la Amical de Mauthaussen y reside en Barcelona desde hace años, me pidió un prólogo que traigo aquí hoy.

 

EXALTACIÓN DE LA VIDA Y DE LA MEMORIA

 

Conozco a Juan Manuel Calvo Gascón desde hace casi treinta años. Lo conocí en Ejulve, Teruel, su pueblo y casi el mío: Juan Manuel era su principal estudioso, su principal investigador. Ejulve era su obsesión: residente ya en Barcelona desde hacía años, sus pesquisas eran el modo de recobrar el tiempo perdido. Se zambullía cada cierto tiempo en los archivos, creo que los que más le gustaban eran los de La Seo, y volvía con tesoros, con episodios, con nombres de personajes, con conjeturas que exponía o contaba en las comidas de familia o en el bar de la carretera. Durante más de una década Juan Manuel contaba fábulas de lobos o de héroes esquivos, narraciones medievales, relatos de maquis y de la Guerra Civil, historias menudas. Siempre andaba con un dato bajo el brazo, y sus allegados soñábamos con que, más temprano que tarde, redactase una historia de Ejulve. Como aquel personaje del poeta Juan Ramón Jiménez, Juan Manuel era como un andarín de su órbita, de su origen, el paseante de la memoria, del documento y del mito.

Las cosas no suceden de hoy para mañana. De un plumazo. Pero cabría decir que a partir de un determinado momento observamos un giro en los hábitos y en la trayectoria de Juan Manuel Calvo Gascón: veíamos cómo Ejulve quedaba arrumbado y abrazaba otro asunto, en el que volvía a mostrarse insaciable, perfeccionista y generoso. De repente, volvió los ojos hacia los aragoneses que habían vivido el drama de los campos de concentración, y empezó a hablarnos de Mauthausen, de Gussen, de Auschwitz, de Dachau, de Buchenwald, de Primo Levi, de Jorge Sermpún, de Imre Kertész, de un pelotón de ciudadanos anónimos que dejaban de ser gracias a él y a otros. Ingresó en la Amical de Mauthausen, y empezamos a leer sus textos de rescates de personajes, las historias inverosímiles que contaba por aquí y por allá.

Cada cierto tiempo se encontraba con un republicano que había padecido la sinrazón del nazismo y la herida frondosa del destierro y de la patria interrumpida. Buscaba a los que vivían, iba a verlos, se desplazaba a Mauthausen con sus alumnos, buscaba a los desaparecidos, recopilaba sus vidas y sus biografías. Y no solo eso: en Ejulve, empezó a organizar unas jornadas de verano por las que desfilaban los protagonistas vivos de aquel drama, los historiadores, los familiares de los desaparecidos, los paisanos. Organizaba exposiciones, impartía charlas, exaltaba una y otra vez la aventura humana de los deportados y confinados en los campos de concentración.

En una de nuestras conversaciones me contó algo que está muy vivo en este libro, algo que en el fondo podría ser el origen del volumen: "Mauthausen está en lo alto de una colina y tiene el aspecto de una fortaleza medieval. Impresiona cuando entras. Y lo que más impresiona es cuando vas con los deportados a la zona de la cámara de gas, al depósito de cadáveres, todo está húmedo, oscuro. Recuerdo que a José Alcubierre, con antepasados en Tardienta y preso también, le conmovía acariciar la zona de la muralla del garaje porque estaba convencido de que el muro lo había levantado su propio padre cuando estaba en la cantera". José Alcubierre es protagonista principal del horror indecible, como tantas y tantas otras criaturas que pueblan esta monografía.

Experto absoluto en la infame vida de los deportados en el campo de Mauthausen, este libro va más allá: hace acopio de muchos aragoneses que sufrieron el martirio nazi en otros lugares, desde 1940 ya hasta 1945, y que vivieron el éxodo más doloroso. Este es un libro de seres humanos, con nombre y apellido, es un libro de desgarros y emociones, de secretos y de pulsión arrebatada por la supervivencia, y es el ejercicio de rigor y fraternidad de un historiador que sabe que su tarea solo está a medio camino. Calvo Gascón reconoce “las dificultades para fijar con exactitud el número de españoles que sufrieron deportación e internamiento en los campos de concentración nazis”.

También es un libro de advertencia: parecía imposible que en aquella Europa el mundo se viniera abajo como se vino, hacia el pozo tenebroso y sin fondo del Holocausto. Cuando es liberado por los americanos, dice uno de ellos: “No he llorado más en mi vida”. Lloraba de alegría: acababa el horror y empezaba la dignidad, asaltada una y otra vez por la pesadilla abominable. Por ello el libro tiene un doble mensaje: es un documento a veces de crueldad insoportable, un inventario incompleto de víctimas, y a la par es un trallazo de luz que rescata para siempre, dolor a dolor, pálpito a pálpito, a los perseguidos de la Historia.

 

 

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