JESÚS MARCHAMALO GLOSA LA BIBLIOTECA DE ENRIQUE VILA-MATAS
Jesús Marchamalo publicó hace algún tiempo en ABCD Cultural un reportaje sobre la biblioteca de Enrique Vila-Matas que integra su próximo libro. Publico aquí este hermoso texto sobre un escritor siempre de moda, que siempre está en el mercado. Ahora, entre otros títulos, se reedita ’El viajero más lento’, por ejemplo, libro que le presenté hace casi veinte años en la librería de Arte del Palacio de Sástago que llevaba Paco Goyanes. Dentro de unos días aparecerá el libro de Jesús Marchamalo sobre las bibliotecas en Siruela.
EN LA BIBLIOTECA DE ENRIQUE VILA-MATAS
Por Jesús Marchamalo
Las geografías
Subo en el ascensor con una foto que me ha enviado días antes por correo electrónico. Una torre de libros, en los que no se aprecian los títulos, y tres baldas donde resaltan un par de fotos, en blanco y negro, de una jovencísima Marguerite Duras. En ambas tiene los ojos cerrados, como si estuviera dormida.
Sospecho que la foto contiene algún mensaje que soy incapaz de interpretar, y por eso la he traído conmigo y en el ascensor, camino del sexto piso, intento descifrar algún detalle inadvertido: la postal del homenaje a Pepín Bello organizado por la Residencia de Estudiantes, o la cubierta de un libro en el que, en azul, se ve un rostro que puede ser de Georges Perec.
Fue Juan Villoro quien dijo que la casa de Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) es un símil, a escala, de su literatura. Un lugar íntimo, tranquilo, luminoso y pequeño, presidido por un inmenso ventanal que da al mundo. Un exterior abierto salpicado de nubes desgalichadas y espigadas antenas colectivas, donde hoy falta el mar, al fondo.
En medio, una mesa, y un sillón basculante que parece precisar carné de conducir, donde por la mañana se sienta a leer.
Todo en la casa –cuenta- tiene un orden marcado por la falta de espacio. Todo tiene su sitio, los libros incluidos. Y hay libros que llevan treinta años en el mismo lugar. Lo que comenzó siendo una casualidad, un mero azar, ha acabado creando un orden inclasificable más de geógrafo que de bibliotecario. Una clasificación secreta, alejada de servidumbres alfabéticas, y amparada por una memoria visual que le permite recordar cada lomo, y localizarlo, de un vistazo, en las estanterías. Así, hay una que prácticamente ocupan seis autores, que podrían ser casi un continente: Gombrowicz, Musil, Walser, Pitol, Sebald y Kafka, su escritor predilecto. Arriba, los primeros números de la revista Poesía, muy leídos, muy trabajados, y que participaron activamente en la Historia abreviada de la literatura portátil, y abajo, carpetas –rojas, negras-, una por cada libro que ha escrito, y que contienen contratos, recortes, reseñas, y en algunos casos el manuscrito original, lo que no deja de tener mérito, dice, en una casa tan pequeña.
Libros en un contenedor
En otra balda, a la altura de los ojos, conserva los cuatro números de la Nouvelle Revue Française en los que ha colaborado y que guarda como un trofeo, y cerca, la edición de Barral (1974) de Jakob von Gunten, de Robert Walser, desencuadernada y llena de papeles y notas. “Éste es el libro de donde sale todo, mi libro favorito”, afirma. “Los demás, Gombrowicz, Sebald, Musil, no son exactamente mis preferidos, sino los autores de los que tengo más libros… Aunque estoy pensando en que sí serían en realidad mis preferidos pero no los que más me iluminan”.
Recuerda con claridad, eso sí, una noche lluviosa, hará posiblemente veinte años, cuando tomó la decisión dramática, heroica, de deshacerse de su biblioteca de Derecho. Lloviendo, a hurtadillas, en dos viajes interminables, como un conspirador decimonónico, bajó a la calle cargado de maletas, y arrojó a un contenedor, libro a libro, sus tres años de carrera. Luego subió a casa, exhausto, se encerró y emprendió una nueva vida, tras tomarse un Frenadol. Por si acaso.
Lo que le contaron después sus amigos abogados, siempre tan serviciales, es que aquellos libros tenían cierto valor, y que podría haberlos vendido por una cantidad. Además de ahorrarse el catarro.
Así que en las baldas que en su momento ocupaba el Derecho Penal, el Romano, o lo que fuera, hay un sector de confusión, ahora, en el que predominan, entre otros, Paul Auster, Coetzee, Martínez de Pisón, y Bolaño, de quien muestra un ejemplar dedicado: “Para Paula y Enrique, amigos ejemplares, por decir algo, pero en realidad mucho más”. Tiene otro, también, de Bioy Casares –“Para Enrique, con afecto”- y algunos más de amigos o simples conocidos.
El sitio donde escribe, una mesa grande, ordenada y limpia, casi de recepcionista de hotel, lo presiden dos montones de libros de los treinta o cuarenta que andan por ahí, perdidos. Libros de consulta, trabajo, o pendientes de clasificar. Anoto, por ejemplo, a Claudio Magris, El infinito viajar; a Roth, El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras, y un tomo de Entrevistas del Paris Review. Alrededor, como un talismán, ocupando todas las paredes, los escritores clave, muchos: Stevenson, Carver, Calvino, Dalí. “Me gusta muchísimo el Dalí escritor”, dice. Roussel, Perec, Tabucchi, Monterroso y, sorpresa, Ramón Gómez de la Serna. El Ramón de cara de mazapán, que escribía con tinta roja, como la sangre de los plebeyos. “En México, hace tiempo, me compararon con él”, cuenta. “Protesté, pero después, por curiosidad, empecé a comprar y leer muchos de sus libros, y algunos fueron una agradable sorpresa. Me pareció muy divertido, por ejemplo, El hijo del millonario”.
Hay más, Handke, Benet, Borges… Muchos, con su firma, Vila-Matas, y la fecha de compra o lectura en la primera página. Y la ciudad, si los leyó de viaje.
Dos fotos
Tiene también dos fotos que llaman la atención. Una es la fachada de la librería Shakespeare and Company, en París, y otra, el Grand Hotel de France, en Nantes, donde se suicidó de una sobredosis de opio Jacques Vaché. Un escritor del que habla en Bartleby y compañía, amigo de Breton y que sólo escribió algunas cartas desde el frente durante la I Guerra Mundial, lo que le bastó para pasar a la historia de la literatura. Su suicidio, en una habitación cuya ventana señala en la foto, escandalizó a la sociedad francesa de la época. Allí fue hace tiempo, con Jorge Herralde, sólo para comprobar cómo en el hotel negaban que hubiera sucedido.
Y hay más: Joyce, Conrad, Highsmith… Le pregunto, casi a quemarropa, por la foto que me envió de la biblioteca, y su mensaje oculto, si es que existe. “Me gustó esa visión porque es muy lateral”, confiesa. “No muestra la biblioteca, sino sólo una parte, una esquina, ni siquiera la más representativa. He de confesar una pasión por lo excéntrico, lo que está fuera del centro. Las dos fotos de Duras, con los ojos cerrados, las cogí de un mural que habían hecho en una iglesia de La Baule, un pueblecito francés donde le rendían un homenaje”.
Dos días más tarde recibo otro correo electrónico. Me envía un cuento. La historia de un escritor de fama que, tras marcharse de su casa el periodista, vuelve a poner su biblioteca en el estado en el que se encontraba antes de que, con el anuncio de la visita, se hubiera dedicado a transformarla, a colocarla tal como deseaba que la viera el mundo.
Lo que no deja de tener mérito, eso sí, en una casa tan pequeña…
Locus Solus
Raymond Roussel
“El libro que me descubrió que en novela era posible todo, lejos de cualquier dogma o imposición. El libro que menos prestaría de toda mi biblioteca. Creo que con él aprendí a escribir”
Los detectives salvajes
Roberto Bolaño
“La gran acogida de este libro en todo el mundo no acaba de verse reflejada en la prensa cultural española. Los detectives salvajes quedará como un libro sobre el poder literario descomunal de la poesía de la vida”
Exploradores del abismo
Enrique Vila-Matas
“Siempre el último libro es el que merece ser nombrado. El día en que uno comienza a cuestionarlo es cuando comienza a escribir el siguiente. Por primera vez he comenzado un nuevo libro sin cuestionar el anterior. Exploradores del abismo va camino de gustarme siempre”
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