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Antón Castro

TODOS LOS BESOS DEL MUNDO

[Luis Alegre era uno de los grandes amigos de Félix. Lo sentía como un hermano, como recuerda aquí. Este texto se publicaba hoy en ‘Hoy Domingo’ que coordina Picos Laguna... Luis cierra su artículo como solía cerrar sus emails Félix: "Todos los besos del mundo".]

 

 

FÉLIX ROMEO

 

Por Luis ALEGRE

 

Este artículo busca, sobre todo, a dos lectores, Carmen Pescador y Félix Romeo, los padres de Félix. El domingo pasado, cuando nos acompañábamos al lado de su hijo, nos dijimos algunas cosas. Pero no todas.

 

En el momento más insoportable de su vida lo que más les reconfortaba a Carmen y Félix era sentir el impresionante afecto que despertaba su hijo y la coincidencia abrumadora sobre su bondad. “¿A que era muy bueno Félix?” me preguntaba Carmen una y otra vez. El padre de Félix es de Lechago y tiene un huerto en Zaragoza. Encima del ataúd, había colocado dos granadas con este texto pegado: “Tu última petición. `Papá, si ya hay granadas, guárdame alguna´. Aquí las tienes hijo”.

 

Miguel Mena escribió que Félix ha sido uno de los hombres más importantes de su vida. No os podéis dar idea de la cantidad de gente que suscribimos esa frase. Félix supo vivir con cada uno de sus seres queridos su propia historia de amor. Félix no tuvo hijos pero veía en cada uno de nosotros a un hijo al que arropar, alentar, mimar. Yo no aspiro a competir con vuestro amor por Félix. Pero siempre he pensado que a un hijo se le quiere más que se le conoce. Yo conocí a un Félix y vosotros a otro. Félix era inabarcable y todos tenemos dentro a un Félix único. Estas palabras que ahora lanzo evocan al Félix que yo conocí, a mi Félix.

 

Cuando a la vida le da por comportarse como un monstruo salvaje, cuando se le va la mano de esta forma, nos cuesta Dios y ayuda mantenerle el respeto. Pero Félix amaba la vida de una manera inolvidable. Y detestaba la tristeza. La noche del domingo unos 30 amigos de Félix nos reunimos en Casa Hermógenes para tratar desesperadamente de espantar la tristeza. Nos empeñamos en reconstruir nuestra relación con él y en recrear algunos momentos delirantes.

 

Félix entró en mi vida al tiempo que lo hacía en El Ángel Azul, el café al que una bendita noche me llevó José Luis Melero. Fue en las Navidades del 85. Félix tenía 17 años y una estupenda pinta de poeta maldito. Félix nunca pasaba inadvertido. Vicente Martínez Tejero lo había descubierto para nosotros. Una mañana dio una charla literaria en barrio de las Fuentes y reparó enseguida en aquel rubio adolescente que hacía preguntas y observaciones alucinantes. Vicente barruntó que a sus amigos de la tertulia de El Ángel Azul les iba a gustar ese chico. No se equivocó.

 

Una de las primeras cosas que Félix me dijo fue que su padre y su tío Marcelo eran de Lechago, mi pueblo. Años más tarde, cuando arreciaban las amenazas de que un pantano inundara Lechago, Félix improvisó una de esas ideas que solo se le ocurrían a él: crear la “Biblioteca sumergida de Lechago”, formada por los libros que arrojáramos al pantano. Si un día Lechago tiene algo parecido a una biblioteca sería muy bonito que llevara su nombre.

 

La primera vez que estuve en su casa de Las Fuentes era domingo. Félix me invitó a comer con vosotros. Me hizo gracia, aunque no me sorprendió, la ingente cantidad de libros que había por todo el piso. El otro día tú, papá de Félix, me contaste aquel día que llamó a la puerta una vendedora de libros. Le invitaste a entrar para que viera el aspecto del pasillo y de las habitaciones. Entonces, la chica, estupefacta, se sentó y te dijo: “¿Me puede dar un vaso de agua?”. También me recordaste la pregunta que le hiciste a Félix cuando fuiste a verle a su piso de Madrid y comprobaste cómo los libros y cedés inundaban todos los lugares: “¿Pero tú dónde duermes hijo mío?”.

 

Félix era acomplejante. Calculo que leía, escribía y pensaba siete veces más rápido que yo. Y no soy idiota del todo. A Félix le encantaba estirar el tiempo y las madrugadas. Nunca veía el momento de despedirse. A menudo me faltaba fuelle para seguirle el ritmo. A Félix le cundía tanto la vida que esos 43 años que tenía es una cifra muy engañosa, un espejismo.

 

Muchas tardes de domingo de los 80 Félix se las pasaba tumbado en el sofá de mi casa. Mis padres y mis hermanos sentían que Félix era de la familia. Mi padre Alberto decía “qué espabilao es Félix”. Nos poníamos la radio para escuchar cómo iba el Zaragoza o veíamos películas. Una de esas tardes de domingo nos dedicamos a leernos el uno al otro trozos de “El Gran Gastby”, tal vez porque ese fin de semana el Zaragoza había jugado en sábado.

 

Un día fui con Miguel Mena a buscar a Félix a su casa de Las Fuentes para llevarlo a la cárcel de Torrero, donde cumplió condena por insumisión, qué absurdo me parece ahora todo. Félix nos había ordenado que de ninguna manera fuera nadie a la puerta de la cárcel pero, cuando llegamos, allí estaba Emilio Lacambra para darle un abrazo. Le regalé un pequeño transistor, para que pudiera escuchar los partidos del Zaragoza.

 

Félix se mosqueaba conmigo por tontadas muy concretas. Por ejemplo, no llevaba nada bien que no le llamara cuando con Ignacio Martínez de Pisón, Ismael Grasa, Antón Castro, Mariano Gistaín, Cuchi, Plácido Díez, Pepe Melero, sus hijos y mis sobrinos íbamos a jugar al balón. “¡¡¡Pero por qué nadie me ha avisado¡¡¡¡”, gritaba. Félix tenía detalles de cariño que te dejaban seco. Su frase favorita, cuando me dedicaba un libro o cuando se despedía en una carta, era: “Todos los besos del mundo”.

 

A Félix le volvían loco muchas cosas. Una de ellas era descubrirte escritores. Uno de los últimos escritores sobre los que, ya hace unos años, me llamó la atención fue Sergio del Molino. Me acuerdo de Sergio porque era su compañero de página en este suplemento y, también, porque Sergio comparte con vosotros el endiablado dolor de haber perdido un hijo.

 

Reír también le volvía loco. Tenía una carcajada imbatible. Sus risas en el salón Labordeta de Casa Emilio es uno de los grandes sonidos de nuestra vida. Un día, hacia 1990, Félix entró a trabajar en la Gran Enciclopedia de España que dirigía José Ramón Marcuello. Pero cuando se sentó, la silla cedió y Félix acabó en el suelo. Se fue y no volvió más. Félix se deshuevaba cuando recordaba aquel episodio.

 

Félix era un volcán. Magnético, poderoso, impactante. Uno de esos tipos que hacía que se giraran todas las miradas. Ha sido muy emocionante recibir estos días decenas de llamadas y mensajes de amigos míos que lo conocieron y que, aunque solo lo vieran un par de veces, se habían quedado con él. Tal vez os guste saber que personas a las que podéis reconocer como Maribel Verdú, Antonio Resines, Ana Belén, Eduardo Noriega, Ana Álvarez, María Barranco, Gustavo Salmerón, Juan Cruz, Luis Merlo, César Láinez, Javier Gurruchaga, Víctor Muñoz, Julio Llamazares, Leonor Watling, Irene Visedo, Mara Torres, Gracia Querejeta, Montserrat Domínguez, Concha García Campoy, Carlos Marañón, Petón, Tina Sáinz, Carlos Boyero, Luisa Gavasa, Santiago Segura o Pep Guardiola, entre otros muchos, han sentido el impulso de darme un poco de calor. Y no he nombrado a sus grandes amigos. Más bien a gente impactada. María Dolores Pradera me dejó un mensaje estremecedor en el que, con la voz quebrada, lamentaba que se nos hubiera ido alguien tan bueno.

 

Claro que Félix era bueno y claro que le queríamos con locura. ¿Cómo no querer a alguien que no solo deseaba nuestra felicidad sino que hacía todo lo posible para provocarla? Siempre voy a celebrar mi suerte de haberlo disfrutado tanto. Al comenzar este texto pensaba contarles muchas cosas de Félix. Pero ahora me doy cuenta de que no me ha cabido casi nada. Sí va a caber algo: Félix os veneraba. Lo sabéis muy bien pero me apetece deciros que nosotros también lo sabemos. Contad con mi cariño y mi gratitud eternos por querer tan bien a vuestro hijo. Para vosotros, para Pedro y Ana, para vuestros nietos y para Lina, todos los besos del mundo.

 *Esta foto es de Ouka Leele y apareció en 'La revista del Mundo' y luego en el volumen 'La doble mirada' (Espasa Calpe, 1996).

 

 

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