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Antón Castro

JUAN JOSÉ VERA: UN DIÁLOGO

JUAN JOSÉ VERA: UN DIÁLOGO

[Esta tarde, en el Museo de Zaragoza, se le hace entrega a Juan José Vera del Premio Aragón-Goya 2011. Hace poco tiempo publiqué este diálogo con él: lo recupero aquí con dos fotos de José Miguel Marco: una en su estudio y otra realizada en el balneario de Jaraba.]

 

 

El estudio de Juan José Vera (Guadalajara, 1926) parece el de un brujo postergado o el de un alquimista medieval. Está poblado de arriba abajo: de cientos de cuadros y dibujos, de carpetas, de esculturas que parecen juguetes policromados, de botellas pintadas. Una estufa antigua le confiere un aire de otra época: de avanzada posguerra. De intimidad sigilosa, de faro de fuego contra el frío. El taller de Juan José Vera es el arsenal de creación de toda una vida de arte, de música, de lecturas, de pasión por la belleza y por el color. Dice el artista: “Soy adicto al trabajo. Me levanto a las cinco o a las seis de la mañana, y me pongo a dibujar, a pintar, a crear cosas. Es mi condena y mi salvación. Hacia las diez vengo aquí y pinto. A veces pinto por las dos caras, por eso digo que a veces yo hago cuadros-gangas, o dos por uno: pinto por delante y por detrás. Y no solo eso, a veces, cuando me quedo sin lienzos, vuelvo a pintar lo ya pintado, a hacer un cuadro nuevo. Para crear necesito la inspiración, y a mí me inspiran sobre todo los niños, mis nietos en especial, y las mujeres”. Hay algo que distingue también a Vera: el interés por los cuadros ajenos, el gusto por la pintura en sí misma. En el centro de su estudio campa una arpillera de los años 60 de su gran amigo Daniel Sahún.

¿Empezamos?

Mi familia era de Guadalajara, mi padre, Gabriel Vera Oria, había sido auditor de Cuentas del Estado y maestro, y entonces era inspector de Primera Enseñanza. Una de mis hermanas se casó con el médico de Robres, Juan Valdivia, y por estar más cerca de ella nos trasladamos todos a Zaragoza, a Paseo Sagasta 78.

Siempre ha hablado usted muy bien de ese cuñado.

Fue muy importante para mí. Era dieciocho años mayor que mi hermana y algunos más que yo, pero poseía una memoria asombrosa. Él me descubrió la poesía: me recitaba de memoria todo Bécquer, la poesía clásica española. Tenía la memoria más prodigiosa que yo he conocido nunca, y era un humanista integral. Cuando se murió, hacia 1948, le dediqué un cuadro: ‘Arlequín muerto’, realizado tras ver su cadáver.

Ha dicho usted que había sido siempre un huérfano de padre…

Desde luego. A mi padre lo fusilaron en Torrero. Él era inspector de educación, fundó colegios, creía en la enseñanza en libertad. Recuerdo que una vez, en uno de los colegios a los que fui de niño, habló con el profesor; este elogió a mi hermano Miguel, pero del “rubio”, que era yo, dijo que solo hacía lo que me gustaba: dibujar. Dibujar a los reyes. Mi padre, le contestó: “Déjelo. Déjelo usted. Por algún lado saldrá”. Nada más comenzar la guerra, alguien lo denunció. Lo detuvieron, pero intercedieron por él Juan Moneva y García Atance y lo soltaron. Poco después, la misma persona volvió a denunciarlo y fue asesinado. Poco antes, en Guadalajara, le sucedió algo semejante a mi tío Manuel, que era pintor.

¿Tuvo tiempo de disfrutar de su padre, conserva recuerdos de él?

Tuve muy poco tiempo.  Pero luego me satisfizo mucho comprobar qué gran recuerdo había dejado: algunos me reconocían por parecerme a él, y me decían: “Qué gran hombre fue tu hombre. He conocido a poca gente con tanta dignidad y tanta decencia. Estaba lleno de solidaridad humana”. Se me saltaban las lágrimas.

¿Dónde pasó usted la contienda?

Me cogió en Robres, de veraneo. Volví a Zaragoza a principios de 1939, cuando estaba a punto de terminar la guerra. Entonces me enteré de la muerte de mi padre. De Robres nos llevaron a una colonia de refugiados, con dos de mis hermanos pequeños, a Igualada y a Piera. Allí estuve con una familia que se dedicaba a los tejidos, Ramón Sarauja y su mujer Carmen, que me trataron como si fuera su hijo. Un día vino a buscarnos un camión de los italianos y nos trajo a casa.

No quiero imaginarme el panorama.

Mi madre era ama de casa. Teníamos una casa grande con ocho habitaciones, y la convertimos en una pensión. ¡Fíjese, qué categoría tendría mi madre! Alquiló una habitación a la mujer de un militar con una pensión pequeña: le sacaba la lana al colchón de su cuarto y la vendía. Un día nos dimos cuenta, mi madre se enfadó y al poco rato nos dijo: “Podrecilla, qué mal lo debe estar pasando”. A mí me gustaba mucho pintar cerca de mi madre en un cuarto grande que teníamos. Ella zurcía, calcetaba, ordenaba la ropa y como empezaba a perder la vista me pedía que le enhebrase la aguja. Yo tenía los cuadros extendidos a sacar. Y de repente me decía: “¿Qué vas a hacer con todas estas mamarrachadas?”.

Usted también estudió piano.

Estudié piano y terminé la carrera con buenas notas. Me gustaba y me gusta mucho la música. Recuerdo que teníamos en casa un buen piano y organizábamos pequeños conciertos con cantantes y todo: cantaban Pascual Carreras, tío de José Carreras, Adolfo Barbacil, que era tenor y que puso a uno de sus hijos mi nombre en señal de amistad y cariño, y mis hermanos Fernando, el arquitecto, con el que yo trabajaría de delineante, y mi hermana Purita. Arriba de nuestro piso había una camisería: a veces sus clientes se sentaban en la escalera y se quedaban a escucharnos.

¿Llegó a dar conciertos de piano?

No. No podía llegar a todo: ser pintor, ser delineante para ganarme la vida y dedicarme a la música, que es muy exigente. Un día, mirando en la biblioteca de mi padre, encontré un catálogo de Paco Picasso, de una exposición que había hecho en Madrid en 1936. Empecé a pasar páginas y de repente me encontré con el cuadro cubista: ‘Los tres músicos’. Me quedé fascinado. Dije: “Este hombre ha hecho avanzar la pintura. Esto es lo que yo quiero hacer”. Y poco después, empecé a pintar abstracto: una de las primeras obras nació del impacto de ese cuadro de Picasso. Lo hice sobre la tela de un saco de aceitunas que nos enviaban desde Guadalajara. [Juan José Vera coge el cuadro, absolutamente abstracto, y comprueba que está fechado en 1946-1947]. A Fermín Aguayo le gustó mucho.

¿Ya conocía al pintor de ‘Pórtico’?

Acabábamos de conocernos en el servicio militar, en la brigada de topógrafos, que se caracterizaba por la presencia de intelectuales y de artistas: por allí andaban el citado Aguayo, Eloy Laguardia, de ‘Pórtico’ también, el cineasta y fotógrafo José Luis Pomarón, Manero… Y entre nosotros hablábamos mucho: de arte, de cine, de literatura. Quien menos hablaba era Eloy Laguardia.

¿Por qué?

Porque era poco hablador. Yo siempre he pensado que en él había un punto naïf: era un hombre tan ingenuo com excelente. Santiago Lagunas, su cuñado, diría luego que “es el más pintor de todos nosotros”. Picasso decía que su gran sueño es llegar a pintor como los niños. En Eloy había un niño oculto; se enamoró de una mujer y poco a poco iría dejando la pintura. ¿Cómo vas a dejar por el amor la pintura? El amor tiene fecha de caducidad. Te enamoras, te casas enamorado, convives con sosiego, pero el amor tiene fecha de caducidad. Yo me enamoro a diario de la belleza: me gusta mirar a las chicas jóvenes.

¿Y Fermín Aguayo?

Era un hombre muy especial, marcado por el dolor. Como yo. Llevaba una tragedia dentro, un dramatismo especial. Yo creo que nos parecíamos mucho. Los dos habíamos vivido tragedias terribles: a mí me habían ejecutado a mi tío y a mi padre, que ni siquiera estaban significados políticamente, a él le habían matado a su padre y a dos de sus hermanos en Burgos. Trabajaría con Santiago Lagunas de delineante y no se lo había dicho siquiera. Sin embargo, nosotros lo comentábamos. A los dos nos atraían los colores sordos: esos oscuros terrosos, grises, apagados, dramáticos. Nos llevábamos también que yo le dejaba que titulase mis cuadros: él fue quien tituló el de mi cuñado ‘Arlequín muerto’, otro lo denominó ‘Bodegón azteca’. Yo siempre pinto lo que vivo: soy un gran paseante, me encanta la ciudad, descubrir rincones, andar por los bosques, coger determinadas luces cuando llega la noche: algunas luces misteriosas y blancas.

Otro de los grandes amigos de su vida ha sido Daniel Sahún.

Nos conocimos hacia 1961. Un día, en un concurso de pintura, Ricardo Santamaría y yo vimos una arpillera suya y nos encantó. Ricardo Santamaría, el hombre del ‘Manifiesto de Riglos’ y otras muchas cosas, era un aglutinador, siempre quería hacer grupos. Fuimos a verlo a su casa y poco después fundamos el Grupo Zaragoza. Se sumaron Julia Dorado, pero ella vino menos.

Llegó a formar una pareja de hecho artística con Sahún.

Es verdad, pero somos muy opuestos. Yo soy más concreto, soy más obediente al pensamiento, a una idea, sigo lo que me dicen la cabeza y el corazón. Y él es más novedoso, más moderno, le dicen que su pintura es muy norteamericana. Además, tenemos incluso formas muy diferentes de ver la pintura: íbamos a El Prado o a museos europeos y parecía saberlo ya todo, quería avanzar y avanzar, y yo me quedaba embobado viendo las pinceladas, los colores, la estructura. A mí me gusta gozar la pintura con lentitud: me despierta la pasión enseguida.

En 2001 realizó una gran Antológica en el palacio de Sástago. ¿Cómo la recuerda?

Era un sueño. Me apetecía ver toda mi obra reunida, con la misma luz con que había sido pintada. Quería contemplar mi trabajo de años. Yo no le pido a nadie que entienda mi pintura: la pintura hay que sentirla, hay que verla en silencio. El silencio es la atmósfera del arte y no existe silencio más elocuente que el de la música.

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