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Antón Castro

RICHARD FORD: LETRAS Y MEMORIA

Richard Ford (Jackson, Mississippi, Estados Unidos, 1944) es uno de los grandes narradores norteamericanos. Admira a William Faulkner, Eudora Welty, Donald Barthelme y John Cheever, entre otros; es autor de novelas, algunas tan sutiles como ‘Incendios’ o ‘Un trozo de mi corazón’, y de libros de cuentos. Entre su  producción también figura un volumen muy especial, ‘Mi madre’. Fue el propio Jorge Herralde, editor de Anagrama, quien le sugirió al autor de ‘El Día de la Independencia’, quizá su novela más célebre, que recopilase en un volumen sus textos ensayísticos y memorialísticos. Y lo hizo con ‘Flores en las grietas’, que fue traducido con buen gusto por Marco Antonio Galmarini.

Ford es profesor, ha dado clases de literatura, ha impartido talleres literarios, y eso se nota: es un autor que ha reflexionado mucho sobre la escritura, sobre la relación entre autor y lector, y ese amago de “autoridad” del uno hacia el otro, sobre los secretos de las novelas y los cuentos. En sus textos de ensayo, como el que abre el conjunto, que es una conferencia, ‘¿De dónde viene la escritura?’ o el formidable ‘Por qué nos gusta Chéjov’, Ford lo analiza todo: los personajes, el punto de vista del narrador, la atmósfera, los comienzos y los finales de los cuentos, las partes centrales, los mecanismos de la ficción. Y no lo hace solo con sus argumentos, que nacen también de una sólida escritura, marcada por la naturalidad y la serenidad, sino que se apoya en otros compañeros: analiza los inicios de Cheever, evoca a Joseph Conrad, o cita a Raymond Chandler: “Cuando dudes, pon un hombre cruzando una puerta con un revólver en la mano”.

Dice que “es verdad que escribir es un trabajo difícil, pero nadie está obligado a hacerlo”. Descalifica, en una apología brillante de ‘La lectura’, la censura porque no solo limita la libertad del escritor, sino la del lector y de una sociedad entera. Agrega que “el escritor siempre parte de la nada”, y subraya que “los escritores serios nunca hablan de talento”, eso es algo que se le supone a un novelista. Y declara, a propósito de su amigo Raymond Carver, que “en el fondo, el cuento es un instrumento de consuelo”. Reflexiona una y otra vez sobre la ficción y advierte que está viviendo una situación de caída.

Merece especial atención el texto sobre Chéjov: Ford reconoce que al principio no le gustaba especialmente ni tampoco entendía porque recibía tantos elogios. El texto es una lección magistral de sus dones, de su misterio, y afirma que “gracias a su ejemplar plenitud llegué a tener la experiencia de la literatura que F. R. Leavis describe en su famoso ensayo sobre Lawrence, es decir, la del medio supremo por el cual ‘operamos una renovación de la vida sensual y emocional y adquirimos una nueva toma de conciencia’”.

La hondura y la perspicacia del lector que es Richard Ford se perciben en los textos que le dedica a ‘Revolutionary Road’, a los cuentos de James Salter y a la ‘Introducción a ‘The New Granta Book of the America Short Story’, aunque a mí los textos que más me conmovieron han sido otros: ‘El hotel’, donde narra los veranos en el hotel de su abuelo, que fue boxeador del peso pluma, en Little Rock, en aquella casa llena de huéspedes que iban y venían y que apenas dejaban huella. No alcanzaban la categoría de vecinos. Y él miraba, desde las ventanas, la ciudad a lo lejos. Y se retrata así: “¿Qué hacía yo? Poco. Estaba allí también. Vivía ‘dentro’ y no pensaba en el mundo extrerior. (...) Era apreciado por mis modales, por mi altura, por el hecho de que mi padre estuviera enfermo [murió en 1960, cuando él contaba 16 años], y yo estuviese allí, valiente e indefinidamente. (...) Era curioso, sereno, poco egocéntrico y tan inútil como cualquier chico que ve la superficie de la vida cerrarse una y otra vez sobre hechos que muy a menudo no son fáciles de simplificar”. A su padre, tan inútil para las tareas domésticas, lo recuerda en ‘Un padre y una bicicleta’ y un poco en ‘En la cara’, donde evoca su pasión por el boxeo y la cantidad de veces que se cruzó la cara con compañeros; incluso le soltó un ‘swing’ a su propio padre en una discusión de Navidad. El deporte, motivo central de ‘Incendios’ y de ‘El periodista deportivo’, es recreado en ‘En recuerdo del golf’, que contiene una crónica de una hermosa amistad y del desencanto.

Dejo para el final un texto maravilloso: ‘El buen Raymond’. Su afectuoso y conmovedor retrato de Raymond Carver, “una verdadera alma bendita”, que se alimentaba fatal, que escribía con inspiración y lucidez, que leía poemas en alta voz con Ford y que admiraba su obra, su percepción del mundo y su historia de amor con Kristina. Fueron tan amigos que ahí está este curioso autorretrato de Ford: “Soy un hombre que cuidad su indumentaria. Soy un macho blanco del Sur, ex miembro de una fraternidad, perpetuo solicitante de empleo. Me gusta cierto tipo de ropa: algodón aquí, algodón allá, bonitos mocasines bien lustrados, chaquetas sin hombreras. Es un estilo”. Así era él, porque Raymond Carver “tenía realmente otras cosas en la cabeza (...) La adversidad lo acechaba y él trataba de estar alerta”.

 

Flores en las grietas. ‘Autobiografía y literatura’. Richard Ford. Anagrama. Traducción de Marco Aurelio Galmarini. Anagrama. Barcelona, 2012. 224 páginas.

 

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