JAVIER CERCAS: AMOR, DROGA Y QUINQUIS
[Esta tarde, miércoles 17, a las 19.30, en el Teatro Principal y en un acto organizado por Librería Cálamo, Javier Cercas presenta su última novela: ’Las leyes de la frontera’ (Mondadori), donde la narra la vida y la leyenda del joven quinqui el Zarco, cuyo verdadero nombre era Antonio Gamallo, su amiga Tere y su basca, entre ellos el delincuente accidental Ignacio Cañas, el Gafitas. Javier explica en esta entrevista sus intenciones y la clave de la novela. Una parte de ella de ella puede leerse hoy en las páginas de Cultura de ’Heraldo de Aragón’.
-¿Qué le debe ’Las leyes de la frontera’ a ’Anatomía de un instante’, a su redacción, a sus hallazgos y a la complejidad de la Transición?
Hay gente que quiere ver en esta novela “la cara b” de Anatomía instante. Me parece bien: en Anatomía contaba la Transición desde el punto de vista de la alta política; aunque este libro transcurre desde 1978 hasta prácticamente hoy mismo, en él cuento la Transición desde un punto de vista más personal, casi sentimental, también desde el punto de vista de los de abajo: qué era de ellos entonces y que fue de ellos durante los años posteriores, en esa época de bonanza que parecía inacabable y que ahora se ha acabado. Por lo demás, todo libro se monta sobre el anterior, aprovechando sus hallazgos, el territorio conquistado en él, por así decir; de modo que Las leyes es imposible sin Anatomía, pero también sin todos mis libros anteriores.
-En todo lo que te he leído, me da la sensación de que tú también has vivido peligrosamente, de que podrías haber sido quinqui. ¿En qué medida es así o es una licencia literaria?
Me encantaría contestarte que yo también fui un quinqui, que en mi adolescencia crucé la frontera y durante un verano cogí una recortada y me puse a pegar tiros y a atracar bancos. Pero no es verdad. Siempre fui un buen chico, más bien pedante y bastante prudente (por no decir timorato). Ahora, en mi época los quinquis -esos jóvenes salvajes de arrabal que se entregaron a la violencia y las drogas- estaban por todas partes, convivíamos con ellos, y por eso no era difícil hacer como el protagonista o uno de los protagonistas de la novela: cruzar la frontera y ser uno de ellos.
-El libro parte de dos hechos: la visita a la exposición de los Quinquis, en el CCCB, y un libro de Carles Monguilod, ¿no? ¿Qué te atrapó de la muestra y del volumen?
Del libro de mi amigo Monguilod, el retrato que un penalista de Gerona hacía de un Vaquilla –Juan José Moreno Cuenca: el gran mito de los quinquis de mi generación- acabado y otoñal, convertido hacia principios de siglo en un superviviente de los quinquis y hasta de sí mismo, porque su época de esplendor había pasado y el ya era solo un pobre hombre envejecido y enfermo de sida. La exposición fue el auténtico detonante del libro. En ella proponían un paseo por la subcultura que se generó en torno a los jóvenes quinquis de los años 70 y 80, una subcultura muy intensa pero muy efímera (en realidad, duró menos de una década), y de la que apenas quedó rastro. Al final de la exposición había una gran sala llena de grandes fotografías de quinquis, chavales de mi edad, todos muertos muy jóvenes y de forma brutal: muertos por la violencia, por la heroína -que fue la guerra de mi generación- o por su consecuencia, el SIDA. Aquellos retratos me conmovieron profundamente. Por un momento pensé que yo podía conocer a cualquiera de aquellos chavales. Por un momento pensé que yo hubiera podido ser cualquiera de aquellos chavales. Y me pregunté: ¿por qué ellos sí y yo no? ¿Por qué ellos murieron tan jóvenes y de mala manera y yo estoy vivo y tengo una familia y un trabajo y he llevado una vida normal o eso que suele llamarse una vida normal? Bueno, esa es la pregunta que está en el corazón del libro, que el libro no trata de contestar –porque las novelas tienen prohibido contestar preguntas-, pero sí formular de la manera más compleja posible.
-¿No es muy paradójico ver que el país lucha por la libertad, con todo el idealismo posible, y a la vez existen como terribles relatos de miseria, de marginalidad, gente que se ha quedado dramáticamente descolgada?
Puede ser paradójico, pero es así. La Transición y estos treinta años de democracia han sido así: a ellos les debemos probablemente el período de mayor prosperidad, libertad y justicia social de nuestra historia, pero la historia no es perfecta –malo cuando lo es o cuando dicen que lo es-, y no todo el mundo se benefició de esas cosas.
¿Has querido hacer una topografía de la ciudad, Girona, de sus líneas de sombra, de los burdeles, tan importantes, de los bares oscuros?
La verdad es que no. Gerona es el escenario de la novela, su telón de fondo, pero lo cierto es que la novela podría ocurrir en cualquier parte, porque, con todas las diferencias que se quiera, ’las leyes de la frontera’ existen en todas partes. Pero es evidente que, al mismo tiempo y como tú dices, la novela está muy arraigada en la ciudad de mi infancia y mi adolescencia (y de ahora mismo): digamos que, como todos los libros que aspiran a la condición de literatura, éste aspira a ir de lo particular a lo universal.
¿Qué lugar ocupaba la droga?
Fundamental: ya te digo que fue la guerra de mi generación. Concretamente la heroína. Fue una epidemia espantosa, que se llevó a decenas de miles de chavales: increíblemente, todavía no sabemos cuántos. Más los mutilados de guerra, claro, que todavía andan por ahí. Ese es, de todos modos, un tema subterráneo en la novela, aunque todos o casi todos los chavales de la basca del Zarco mueren a causa de la heroína. La droga, además, permitió una mayor permeabilidad entre las clases sociales, entre las fronteras de todo tipo.
Me ha llamado mucho la atención la estructura de la novela: las dos entrevistas, tan minuciosas, con el protagonista, El Gafitas, con el policía y con el director de la cárcel. ¿Por qué esa arquitectura narrativa, ese viaje hacia la memoria?
Porque es la que encontré después de mucho pelear con el libro. Me gusta mucho esa definición que da Orhan Pamuk de lo que es escribir una novela: “Cavar un agujero con una aguja”. Eso es también para mí: un proceso de exploración, de averiguación. Hasta que das con la forma que surge del fondo con la misma naturalidad con que el calor surge del fuego. O mejor dicho: hasta que das con la única forma posible de la novela, la que te permite decir aquello que antes de empezar la novela ni siquiera sabías que querías decir y que solo has descubierto que querías decir mientras escribías la novela.
¿Tenías en la cabeza algún libro, algún modelo?
Mentiría si dijera que sí. De todos modos, me temo que llevo ya muchos años escribiendo westerns. En este libro incluso el título es casi de western, ¿no te parece?
Hablemos de los personajes: el Zarco. Parece inspirado en el Vaquilla y a la vez tiene algo de estereotipo de delincuente juvenil...
Claro, en un principio me inspiré en el Vaquilla; era inevitable: si quieres crear una leyenda de la delincuencia juvenil de la época, tienes que ir a él. Pero naturalmente es un personaje ficticio, con rasgos de otros delincuentes de la época y con un noventa y cinco por ciento de rasgos inventados (pero he querido dejar ese 5 por ciento del personaje real, como una huella dactilar del Vaquilla; para mi sorpresa, mucha más gente de lo que pensaba lo recuerda todavía). Todos los personajes novelescos son así: un poco Frankenstein. La fantasía pura no existe (y si existiese no tendría el menor interés); siempre parte de la realidad y está contaminada –felizmente contaminada- de ella.
Me fascina Tere: es una mujer segura de sí misma, promiscua, misteriosa y a la vez carece de escrúpulos. ¿Existían chicas así?
No lo sé: si existió alguna, me hubiese encantado conocerla. Aunque me temo que hubiese sido peligrosísimo: Tere es ese tipo de chicas que, por lo menos a mí, me hubiese hecho cometer muchas más tonterías de las que ya he cometido. Con eso también quiero decir que es el personaje del libro al que más quiero. Para mí es el verdadero e inesperado protagonista del libro, el que encarna su nervio moral.
El personaje que más detesto posiblemente es el Batista. Encarna el matonismo, la violencia indiscriminada... ¿Es la violencia uno de los temas decisivos del libro?
Probablemente. Una de las leyes fudamentales de la frontera atañe a ella: ¿nunca es legítima la violencia? ¿O cuándo lo es? ¿Y quién puede ejercerla? ¿Y es la misma violencia la que se ejerce más allá de la frontera que la que se ejerce más acá? Por lo demás, la violencia me horroriza en la realidad, pero me fascina en la ficción.
La novela es dura, tiene una atmósfera de cine negro, de western como dices, de denuncia y a la vez ay como un ambiente un poco romántico. ¿Ha sido deliberado?
No: salió así. Sobre todo lo del ambiente un poco romántico. Hay que joderse: ¿quién me iba a decir a mí que a los 50 años escribiría una historia de amor?
El libro vuelve a tocar dos temas: el periodismo y la metaficción. ¿Has querido insistir en esa idea tan presente en tus libros de que entre la realidad y la ficción existe una frágil membrana?
No: si eso está en el libro, es también porque ha salido así. Uno hace libros todo lo distintos que puede –porque las preguntas que se plantea son distintas-, pero al final uno es el que es, no puede escapar a sí mismo, y hay cosas que te salen aunque no las busques ni las esperes. Añado que toda ficción es metaficción, y que no hay novela –o al menos novela decente- que en el fondo no hable de la propia novela. En cuanto al periodismo, es verdad que aquí, como en Soldados de Salamina, hay un periodista que busca una verdad histórica (sobre Sánchez Mazas en el caso de Soldados; sobre el Zarco en Las leyes) y al final acaba encontrando una verdad distinta, de orden moral o universal, en definitiva una verdad literaria. Pero en Soldados trabajaba con materiales reales, históricos, mientras que aquí los materiales son ficticios, aunque naturalmente basados en la realidad. Creo que eso, entre otras muchas cosas, hace distintas las dos novelas.
¿Puede un novelista no ser ambiguo o la ambigüedad es consecuencia de la complejidad para entender las cosas?
La ambigüedad es una de las principales armas de conocimiento que posee la novela. Así que una novela sin ambigüedades, sin puntos ciegos u oscuros, casi nunca es una buena novela. Esos puntos ciegos son lo esencial de las novelas: su oscuridad es lo que ilumina, su silencio es lo que resulta elocuente, su no ver es la forma que tiene la novela de ver. Es quizá la paradoja esencial del género. Y su principal virtud.
¿Por qué tus libros son tan deudores de la realidad, de la historia?
La realidad es el carburante de la literatura, de la imaginación, de la ficción. En cuanto a la historia, al pasado, bueno, a partir de determinado momento de mi vida –más o menos los 40 años-, hice un descubrimiento literario –es decir, vital- que cambió mi vida literaria –y también la otra-: descubrí que el presente no se explica sin el pasado, que el pasado, como decía Faulkner, no pasa nunca, siempre está aquí, actuando sobre nosotros, que el pasado es el presente o por lo menos una dimensión fundamental del presente, y que el presente no se explica sin él. Esto, insisto, cambió mi forma de escribir: desde entonces mis libros no es que hablen del pasado –y menos aún son novelas históricas-, sino que hablan de la relación entre el pasado y el presente, de cómo el pasado determina el presente, de cómo no podemos explicarnos sin él.
En tus obras hay una reflexión constante sobre la escritura. ¿Ya sabes por qué escribes, ya sabes qué buscas?
No. Si lo supiera del todo, quizá dejaría de escribir. De momento creo que escribo, además de para ganarme la vida, para buscar la embriaguez que he experimentado escribiendo determinadas frases o páginas. Esto lo dijo muy bien Ciril Connolly: “La recompensa del arte no es ni la gloria, ni el éxito, sino la intoxicación”.
*La foto de Javier Cercas es de Daniel Mordzinski.
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