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Antón Castro

CENTENARIO DE ILDEFONO-MANUEL GIL

CENTENARIO DE ILDEFONO-MANUEL GIL

[Hace algunas semanas, José-Carlos Mainer, catedrático de Literatura Española, historiador e investigador de la literatura y Premio de las Letras Aragonesas, entre muchas otras cosas, publicó este texto sobre Ildefonso-Manuel Gil (Paniza, 1912-Zaragoza, 2003) en ‘El País’. Se lo pido y me lo manda con total gentileza. El próximo jueves y viernes se le recordará en un seminario en la Institución Fernando el Católico.]

 

 

EN EL CENTENARIO DE ILDEFONSO MANUEL GIL

 

José-Carlos MAINER

 

En el otoño de 1967 la universidad de Syrasuse, en el Estado de Nueva York, celebró un simposio sobre el concepto de “generación de 1936”. Como testigos (y actores) de su existencia estuvieron el escéptico José María Valverde, un convencido José Luis Aranguren, y nuestro Ildefonso Manuel Gil (Paniza, Zaragoza, 1912-Zaragoza, 2003), entonces profesor en el Brooklin College, de la ciudad de Nueva York. Su intervención fue tajante: “No me interesa aplicar a la discutida “generación del 36” ningún método definidor de generaciones literarias. Si es una realidad histórico-literaria, soy un miembro de ella. Y si no existe, soy un escritor que anda desvalido, sin ninguna sombra a que acogerse”.

¿Tozudería regional, quizá? Sólo quien ha conocido la soledad civil, que crean la derrota propia y el ufano desdén ajeno, necesita de tal modo reconocerse en un marbete. Le sucedió a Max Aub, que –extranjero de origen y español en México- dio tantas vueltas a su emplazamiento canónico. Se lo oí un día a Vicente Gaos, que reclamaba patéticamente su puesto en la generación del 27, aquella que –no sin alguna razón…- Bergamín vio como una “Sociedad Limitada”… Lo cierto es que a Gil no le faltaban motivos para demandar un puesto bajo algún sol. En julio de 1936, todo sonreía: era un jovencísimo funcionario en nómina que se disponia a pasar las vacaciones con su familia, que ya había fundado con su amigo Ricardo Gullón una revista literaria importante, Literatura (1934); que había publicado un libro de poemas, La voz cálida (1935), en la inevitable órbita de Pedro Salinas, y que guardaba una fotografía –hecha el 26 de junio de 1931- que su padrino literario, Benjamín Jarnés, su amigo Gullón y él se habían hecho en uno de aquellos decorados de cartón que se instalaban en las verbenas (Gullón posó de bailarina flamenca; Jarnés, de palmero poco entusiasta, y nuestro Gil, de guitarrista). Era una de esas fotos que aseguraba la pertenencia a una época y a un designio vital.

En septiembre de 1936 el presunto guitarrista de 1931 estaba preso y condenado a muerte en el Seminario de Teruel, habilitado como cárcel de los rojos de la ciudad; salvó la vida, pero no recobró su puesto administrativo, ni volvió a saludar nunca a algún antiguo amigo. Tardó muchos años en contar su experiencia en la novela Concierto al atardecer (1992) y antes, en algún poema que evocaba sus pesadillas de muchas noches. Como bastantes otros hombres dignos, rehizo los restos de su vida, trabajó donde le dejaban –dio clases en un colegio privado, escribió en los periódicos y revistas que había, fue regente en un diario local…- y en 1945, la colección Adonais le publicó un precioso libro, Poemas de dolor antiguo, que hablaba en versos entonados, de aire clasicista, de cómo y dónde se vuelve a cobrar el gusto del sabor de la vida. Pero también una sección entera invocaba el título de “Elegías” y hablaba crípticamente de lo perdido. Ese fue el lugar del primer poema que se consagró en España a la memoria de Miguel Hernández y de otro, “Al soldado desconocido”, que paladinamente se refería a los combatientes republicanos. En enero de 1947, y en una carta que su amigo José Manuel Blecua dirigía a Sender, añadió un post-scriptum en que le saludaba y le pedía encarecidamente que le buscara algún puesto docente en Estados Unidos. Sender no le contestó nunca… De aquella época feroz quedan otras dos fotografías importantes. La primera es menos divertida, pero más entrañable y también más heroica a su modo que la de 1931: celebrando la Nochevieja de 1948, Ildefonso –a quien todos llamaban Manolo- baila con su mujer Pilar Carasol y Blecua con la suya, Irene Perdices (Jesús Munárriz la apostilló años después en un poema precioso). La otra foto se la hizo Gil con Vicente Aleixandre en el memorable Congreso de Poesía de Segovia, en 1952, ocasión de redención provisional para tanto poeta rojo o separatista como había. También era el síntoma de una época.

En 1962 fue Francisco Ayala quien le consiguió el anhelado empleo norteamericano, cinco años antes de que dijera en la universidad de Syracuse lo que ya sabemos. Escribió, entre tanto, sin descanso: poemarios como El tiempo recobrado (1950) y El incurable (1957) y novelas como La moneda en el suelo (1951), retrato desazonante de un violinista fracasado (que obtuvo el Premio Internacional de Primera Novela, del editor Janés), y Juan Pedro el dallador (1953), relato de una venganza rural; no es difícil leer, entre líneas de todos estos libros, la huella viva de la guerra civil. Con el paso de los años le llegó el reconocimiento tan comineramente aplazado… Y a su regreso de América, en 1983, se le encomendó el carenado y pintura de la Institución Fernando el Católico, trabajo que realizó con tacto y entusiasmo, de modo que hoy ya nadie recuerda las poco recomendables señas de su nacimiento y el perfil de su primer Consejo de 1943. En su nuevo puesto pudo celebrar el centenario de Benjamín Jarnés, una vieja deuda de afecto. Y fue feliz, como revelan los dos volúmenes de sus amenas memorias: Un caballito de cartón (1996) y Vivos, muertos y otras apariciones (2000). Adoraba a su mujer y a sus hijos, la mayoría de los cuales hicieron carrera en Estados Unidos. Tuvo tertulia propia, de la que era además titular honorífico. Escribía –siempre a mano, en cuadernos artesanales que le solían traer de América- y blasonaba de ser el poeta español en ejercicio más anciano. Poemaciones (1982) y Las colinas (1989) fueron sus dos últimos grandes títulos. Pero aquellos otros que cerraron su carrera tienen un especial sabor y demuestran que nunca perdió aquel empaque que le era connatural: se titulan, muy adecuadamente, Por no decir adiós (1999) y Vida, unidad de tiempo… poesía (2001), aunque hay todavía uno póstumo, Cancionerillo y otros poemas (2003).

En 1945 había pedido que “vuelva a hallar el verso la pureza / del primer ave y la primera rosa. / Muerte, amor, poesía, conservadme sólo hasta ese momento”. Pero también su “Poética” de entonces afirmó, con ecos de Quevedo, que “más que en frío granito, / quiero el nombre grabado / al pie de un verso en sangre sustentado”, lo que ya incluía al futuro poeta disconforme de Homenaje a Goya (1946), al rebelde social de “Las graveras”, el amigo leal de sus amigos que los retrata en De persona a persona (1971), o al disidente cósmico de Elegía total (1976). Fue siempre fiel a esos principios y un hombre bueno; convendrá que recordemos estas cosas, que no abundan, en su centenario de 2012.

 

 

 

                  PARA LEER A GIL

La Colección Larumbe, de clásicos aragoneses, editada por varias instituciones regionales (el Gobierno de Aragón, las Diputaciones Provinciales y la Universidad de Zaragoza), tiene en su catálogo la Obra poética completa (2 vols.), ed. Juan González Soto (2005); la novela La moneda en el suelo, ed. Manuel Hernández Martínez (2001), y la Narrativa breve completa, del mismo editor literario (2010). A Manuel Hernández Martínez se debe también un amplio estudio panorámico, El silencio cálido desde una colina. Cancionero de la vida de Ildefonso Manuel Gil, Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 1997, que amplía el más veterano trabajo de Rosario Hiriart, Un poeta en el tiempo. Ildefonso Manuel Gil, IFC, 1981, completado en su día con el volumen de la misma autora, Ildefonso Manuel Gil ante la crítica (1981). Los dos tomos de sus memorias, Un caballito de cartón (1915-1925) y Vivos, muertos y otras apariciones (1926-2000), están en el catálogo de la zaragozana Editorial Xordica.

 

*Dos retratos de Ildefonso: con José Manuel Blecua, su entrañable amigo que le enviaba unas cartas de preciosa caligrafía, y un retrato de juventud.

 

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