ILDEFONSO-MANUEL GIL: POESÍA. 1
El jueves 29 y el viernes 30 se celebra un seminario universitario sobre la obra de Ildefonso-Manuel Gil. Coordinan Manuel Hernández y José-Carlos Mainer. Cada día iré publicando un poema de Ildefonso. Este es uno de los más conmovedores: el que dedicó a la muerte de su hermana Victoria (en la foto, claro). Compañera de juegos, lectora de poesía y pianista. Manuel Hernández me ha enviado los poemas y algunas fotos.
Ahora que el silencio de la noche
deja en mi corazón su tibio aroma
como un vaso de vino bebido lentamente,
vuelvo a mi soledad, igual que se retira la mano del mendigo sin otra caridad que su palma rugosa.
Ahora que estoy solo,
sintiendo este dolor que me nace del pecho como en la primavera el agua de la nieve,
y puedo recordar tu juventud perfecta y derrumbada,
tu tierna adolescencia de azucena y paloma,
tu sonrisa dorada de inacabables mieles;
ahora que regreso de veinticinco años a una tarde cualquiera de mi infancia,
conozco la amargura de la temprana espiga que antes de ver colmado su oro se desgrana,
lloviéndose a sí misa, lentamente lloviéndose,
y aprendo de una vez el ansia contenida de las raíces vivas bajo la seca tierra que corta el vuelo en flor.
De nuevo estoy contigo; vine, hermana, a buscarte
al mundo sin contornos en que los sueños crecen
y donde los recuerdos caen sobre sí mismos en ese poso amargo y herrumbroso del tiempo.
Estás sentada y creces en la sombra sonora,
creces inmensamente, creces sobre ti misma, creces sobre el silencio, sobre mi corazón, sobre el olvido,
tú sola y exaltada al purísimo vuelo de tus manos.
Y la hermana menor iba y venía del colegio; y yo
yendo y viniendo del colegio,
mientras la casa estaba poblada de tus músicas y todo lo demás era un profundo silencio apasionado,
y la vida era un tierno animalillo que comía en las manos abiertas de los padres,
que se quedaba entre nosotros y podíamos acariciar su lomo,
su suave piel que afinaba la mano y la sonrisa,
porque nadie sabía que ya tu corazón estaba floreciendo,
florido y maduro para tu pronta muerte.
Vuelvo a vivir ahora, duelo a duelo, aquel tiempo.
Tu larga enfermedad en que a mí me llevaron a otra casa
donde me despertaba súbitamente absorto,
vacío el pensamiento en el que penetraba la arrastrada y viscosa presunción de la muerte.
Y aquella tarde, aquel diez de setiembre,
mientras en los viñedos resonaba la canción más antigua,
me llevaron a casa y allí estaban los padres,
allí, el padre y la madre conteniendo sus gritos,
mirándose el asombro de su espanto,
porque ahora sabían que la muerte acostumbra a no guardar sus turnos.
Vuelvo a sentir, y lloro como entonces,
el doloroso abrazo en que el padre me dijo “si no fuera por ti”
sintiendo bruscamente la terrible presencia del ángel del suicidio;
y el piano estaba abierto y yo fui de puntillas a cerrarlo,
porque había aprendido que no deben quedar abiertos los ojos de los muertos.
Las horas y los días crecieron desde entonces en un silencio espeso,
y el tierno animalillo rechazado se obstinaba en volver sin conseguirlo.
Fueron naciendo mis primeros versos,
mi torpe balbuceo de adolescente triste y deslumbrado,
y yo te fui olvidando, porque mi corazón ya conocía
en su propia canción otro mundo de música inútilmente contenido,
y te quedaste sola en el silencio,
hermosamente sola en los retratos,
dichosamente sola en el dolor inacabable de los padres.
Y después, tantos días, tan encontrados días,
tanta vida, quedándose alejada como el soldado herido en la derrota,
y la muerte del padre, la muerte de la madre,
y otras muertes de amigos, casi mi muerte propia,
alzando a contraluz la vida, fluyente una selva de sangres en parado delirio,
una selva de ausencias hirientes como espadas,
alzando esta penumbra donde el corazón siente su propia soledad más antigua que el hombre.
Ahora, en el silencio, en la tristeza que es como un espejo donde mi rostro en confusión se mira,
en esta soledad que tu memoria inexplicablemente puebla,
ahora, vuelvo a ser aquel niño asustado, aquel adolescente que descubrió aterrado la segura presencia de la muerte,
y miro el movimiento de mi mano, y digo para mí esta turbada confesión que escribo,
y vuelvo a estar en la sonora sombra que tu gracia rasgaba fulgurante,
y el corazón me colma la amargura del tiempo recobrado cuando sólo es posible soñarlo oscuramente
y para ver los rostros hay que cerrar los ojos.
El tiempo recobrado, 1950 (pp. 66-70).
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