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Antón Castro

VÍCTOR MIRA: UN DOBLE RETRATO

VÍCTOR MIRA: UN DOBLE RETRATO

[Rogelio Allepuz, el espléndido fotógrafo, me envía un par de fotos de Víctor Mira. La Galería A del Arte presenta el proyecto ’Cada vez única’, coordinado por Chus Tudelilla, y dentro de él la exposición ’Preferencia por lo primitivo’, Víctor Mira-Mariano Santander, con una excelente selección de grabados sobre todo de los años 80. Cuelgo aquí este texto que publiqué algún tiempo después de su muerte en noviembre de 2003. Víctor, que fue un buen amigo, había nacido en Zaragoza en 1949; en realidad nació en Marruecos, pero él siempre decía que había nacido en su ciudad.  Mariano y Montse, de la galería A del Arte, recibieron ayer una carpeta roja de obras de una larga veintena de artistas: no los recuerdo a todos pero estaban José Beulas, Pascual Blanco, Mariano Castillo, José Luis Cano, José Ramón Magallón, Lina Vila, Ricardo Calero, Alicia Vela, Vicente Villarrocha, Sylvia Pennings, Pepe Bofarull, Natalio Bayo, Steve Gibson, Aurora Charlo, Enrique Larroy, Enrique Carbó, Paco Algaba, José Verón, Ángel Pascual Rodrigo, María José Maynar, Asun Valet, Julia Dorado, Fernando Sinaga, Ignacio Fortún, la fundación Fuendetodos... ]

RETRATO DEL ARTISTA VÍCTOR MIRA


El artista aragonés que más me ha perturbado en los últimos años es Víctor Mira por la complejidad de su universo, por la imbricación entre su obra y su existencia, por su destino final. Poco antes de decir adiós a todo esto, recibí algunas cartas suyas, algunas notas escuetas, dos o tres catálogos dedicados que me parecieron premonitorios. Víctor Mira (1949-2003) era como una casa con fantasmas. Había un momento, una estación o un golpe de viento que los agitaba todos en su interior, y Víctor pasaba de la calma del místico –“Me arrodillo y espero hasta que siento que puedo pintar como un ángel”, dijo. “Para mí el pintor es como un santo, comparte los mismos problemas, la perfección”, declaró-, del tormento interior al insulto, al exabrupto, a la teatralización de su espanto, al rechazo del mundo. Entonces, entendía que la distancia exacta ente los otros y su angustia, y el único bálsamo de su inmenso dolor también, eran la brocha, el lápiz, el bolígrafo, la cámara fotográfica, sus propias manos. El silencio. Incluso en esos estados de creación, que estaban próximos al éxtasis, parecía infeliz, herido en algún cuarto de la sangre por exceso de sensibilidad. O porque era su mejor amigo, era el otro y él mismo simultáneamente, y a la vez su propio lancero homicida. Padeció el drama de la insatisfacción radical.       
Se sentía perseguido y se convertía en un perseguidor. Y al revés: cualquier detalle exterior minaba su fuerza y su entereza, a pesar de que podía ser sarcástico, hiriente, provocador o de una lucidez apabullante, amasada con razones y erudición. Ha sido un rebelde ilustrado –le estimulaba la música, la literatura, el teatro, la poesía, la filosofía…, y de todo ha dejado abundantes huellas- que rara vez podía huir del desarraigo, de la incertidumbre, de la urgencia de trascender y, en el fondo, de la imperiosa necesidad de ser querido. En esa casa con fantasmas que era Víctor Mira, ese árbol humano desmelenado por el vendaval, se aliaban la materia, la materialidad avasalladora, y la creación, la ira con el lirismo más excelso, y el desgarro aparecía una y otra vez entre sombras. Como una mancha de destrucción que se expande. Como una tupida textura de tenebrismo que avanza. Una de esas sombras era la incansable vecindad de la muerte, su demonio particular: quería “ser un artista capaz de soportar el espectro, la metáfora de la muerte”.         
Se entregó a combatirla en una batalla interior, desabrida, que le hacía sentirse víctima y verdugo. Que no le dio un instante de sosiego.  En la muerte estaba casi todo: su propio envés, que era la energía misma de la vida, el sexo, la soledad, la inspiración, el arte, el amor y el desamor, la política, la invención… Víctor Mira fue una ardiente paradoja. Como Goya. Pasión y nieve de llanto sobrehumano. Pese a vivir siempre al límite, en una suerte de exilio buscado, desarrolló una obra rica en hallazgos expresivos, vías de comunicación, experiencias simbólicas y hondura. Mezcló, y modernizó a su manera, la gran tradición del Barroco español (Zurbarán, Valdés Leal, Velázquez); frecuentó la naturaleza muerta con ecos españoles y de los interiores holandeses; asumió una línea mística en la que podía sentirse santo, mártir y hereje, de ahí esas cruces constantes, esa  obsesión por el predicador en el desierto, que es el estilita, altivo y solitario, de ahí esa insistencia en el “pájaro solitario”; conectó con las pinturas negras de Goya, con George  Baselitz, con Joseph Beuys, con Otto Dix, con Vincent Van Gogh, con Andy Warhol, con Salvador Dalí, con Antoni Tàpies y Antonio Saura. E incluso halló otro término en el que se reconocía muy bien: la figura del caminante, ese viajero constante, mental y físico, que desea saciarse de paisajes, de travesías, de laberintos, de un celaje idóneo para el sueño. De ahí que otro cuadro con el que se sentía identificado fuese “Monje junto al mar”, y también con “El viajero contemplando un mar de nubes”, de Caspar David Friedrich, un pintor que fue calificado como “el místico con pincel”, frase que no resultaría inexacta como epíteto de Víctor Mira. Este artista, igual que su interés hacia la poesía de Novalis, lo emparienta con el romanticismo alemán. La suya es una pintura cósmica, matérica y rotunda, llena de expresividad y de convicción.         

En los últimos años realizó numerosos dibujos y tintas donde anunciaba constantes y turbios diálogos consigo mismo ante el espejo, la muerte se mira al espejo, dijo alguna vez, e incluso señaló la senda fatal que iba a tomar. Vivir para él (vivir, amar, pintar: respirar día a día, levantarse de un sueño de espectros) era casi una tarea del héroe de la pintura que no se soporta a sí mismo ni se acomoda, ni halla vericuetos para estar en paz o un camino hacia la felicidad y hacia la risa. Mira fue héroe y antihéroe. Escribió: “El héroe enfatiza la fuerza; el antihéroe personifica la poesía”. Ésa es una de las sensaciones más nítidas que nos invade al enfrentarnos a su arte, a sus diarios, a sus confesiones, a su teatro. Sin embargo, de cerca, era divertido, risueño, cariñoso, apasionado. Vulnerable como un niño, proclive al asombro o al candor. Alocado como la sinrazón y el deseo. Tenía algo de animal extraviado y a la intemperie, acosado por otras alimañas, que se adentra en el infinito bosque de la noche.         

De golpe, reflexionaba y sentía que tenía raíces. Bajo la estampa del cielo azul de Zaragoza, elogiaba el Juslibol de su infancia, el río Ebro, Zaragoza, la ciudad donde dijo haber nacido en 1949. La ciudad donde quiso que se iniciase su biografía. En uno de sus espléndidos libros: “En España no se puede dormir”, había anticipado su destino: “Niego que en mí exista vida alguna y me horroriza no estar muerto y tener que sentir la repugnante vida latir como un animal antiguo”. En otras prosas, de manera aún más explícita, dijo: “Lo intenté varias veces [el suicidio], la más serie de las veces fue en Madrid. Pero también en Zaragoza, donde un día, con toda la desolación de la necesidad, puse mi cabeza sobre los raíles y esperé, todo envuelto en adioses, la llegada de un tren”. Víctor Mira, como Francisco de Goya, a quien pintó como el perro con sombrero de su propio cuadro, sucumbía a su aniquiladora cabeza y resucitaba desde ella con toda la lucidez del delirio. Era una cabeza que, tal como señaló el propio artista, se alimentaba de escalofríos.

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