JUAN ÁNGEL JURISTO: 'VIDA FINGIDA' (AVANCE)
[Juan Ángel Juristo (Madrid, 1961), escritor y critico literario, acaba de publicar en Izana editores su nueva novela Vida fingida. La trama se resume así: "Compuesta por dos ’nouvelles’, La telaraña y Vida fingida, que da título al libro, establece una correspondencia entre dos historias que no son paralelas pero si complementarias: el laberinto de la ciudad como reflejo de la propia red de la mente y el espíritu; el deambular errático por calles que se parecen demasiado a los recorridos por nuestros sueños, lo que le da un aire fantasmagórico al libro, en especial en La telaraña. En ésta se juega con un enfoque de lo que significan los ángeles hoy día en una especie de metáfora sobre Jacob y su lucha. En Vida fingida, por otra parte, se trata de establecer la imposibilidad de atisbar la vida de otro, en este caso un Premio Nobel de Literatura español, en un paralelismo con las tortuosas calles de una ciudad, Roma, con un final imprevisible". Aquí ofrezco, por gentileza de su autor, el arranque del libro, la 'nouvelle', La telaraña.]
LA TELARAÑA
Por Juan Ángel JURISTO
1
Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas
lo son cada una a su manera. Cuando leí por vez primera esa
frase era la hora de la siesta, justo cuando notaba cómo se me
iba empinando hiciera lo que hiciera, no había manera de
controlarlo, sentí que algo dentro de mí se recomponía porque
por fin podía pensar que tanto mi padre, como mi
madre, mis hermanos y mis tíos, por no hablar de los abuelos,
los abuelos, tan lejanos y solos, casi siempre sentados como
minerales, constituíamos una familia, por muy extraña que
pareciese en el barrio. Tenía quince años y desde entonces
siempre me ha acompañado, y he echado mano de ella, sobre
todo en los momentos en que la contemplación de alguna
escena familiar hacía que se me saltaran las lágrimas de nostalgia,
aunque no supe nunca el porqué ya que no se puede
sentir nostalgia de algo que nunca se ha vivido aunque si
anhelado, vaya que lo anhelé, y por mucho tiempo. Todas las
familias dichosas se parecen. Qué frase. Y qué verdad contiene.
Más quizá que las palabras que le siguen porque lo de
ser a su manera todo el mundo lo procura pero igualarse a
nadie le gusta, ni siquiera en la dicha. Pero todo eso tardé
mucho tiempo en aprenderlo, tanto como lo que separa
aquellos quince años de mis cuarenta de ahora, con un estanco
por medio y una viudedad no deseada.
Fue lo único que retuve del libro aunque la tortura a
que sometían a esa mujer era terrible y una sensación de pena,
de querer ayudarla, me duró lo que tardé en devorar aquellas
páginas, unas veinte siestas. Pero el autor desde luego no se
había dedicado a pasear por mi barrio donde no había domingo
por la tarde, ante los descampados desde donde se adivinaba
Madrid a lo lejos, con la cúpula de San Francisco el
Grande en primer plano y la Torre de Madrid en la línea del
horizonte, en que no se asistiera a alguna que otra pelea
donde siempre, detrás de los gritos, arreciaban las hostias por
lo general o algún que otro puñetazo a alguna que otra mujer
y siempre, siempre, alguien que increpaba al tipo, y siempre,
siempre, los gritos de ella en defensa de su macho. Aquello
llegó a divertirnos, aquel espectáculo que se producía justo
antes del crepúsculo, cuando el domingo iba cayendo, y todo
el mundo se resistía a ir a sus casas intentando prolongar
aquellas horas que conducían fatalmente al trabajo del día siguiente.
Al fin y al cabo era un aristócrata y tenía el colchón
protector de haber nacido así, en una familia distinta, aun
sólo fuera eso.
Aquello llegó a divertirnos. Tanto que durante aquel verano
en que leí Ana Karenina me aficioné a ir con Lorenzo a
ver lo de las hostiadas, como él lo llamaba. Nos sentábamos
en el dintel de una casa abandonada, chamuscada, y de la que
sólo quedaban los muros en cuyas paredes se descubrían formas
caprichosas, único vestigio en pie de lo que había quedado
de la línea del frente de Carabanchel, y sólo nos restaba
esperar, no más de una hora, fumando mientras a nuestros
pies, en la hondonada, paseaban parejas intentando hacerse
las remolonas, dándose un beso furtivo mientras ella recha-
zaba una mano que se había dejado caer rozándole una teta,
se dejaba ver alguna que otra familia paseando a los niños y
pasaba el barquillero o el de los helados con sus barras de
hielo y sus botellas alineadas con unos líquidos coloreados
que eran como los de una película de ciencia ficción, tan brillantes,
y allí estaban, de pronto, él con su pelo lleno de brillantina
y el pañuelo saliendo alborotado del bolsillo de una
chaqueta que le queda pequeña; ella, con un rostro consumido
y unos labios que quiere pasarse por el lápiz de vez en
cuando. Entonces sucede. Él le recrimina que se esté pintando
por coqueta y puta y ella, entonces, por no ser menos,
le grita, porque siempre grita, cabrón, y de inmediato el
guantazo se lo lleva. Luego los lloros, más gritos, de cabrón
para arriba, vamos, hijo de puta, momento que él aprovecha
para largarle otra hostia o una patada antes de que se oiga al
indignado que habla de llamar a la guardia civil. Ahora parecen
enzarzarse el pegador y el indignado mientras se forma
el círculo de gente alrededor, y ella sigue gritando mientras
intercala insultos a su marido, sí es mi marido, no mi chulo,
¿qué se ha creído?, con alguno al indignado, mientras reculan
y reculan gasta que Lorenzo grita, entonces, la guardia civil
y el pegador y la hostiada salen corriendo mientras nos partimos
de la risa y comienzan ahora a decirnos de todo los padres
de familia mientras el de los helados, que conoce a Lorenzo
porque vive en el solar de al lado de su casa, le guiña
un ojo. Así durante más de un mes y da lo mismo que cada
semana cambie el hostiador y la hostiada. Lo que a Lorenzo
y a mí nos tenía pegados a aquel aburrido mirador los do-
mingos por la tarde era que siempre se repetía la misma historia.
Todas las familias felices se parecen, ¿no?
Todo esto lo digo por lo de la adúltera de la novela. Sin
aire alguno de nostalgia. Todo aquello ya desapareció. Para
siempre. Y bien enterrado esté. Como Lorenzo, que no se
merecía morir tan joven.
*La foto de Juan Ángel Juristo la tomo de aquí:
https://antoncastro.blogia.com/upload/externo-60585d2d817b6bd09acbb2a6a5716beb.jpg
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