Blogia
Antón Castro

JUAN ÁNGEL JURISTO: 'VIDA FINGIDA' (AVANCE)

[Juan Ángel Juristo (Madrid, 1961), escritor y critico literario, acaba de publicar en Izana editores su nueva novela Vida fingida. La trama se resume así: "Compuesta por dos ’nouvelles’, La telaraña y Vida fingida, que da título al libro, establece una correspondencia entre dos historias que no son paralelas pero si complementarias: el laberinto de la ciudad como reflejo de la propia red de la mente y el espíritu; el deambular errático por calles que se parecen demasiado a los recorridos por nuestros sueños, lo que le da un aire fantasmagórico al libro, en especial en La telaraña. En ésta se juega con un enfoque de lo que significan los ángeles hoy día en una especie de metáfora sobre Jacob y su lucha. En Vida fingida, por otra parte, se trata de establecer la imposibilidad de atisbar la vida de otro, en este caso un Premio Nobel de Literatura español, en un paralelismo con las tortuosas calles de una ciudad, Roma, con un final imprevisible". Aquí ofrezco, por gentileza de su autor, el arranque del libro, la 'nouvelle', La telaraña.]

LA TELARAÑA

 

Por Juan Ángel JURISTO

 

1

Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas

lo son cada una a su manera. Cuando leí por vez primera esa

frase era la hora de la siesta, justo cuando notaba cómo se me

iba empinando hiciera lo que hiciera, no había manera de

controlarlo, sentí que algo dentro de mí se recomponía porque

por fin podía pensar que tanto mi padre, como mi

madre, mis hermanos y mis tíos, por no hablar de los abuelos,

los abuelos, tan lejanos y solos, casi siempre sentados como

minerales, constituíamos una familia, por muy extraña que

pareciese en el barrio. Tenía quince años y desde entonces

siempre me ha acompañado, y he echado mano de ella, sobre

todo en los momentos en que la contemplación de alguna

escena familiar hacía que se me saltaran las lágrimas de nostalgia,

aunque no supe nunca el porqué ya que no se puede

sentir nostalgia de algo que nunca se ha vivido aunque si

anhelado, vaya que lo anhelé, y por mucho tiempo. Todas las

familias dichosas se parecen. Qué frase. Y qué verdad contiene.

Más quizá que las palabras que le siguen porque lo de

ser a su manera todo el mundo lo procura pero igualarse a

nadie le gusta, ni siquiera en la dicha. Pero todo eso tardé

mucho tiempo en aprenderlo, tanto como lo que separa

aquellos quince años de mis cuarenta de ahora, con un estanco

por medio y una viudedad no deseada.

Fue lo único que retuve del libro aunque la tortura a

que sometían a esa mujer era terrible y una sensación de pena,

de querer ayudarla, me duró lo que tardé en devorar aquellas

páginas, unas veinte siestas. Pero el autor desde luego no se

había dedicado a pasear por mi barrio donde no había domingo

por la tarde, ante los descampados desde donde se adivinaba

Madrid a lo lejos, con la cúpula de San Francisco el

Grande en primer plano y la Torre de Madrid en la línea del

horizonte, en que no se asistiera a alguna que otra pelea

donde siempre, detrás de los gritos, arreciaban las hostias por

lo general o algún que otro puñetazo a alguna que otra mujer

y siempre, siempre, alguien que increpaba al tipo, y siempre,

siempre, los gritos de ella en defensa de su macho. Aquello

llegó a divertirnos, aquel espectáculo que se producía justo

antes del crepúsculo, cuando el domingo iba cayendo, y todo

el mundo se resistía a ir a sus casas intentando prolongar

aquellas horas que conducían fatalmente al trabajo del día siguiente.

Al fin y al cabo era un aristócrata y tenía el colchón

protector de haber nacido así, en una familia distinta, aun

sólo fuera eso.

Aquello llegó a divertirnos. Tanto que durante aquel verano

en que leí Ana Karenina me aficioné a ir con Lorenzo a

ver lo de las hostiadas, como él lo llamaba. Nos sentábamos

en el dintel de una casa abandonada, chamuscada, y de la que

sólo quedaban los muros en cuyas paredes se descubrían formas

caprichosas, único vestigio en pie de lo que había quedado

de la línea del frente de Carabanchel, y sólo nos restaba

esperar, no más de una hora, fumando mientras a nuestros

pies, en la hondonada, paseaban parejas intentando hacerse

las remolonas, dándose un beso furtivo mientras ella recha-

zaba una mano que se había dejado caer rozándole una teta,

se dejaba ver alguna que otra familia paseando a los niños y

pasaba el barquillero o el de los helados con sus barras de

hielo y sus botellas alineadas con unos líquidos coloreados

que eran como los de una película de ciencia ficción, tan brillantes,

y allí estaban, de pronto, él con su pelo lleno de brillantina

y el pañuelo saliendo alborotado del bolsillo de una

chaqueta que le queda pequeña; ella, con un rostro consumido

y unos labios que quiere pasarse por el lápiz de vez en

cuando. Entonces sucede. Él le recrimina que se esté pintando

por coqueta y puta y ella, entonces, por no ser menos,

le grita, porque siempre grita, cabrón, y de inmediato el

guantazo se lo lleva. Luego los lloros, más gritos, de cabrón

para arriba, vamos, hijo de puta, momento que él aprovecha

para largarle otra hostia o una patada antes de que se oiga al

indignado que habla de llamar a la guardia civil. Ahora parecen

enzarzarse el pegador y el indignado mientras se forma

el círculo de gente alrededor, y ella sigue gritando mientras

intercala insultos a su marido, sí es mi marido, no mi chulo,

¿qué se ha creído?, con alguno al indignado, mientras reculan

y reculan gasta que Lorenzo grita, entonces, la guardia civil

y el pegador y la hostiada salen corriendo mientras nos partimos

de la risa y comienzan ahora a decirnos de todo los padres

de familia mientras el de los helados, que conoce a Lorenzo

porque vive en el solar de al lado de su casa, le guiña

un ojo. Así durante más de un mes y da lo mismo que cada

semana cambie el hostiador y la hostiada. Lo que a Lorenzo

y a mí nos tenía pegados a aquel aburrido mirador los do-

mingos por la tarde era que siempre se repetía la misma historia.

Todas las familias felices se parecen, ¿no?

Todo esto lo digo por lo de la adúltera de la novela. Sin

aire alguno de nostalgia. Todo aquello ya desapareció. Para

siempre. Y bien enterrado esté. Como Lorenzo, que no se

merecía morir tan joven.

 

*La foto de Juan Ángel Juristo la tomo de aquí:

https://antoncastro.blogia.com/upload/externo-60585d2d817b6bd09acbb2a6a5716beb.jpg

0 comentarios