JOSÉ IGNACIO BAQUÉ, EN BANTIERRA
[Esta tarde, en la sala de Bantierra, José Ignacio Baqué (Zaragoza, 1941) inauguraba su exposición de pintura figurativa, ’El arrebato de vivir’, que recorrerá otras localidades aragonesas. Este es el texto del catálogo.]
EL ARREBATO DE VIVIR
Antón CASTRO
José Ignacio Baqué es consciente de que tiene una vida nueva. De que ha sobrevivido a los latigazos de la enfermedad más cruel, el cáncer, y quiere que eso, su condición de superviviente, se note en su pintura. Pinta como vive. Pinta como resiste. Pinta con esperanza. Con alegría, con vocación, como quien exalta los minutos y las horas, y las sensaciones inefables de cada día. El pintor abstracto de antaño, matérico y de texturas tan elaboradas, ha dado paso a otro tipo de creador, figurativo y esencial: el resucitado Baqué exalta la sencillez, los objetos, una mirada o el cuerpo cimbreante de una mujer que se entrega, en cuerpo y carne, a un violonchelo, pongamos por caso.
La felicidad, tan trabajada, empieza en el estudio, en ese aroma de hogar y refugio donde hay muchas cosas: sus propios lienzos, mayoritariamente abstractos, aunque también su galería de retratos avanza por el pasillo; sus libros, historiados por el tiempo y por la belleza, sus manuales de pintura, sus insólitas enciclopedias; la compañía de María José, que va y viene por la casa, de la pintura a la vida y de la vida a la pintura, con la seguridad del humor y la buena compañía. José Ignacio Baqué es un pintor con atmósfera, con memoria, con antepasados ilustres (en la familia y en la historia general del arte: desde la pintura medieval, tan frontal, y el holandés hasta Picasso o Morandi), y es un pintor que trabaja en un espacio con vistas, acristalado, un gabinete de mago de la luz que registra el color y el temblor del cambio de las estaciones.
Quedémonos un instante en su estudio: ante su último cuadro, una marina más bien gigante que contiene muchas cosas: el mar insomne, un barco que fluye y que flota, las perspectivas del roquedal y quizá la premonición del faro y del farero. Aquí, en esta soledad tan luminosa, José Ignacio Baqué es el artista, el soñador, el marino y el farero que se debate entre el olor de la trementina y el acordeón de todas las mareas. De vez en cuando, para recordarle que la vida se derrama de modo incontenible como un gozo para la vista, sus nietos y nietas le dan ideas, le corrigen, le exigen la claridad esencial que debe tener un lienzo: esa claridad que está más allá de la materia, de la composición o del asunto. Esa claridad que es candor, búsqueda, sutileza, gracia y riesgo: el puro placer de existir contra los presagios del azar.
A José Ignacio Baqué le gusta decir que cada cuadro es una aventura. Un viaje hacia lo incógnito y por tanto un descubrimiento. De aquí que uno de sus personajes preferidos sea el tuareg. Cuando cree que el cuadro está concluido, lo mira por última vez e intenta olvidarlo. Así tiene la sensación de que cada obra que empieza es rigurosamente nueva, de estreno absoluto, desconectada de su propia biografía, que tiene poco que ver con las anteriores creaciones o con las que tengan que venir. Pintar es un extravío del alma y de la mente. Pintar es dialogar con el olvido y vencerlo. Pintar, para José Ignacio Baqué, es mirar en derredor y singularizar los pequeños dones cotidianos. Así, como si no tuviera un cuaderno de bitácora propiamente o un diario de intenciones de artista, capta cuanto ve. Lo inmediato que se vuelve simbólico. Una silla, una botella, una maternidad, una sardina, una cabeza de mujer, los sucesivos paisajes de interior, bodegón, mar abierto o bosque entrevisto.
La pintura de Baqué también tiene algo teatral: a él le gustan mucho la Comedia del Arte y sus figuras, los actores y los toreros, le atraen especialmente el circo con sus figuras y sus historias secretas: domadoras, volatineros y acróbatas, payasos, mujeres que pasean su beldad melancólica bajo la carpa. Niñas de seda y luna. Le interesa el reino de las muñecas, tan amado por los surrealistas, tan inquietante y tan sutil. Un mundo dentro del mucho pespunteado por el escalofrío. Le gustan las marionetas: las sueña, las construye, les da otra vida más allá de la ficción en sus lienzos. Y por si no quedara claro un último matiz: a José Ignacio Baqué le interesan los seres humanos: las niñas, las mujeres, los hombres con una historia detrás, los pescadores y pescadoras, los músicos, los solitarios. Y sus retratos, o sus criaturas, atesoran las claves de su arte: vibración, color, encuadre, hondura, ecos de la pintura de los años 20 y una gracia especial que tiene mucho de arte expresionista que busca sugerir, transportar, contar con los atributos eternos de la pintura. Ahí están dos piezas que destacan en la muestra: el retrato de María José, la musa y la compañera y la esposa del pintor, una composición equilibrada de tono, serena y elegante, un cuadro de emoción contenida que nace de la complicidad y de la confianza, y ‘La violonchelista’, quizá el cuadro más emblemático, el que con mayor rotundidad define al Baqué que canta y exalta cada nueva oportunidad que le concede la vida.
Además de esos temas tan narrativos, tan explícitos, por decirlo así, a Baqué también le gusta hacer pequeños guiños de contenido o de pensamiento profundo, casi de crítica social: por ahí anda el ‘Asceta’, el tríptico ‘Los moralistas’, ‘La mala reputación’ o la pieza ‘No ver, no oír, no hablar’, que también es un manifiesto y un acorde de rebeldía y de sarcasmo en este tiempo de imposturas y silencios tan medidos como obscenos. Eso sí, todo ello, el desarrollo intuitivo de este mundo se aborda con enorme sutileza, con dulzura e incluso, y así le gusta decirlo a José Ignacio Baqué, con ternura, aunque no esté de moda.
Baqué, uno de los ocho magníficos del grupo ‘Azuda-40’, un pintor de una dilatada trayectoria, está en esta muestra en plenitud. La creación nace de la incertidumbre y de la búsqueda. Y de esas certezas que se conquistan de modo un tanto inadvertido. Como quien no quiere la cosa. Como quien sale a pescar o a cazar el poniente más exuberante de oro y sangre. Baqué goza y se renueva. Se vuelve otro y él mismo. El pincel y sus sueños son el arrebato constante de una vida nueva.
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