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Antón Castro

POEMAS DE FRANCISCO JAVIER IRAZOKI

POEMAS DE FRANCISCO JAVIER IRAZOKI

[Ayer me escribí con Francisco Javier Irazoki, que vive en París desde hace veinte años. Le pedí algunos de sus textos y aquí están hoy algunos maravillosos regalos, una pequeña selección de su obra. Irazoki, que escribe en diversos medios (entre ellos ’El cultural’, nació en Lesaka, Navarra, en 1954. Es esencialmente poeta, aunque también ha publicado una colección de semblanzas de artistas de la música, una de sus pasiones. Su último poemario es ‘Retrato de un hilo’ en Hiperión, su editorial de los últimos años.]

  

 FRANCISCO JAVIER IRAZOKI

 

 Tres poemas en prosa y uno en verso

 

 

 

                                          PALABRA DE ÁRBOL

 

        No conocí al que murió en el vientre de mi madre. La abuela lo recogió, dijo que era grande como un guía y lo puso en el hoyo que el padre había cavado entre las raíces de mi higuera preferida.

      Yo pasaba tardes enteras bajo el gris áspero de las hojas del árbol, esperando que naciesen los higos. Cogía al fin el fruto blando y tocaba su piel negra que después deshacía en tiras. Cada hilo era una puerta para adentrarme en mi hermano muerto y lo paladeaba al ritmo lento de un viajero antiguo. Luego rompía con los dientes las semillas menudas del interior. Ellas contenían palabras, voces que subieron por la savia de la higuera.

         Los otros niños crecieron descubriendo aventuras. Para mí, crecer fue sentir el paso del tiempo al escuchar los mensajes que un muerto me enviaba desde sus frutos.

        Alguien quiso una ceremonia devota en aquel lugar. De la cartera de mi ojo derecho saqué una lágrima inmóvil. Una lágrima petrificada que se transformó en blasfemia de fuego cuando la deposité en la escudilla situada a los pies de los ídolos.

                     (Del libro Los hombres intermitentes; editorial Hiperión) 

 

 

                        INAUGURACIÓN DEL EXTRANJERO

       Vinieron con brío que era la prisa de su pobreza, y tuvimos que acogerlos en pensiones improvisadas. A otros más rebeldes o pendencieros los alojaron en un barracón de hojalatas al que se accedía por un puente de piedra. Allí vislumbré de noche sus cuerpos apenas iluminados.

    Casi todos trabajaron en oficios de vértigo para los que no teníamos coraje. Subidos al techo de una fábrica o sujetos a un poste, soldaban viguetas y tendían cables de electricidad, y su indiferencia ante el peligro aumentó la distancia desde la que los admirábamos.

     De dónde llegan, nos decíamos los niños, mientras los dedos índices iban de Ecuador a los círculos polares del mapamundi escolar, sin que tropezaran con unos nombres, Asturias o Extremadura, inventados para nuestro extravío. Aún creció la cautela con que los adultos los observaban en las calles, siempre desde una lejanía que les evitase su saludo y el roce de su acento.

      Yo los espié en las cercanías de una taberna y vi que algunos quemaban con alcohol el trecho que les impusimos. Solamente unas cuantas chicas se atrevieron enseguida a tratarlos, y nacieron amores que disgustaron a los nativos.

       Por fin, la muerte fue el imán que nos atrajo hacia los inmigrantes. Tres o cuatro de ellos cayeron de una altura para pájaros exóticos y se estrellaron contra el suelo de piedra. Ocurrió al atardecer, o quizá a mediodía con un cielo sucio, como si también las luces desdeñaran a esas víctimas, y recuerdo carreras de mujeres y la claridad rápida de sus velas sobre los rostros de los caídos. No hubo ceremonias ni banderas humillantes, ninguna lágrima, pero los muertos se incorporaron un poco, envolvieron en una sábana sus miembros heridos por el golpe y ensayaron la postura al arrellanarse en mi mente.  

       Les adeudo el favor de haber manchado la pureza dañina de mi infancia.

  

                              (Del libro Los hombres intermitentes; editorial Hiperión)

  

                           CARTA A LEONARD COHEN

 

    Ahí están las calles de compás negro, donde los cortejadores de la aguja calientan su porción de olvido. Suena un concierto de ambulancias sinfónicas.

    Es invierno en París y, bajo los soportales, canta una mujer muy bella. Las miradas de los viandantes acarician su vestido de aguaturma. Ella sonríe desde la pobreza elegante, apoyada en una pared que parece un signo de interrogación, y a veces me habla con esa leve dejadez de quien habita en casas en las que nadie barre la tristeza. Al final canta tus canciones. Entorna los ojos y los versos se posan sobre un diminuto cadáver embozado en escarcha.

     Sé que envejeces, Leonard, que oyes cómo en la habitación contigua gozan contra ti las mujeres amadas y que te alivias describiendo el peso de la melancolía cifrada en lluvia. Te convendría ver tu emoción hecha vaho que despiden los labios más peligrosos de mi urbe. Aunque nunca conquistarás a esta mujer que ya se ha comprometido en amor con tu palabra.

 

 

                    (Del libro Los hombres intermitentes; editorial Hiperión)

 

 

 

                               ELOGIO DE LA PLANICIE

 

 

                               Retén estas horas anodinas

                               con falta de tesoro:

                               días de azul esquivo

                               y severidad de llanura.      

 

                               Todo lo que ahora te inflige tedio

                               e indolencia para convidarte a la vida

                               erigirá con los años la añoranza

                               de dicha que descuidaste             

                               o se posó delicada en tu desdén.

 

 

                    (Del libro Retrato de un hilo; editorial Hiperión)

 

*La foto es de Barbara Loyer.

 

1 comentario

Elías -

Otro regalo más para tus lectores, Antón. Zoki es uno de los grandes en la poesía y en la vida. Uno de los tipos más honestos que conozco.
Abrazos.