SERGI BELLVER: TRES CUENTOS
Del libro Agua dura (Ediciones del Viento, 2013), de Sergi Bellver. El escritor presentará el libro este jueves en la librería Antígona de Julia Millán y José Fernández Moreno. Lo acompañarán el escritor y profesor Carlos Castán y la poeta y profesora Sandra Santana.
TRES TEXTOS DE SERGI BELLVER
Banana Dream
La sala de los espejos del palacio Doria-Pamphili amaneció infestada de ratas. Cientos de ellas se amontonaban sobre los muebles o colgaban en racimos de las lámparas. En la cámara contigua, bajo el retrato de Inocencio X de Velázquez, los guardas encontraron un gato aterrorizado, rodeado por las ratas. Por fortuna, ni un rasguño en el cuadro. Se decidió no abrir el museo aquella mañana y el asunto no trascendió a la prensa.
Días más tarde, cuando comenzó a circular por Internet el vídeo de dos encapuchados soltando una jauría de galgos en el Prado, salió a la luz el suceso de la galería romana. Pronto, un caballo apareció en el Orsay de París, un oso fue reducido con dardos anestésicos en el Hermitage de San Petersburgo y, en Oslo, hallaron un alce bramando junto a «El grito» de Munch. Y siempre, a los pocos días, otro vídeo en la red, sin mensaje ni demandas. Simplemente, lo hacían.
La «performance» fue durante meses todo un reto para las autoridades. Nadie entendía cómo aquellos encapuchados podían burlar las medidas de seguridad de los museos más importantes del mundo para no robar jamás un cuadro. En el atrio del MoMA de Nueva York, sobre el obelisco roto, liberaron una pareja de águilas reales. Y delante de la Tate Modern de Londres, entre el puente del Milenio y el teatro de Shakespeare, dejaron varada una orca. Los activistas por los derechos animales, los medios y las redes sociales se dividieron entre quienes denunciaban o admiraban en todo aquello la acción de militantes radicales. Un reputado crítico de arte publicó un ensayo sobre el supuesto mensaje de los encapuchados, de quienes surgieron torpes imitadores con sus mascotas, que no lograron sino poner más nerviosos a los equipos de seguridad. Todo acabó, sin embargo, una madrugada en el Art Center de Des Moines, Iowa, cuando la policía sorprendió en su huída a los intrusos y, entre el revoloteo de cientos de palomas, creyó abatir a tiros a uno de ellos frente al Inocencio X de Francis Bacon. De milagro, ni un excremento de paloma en el cuadro, desde el que el rostro desencajado del Papa parecía gritarle también, como el agente que acababa de dispararle, al chimpancé adulto que se desangraba en el suelo, todavía con una cámara de vídeo entre las manos.
Deseo de ser Dimitri
Rhoda quisiera ahora mismo ser valiente, mezclarse con los demás y atravesar el humo para poder contar después la rabia, para escribir sobre ese silbido en las calles de Grecia. Si pudiera, correría entre la gente por la Plaza Sintagma, detrás del perro anarquista, con la piel hirviendo y las entrañas suspendidas en el miedo, porque tendría miedo, pero montada en él Rhoda podría hablar del otro lado del humo, de ese humo sin fuego, del otro lado de la asfixia y los centinelas hermosos que con sus lágrimas callan lo que Rhoda escribiría, allí, donde el gas no nubla las plazas, ni las calles, ni los sintagmas. Rhoda recuerda esas palabras griegas que se agrupan y la sintaxis que las gobierna y controla. Recuerda la semántica y el riesgo de burlar el significado de las palabras, el riesgo de vivir demasiado tiempo, dicen los que deciden ahora la sintaxis del mundo, el riesgo de no poder pagarse una vida, dicen desde lejos. Y la joven Rhoda está asustada, mientras a su lado, en la fuente, tose un anciano, grita un anciano, derrama en saliva espesa un anciano la vergüenza de los traidores y la dignidad de un pueblo. A Rhoda el gas también le abrasa la garganta y cae, pero el anciano le escupe que no se lave, que el lacrimógeno se agarra al agua y es peor. Sabe resistir, piensa Rhoda, el anciano, como un partisano, que intenta gritar de nuevo, con el crujido de un templo que se raja grita, «Dimitri», el nombre de otro anciano, y con la mano hace el gesto de volarse la cabeza, como ese jubilado que no quería ser perro en la basura, y Rhoda comprende ahora que hay un fuego sin humo contra toda esta sintaxis, y se levanta, monta su miedo y echa ya a correr entre la gente.
La manada
Domingo, invierno. El sótano parece un congelador y Cervera sale a la portería. Es una finca antigua, no pasa un alma, pero sube por las escaleras para evitar cruzarse con alguien en el ascensor. En sus ratos libres, Cervera suele entrar en los pisos del edificio que sabe vacíos: mientras no le pillen, prefiere no helarse el espinazo en su sótano. Hace semanas que frecuenta el de una anciana medio ciega, convaleciente en el hospital. El piso está lleno de figuritas de tortugas que la anciana colecciona y tiene por costumbre regalar. Una espantosa, de porcelana, luce también en el mostrador de la portería.
Cervera, tumbado en el sofá, ve un documental sobre elefantes. Una manada hambrienta ha invadido las cosechas y los campesinos intentan ahuyentarla con antorchas y estruendo de cacerolas, mientras los elefantes forman un círculo para proteger a sus crías.
Un ruido atropellado de llaves despierta a Cervera, que se seca la mejilla de saliva. La anciana, deduce, que ni siquiera acierta al abrir. Cervera se esconde, no le costará salir sin que se dé cuenta. Oye rumor de bolsas y se escabulle por el pasillo, pero tropieza con un hombre. Junto a él, una mujer de bata blanca, tras la que se refugian dos niñas. La menor abraza una tortuga de peluche. Cervera camina con cuidado hacia la puerta mientras el hombre empuña un destornillador. Se vigilan los pasos, como animales acorralados. Tras el portazo, Cervera ve la cerradura forzada y sabe entonces que todos callarán.
BIOBIBLIOGRAFÍA
Sergi Bellver nació en Barcelona en 1971. Escritor y guionista, ha trabajado como editor, crítico literario, periodista cultural, profesor de narrativa y librero. Ha participado en una decena de antologías de relatos en España y Latinoamérica, es autor de guiones para cortometrajes y ha publicado cuentos y poesía en revistas y diarios. Editó los libros colectivos Chéjov comentado (2010) y Mi madre es un pez (2011; con Juan Soto Ivars), y ha escrito el prólogo a una nueva traducción de El jugador, de Dostoievski (2013). Ha colaborado como crítico literario y articulista en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia y en revistas como Qué Leer o Tiempo. Ha sido profesor en Escuela de Escritores de Madrid, entre otros centros, y a día de hoy imparte sus propios talleres de narrativa.
0 comentarios