ALBARRACÍN: LA LEYENDA DEL TIEMPO
[Hoy, en compañía del fotógrafo Antonio Ceruelo, he estado en Albarracín. Hacía algún tiempo que no iba. Y diría que nunca he visto tan subyugante la población: con la suave y a la vez nítida luz invernal. Este verano escribí este texto sobre la villa de los Azagra. Lo recupero para quí y cuelgo la foto de uno de mis artistas más queridos: Juan Manuel Castro Prieto.]
[RITUALES DE SOL. Hay lugares que poseen magia, atmósfera, un pasado que sobrevive y renace a cada instante. Es el caso de esta villa turolense que ha sido elogiada por Baroja, Azorín, Jarnés o Bernard Plossu. Les proponemos un viaje.]
Albarracín o la leyenda del tiempo
Según algunas revistas y varias encuestas, Albarracín, Teruel, es el pueblo más bello de España. “Visite una de las ciudades más bonitas de España, visite Albarracín”, dijo Azorín. Es un sitio realmente hermoso, evocador, esculpido por la caligrafía del tiempo en la piedra. En realidad, hablamos del casco histórico de Albarracín: lleno de callejas angostas, de microrregiones de sombra, de espacios de cariz medieval, de palacios y de recodos, como el que traza la Casa de la Julianeta, tan amada por los artistas y por los fotógrafos, entre ellos Jean Dieuzaide. Albarracín, de entrada, tiene atmósfera: aromas de leyenda, como habría dicho Valle-Inclán, e inspiró a un sinfín de literatos, desde Manuel Polo y Peyrolón a Pío Baroja, Benjamín Jarnés o José Antonio Labordeta, pero también a poetas como el joven Jiménez Losantos, Sergio Gaspar o Xoán Abeleira, entre otros muchos.
Quizá por ello, por su ámbito tan envolvente, de gesta antigua y de intimidad constante, es un lugar ideal para pasar el verano. Tiene frescor y sombra. Campo abierto, serranía frondosa y los pinares de rodeno; arte medieval y arte rupestre. Es un lugar para quedarse en su laberinto de calles y de pendientes, en sus escaleras y sus porches: aquí y allá, de súbito, aparecen miradores. Miradores sobre el río Guadalaviar que, como el Duero a su paso por Soria, traza una curva de ballesta, avanza entre el roquedal, refleja el castillo que rodea el cementerio y deja atrás la torre de Doña Blanca camino del parque y del Molino del Gato: allí la noche, entre copas y charlas, tiene su propia música, su peculiar tambor de agua que se agita a nuestros pies. Hay miradores que se abren de golpe en el Portal del Agua o en un alféizar desde el hotel con encanto Casa Santiago: la pequeña ciudad se ofrece con su colmena de tejados y con el dominio de un color: el rojo y sus variaciones. El ocre. El grana. El color de la piedra, de la tierra, de la mies, del oro antiguo. El último color del crepúsculo.
El acceso a Albarracín en coche no es fácil. Lo mejor es aparcar el cementerio. E incluso, si uno no es susceptible a tratar con el trasmundo, puede dar un pequeño paseo: se respira una extraña calma. Ahí mismo lo mejor es visitar las exposiciones de la Torre de Doña Blanca, sus tres plantas, y luego subir a la terraza. Arriba se vive una sensación de plenitud y de dominio: a nuestros pies, como si desafiase las leyes de las gravedad o las inclinaciones que admite la física, está Albarracín: majestuoso, insomne, como una armoniosa mole de estructuras y colores, de altitudes y hondonadas. Parece una villa imposible, soñada por un ángel de la geometría.
A la izquierda está el río Guadalaviar. En el plenilunio de agosto, desde el fondo de su ribera, sale el fantasma de Doña Blanca, aquella dama enamorada que fue recluida en las mazmorras y que reaparece a partir de la medianoche. O eso dicen. Hay quien asegura haberla visto: intangible y bellísima, alzándose por los aires. De frente está el pueblo y, a lo lejos, la muralla que escala hacia la cima y se corona con banderas. Ese es un punto donde, con paciencia, se suele ir de excursión. Es otro magnífico punto de vista para las fotografías.
Si decidimos entrar al pueblo, lo mejor es avanzar por la calle del Museo de Albarracín: abajo están las salas de arte contemporáneo, que coordina Alejandro Ratia, crítico de arte de HERALDO; arriba está el museo de la historia de la villa. Una villa marcada por la arqueología, por la taifa, por su posición de lugar de frontera y por la exaltación de los oficios tradicionales. Más adelante, están la Casa de los Pintores y la Casa de Santa María, que han sido muy importantes en los programas culturales de la Fundación Santa María de Albarracín, que dirige Antonio Jiménez: periodismo y fotografía, diseño e ilustración, pintura del paisaje, historia medieval, etc. Y la música, claro, Albarracín es lugar de reunión de intérpretes y escenario de conciertos.
La catedral está ahí como un faro que todo lo ilumina. Julio Llamazares ha escrito que “es la más pobre de las catedrales de España”. Ante ella hay otra terraza: desde aquí cabe realizar un retrato de cercanía de la ciudad. Hay que visitar, sin duda, la Fundación Santa María, ver su restauración, los balcones que dan al río, contemplar sus despachos, sus estancias, disfrutar de sus obras de arte. Así se entiende mejor la apuesta de la población, se entiende su pasión por la restauración y las Escuelas-Taller, su amor a la Edad Media, esa tentativa de hacer convivir un pasado exuberante con un presente sin complejos, reforzado por la imaginación y las nuevas tecnologías.
Hay mucho que ver en Albarracín. La plaza. Su arquitectura típica. Sus picaportes con forma de lagarto. Sus hoteles. Sus tiendas. Sus jardines. Sus iglesias. Los patios de las casas. El castillo. En el pueblo nuevo, está el espléndido Museo de los Juguetes. Y cuando lo hemos visto todo, o casi todo, y nos sentimos impregnados de ese espíritu inefable, nos vamos a una calleja y nos quedamos un instante así, inermes, como en abandono. Eso le pasó a uno de los más grandes fotógrafos de la actualidad: Rodney Smith en cuanto vio tanta belleza, la sedimentación de la enciclopedia de los siglos en cada casa, dijo que no iba a tirar ni una sola foto. Solo quería disfrutar del embeleso, de la luz, de tantas y tantas piedras que hablan y hablan sin pronunciar ni una palabra.
LAS ANÉCDOTAS
Ensueño. Albarracín es una localidad que seduce a los fotógrafos. Kim Castells publicó en la editorial Juventud ‘Albarracín. Un mundo de ensueño’ (1999), fotos tomadas con luces especiales que reflejan la belleza de la ciudad y de su entorno. Bernard Plossu publicó ‘Albarracín’ (2007): un libro en blanco y negro. Plossu define la localidad como uno de “los más bellos pueblos del mundo, de un cubismo antiguo”. Plossu inauguró las Estancias Creativas de Fotografía. Juan Manuel Castro Prieto se armó de una cámara clásica, con trípode y de gran formato, y captó los secretos de Albarracín: paisajes, paisanajes, monumentos e interiores, el río, las fiestas. Expuso su obra en el Museo de Albarracín.
Estancias creativas. Albarracín, gracias a los programas de la Fundación Santa María, acoge a artistas. Allí han realizado proyectos, entre otros, Vicente Pascual Rodrigo, Gonzalo Tena, Ricardo Calero o Joanna Pera. Aurora Charlo ha hallado en Albarracín un motivo de inspiración para sus acuarelas.
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ana a. -