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Antón Castro

ELEUTERIO BLASCO FERRER: VIDA

Una tesis redescubre a Blasco Ferrer

 

Rubén Pérez Moreno estudia a este artista aragonés del exilio que practicó la pintura, la escultura y el dibujo con gran personalidad

 

 

“Eusebio Blasco Ferrer es un artista del exilio y un artista de su tiempo marcado de forma extraordinaria por su infancia y cultivado en la Barcelona artística de las vanguardias de los años 20 y 30. Practicó todos los géneros, escultura, dibujo y pintura, y ha dejado una obra valiosa que aún está por descubrir”. Así se expresa el profesor e historiador Rubén Pérez Moreno, que le acaba de dedicar su tesis doctoral con el título ‘Eleuterio Blasco Ferrer (Foz Calanda, Teruel, 1907-Alcañiz, 1993). Trayectoria artística’, lo cual le ha servido para completar su biografía y “trazar su evolución artística” y para realizar el catálogo de su producción. Rubén Pérez ha descubierto muchas obras, dispersas, de un artista “que vendió mucho, primero por puro éxito y luego para sobrevivir”, y ha podido evaluar la importancia y la calidad de sus dibujos, alrededor de 400.

Eleuterio Blasco Ferrer era hijo de un alfarero. Tuvo una infancia muy literaria: conoció la vida rural, fue vendedor ambulante de quincallería y de piezas de barro por los pueblos, y al parecer incluso cantó en orquestas de pueblo. Sin que se sepa muy bien por qué, huyó de casa y con 17 años se instaló en Zaragoza. La policía lo devolvió al seno familiar y allí, en contacto con los herreros y con las labores artesanales de su padre, también se interesó por la escultura y en particular por la forja. En 1926 se marchó a Barcelona y estudió Bellas Artes. Empezó a definir su mundo plástico y se inclinó hacia la escultura, sobre todo en chapa y en terracota, pero también pintaba óleos de tema costumbrista o popular. En Barcelona abrazó la causa anarquista y empezó a consolidar sus propuestas. Se interesó por la escultura catalana de artistas como Manolo Hugué, Casasnovas, Rebull, y optó “por  una tendencia realista asociada a la modernidad de entreguerras. Sus piezas ofrecen un ligero primitivismo de las figuras, sobre todo en los rostros, y su obra usa líneas sencillas y tiende a la expresividad”.

Por aquellos años a principios de los 30 participó en varias muestras; una de las más importantes, recuerda Rubén Pérez, fue la de las Galerías Layetana en 1934. “Por entonces –señala Rubén Pérez- alquiló un local–estudio y compró las herramientas necesarias para un adecuado trabajo del hierro”. Realizó piezas como ‘Violinista’, ‘Bailarina’, ‘Maternidad’ (las maternidades serán una constante de esta primera época). Su obra, en algunos aspectos como el uso de chapa, se acerca a la de Ramón Acín o Pablo Gargallo, “con quien ha sido comparado, cosa que le molestaba”.

Dice Rubén Pérez que “es en el dibujo donde desarrolla su personal lenguaje surrealista para explorar los vicios y los males de la sociedad capitalista, al servicio de unos ideales libertarios”. Blasco Ferrer emplea una línea sencilla y leves sombreados e incluso se anticipa al “conflicto bélico y carcelario” que estaba a punto de iniciarse. Combatió con el Frente Popular y trabajó en cartografía. Perdida la guerra, el 10 de febrero de 1939 salió de Barcelona y acabó en dos campos de concentración: en Vernte d’Ariège y Septfonds. Cuando recuperó la libertad, vivió en Burdeos y trabajó en una fábrica de pólvora, más tarde se empleó en Marsella y finalmente fijó su residencia en París, donde vendía sus dibujos por distintos cafés. Se sabe que fue perseguido por la Gestapo, pero en 1942 logró exponer en la capital.

Entre 1945 y 1958, cuenta Rubén Pérez, viviría su mejor época: expuso en París, hasta en cuatro ocasiones, Marsella, La Haya, Ámsterdam, Nimes, también en Barcelona (regresó, por vez primera y “con miedo”, en 1968), y en 1964 presentó sus realizaciones en hierro en la Reyn Gallery de Nueva York. Se hizo amigo de Picasso, que le ayudó económicamente, y logró integrarse en la sociedad artística francesa y a la vez alcanzó fama como artista español en el exilio.

Rubén Pérez Moreno dice que Eusebio Blasco Ferrer “era un hombre extraordinariamente desconfiado. Él se encargó de tratar con las galerías donde era expuesta y vendida su obra”. Fue evolucionando del surrealismo hacia el expresionismo, sin perder el hilo de continuidad con la obra anterior a la guerra; en su pintura y en su escultura se produce una mayor interrelación y se perciben los ecos del fauvismo y el mundo tenebrista de Gutiérrez Solana; poco a poco incorpora posteriores ecos de Rouault, Kirchner o Modigliani, entre otros.

En 1968 abandonó la escultura en hierro; víctima de diversos achaques físicos, redujo su producción. Hizo piezas como ‘El último suspiro de don Quijote’, que fue un “verdadero símbolo del exilio republicano”, y otras comprometidas con los desheredados de la tierra. En 1985 se instaló definitivamente en Barcelona, en un hostal, donde tenía una maleta con recortes, catálogos, libros y fotos de la historia artística de su vida. “Tuvo que vender mucha obra para pagar sus medicamentos”, dice Rubén Pérez. Murió en 1993 en Alcañiz; se había traslado a una Residencia de la Tercera Edad, pero solo vivió dos meses. Donó una parte de su obra al Museo de Molinos, localidad de donde era su madre, y donde está enterrado.

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