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Antón Castro

FLA DE MONZÓN: PREGÓN DE PISÓN

FLA DE MONZÓN: PREGÓN DE PISÓN

PREGÓN DE LA XX FERIA DEL LIBRO ARAGONÉS DE MONZÓN

 

Por Ignacio MARTÍNEZ DE PISÓN 

 

Amigos montisonenses, amigos editores:

  Las ferias del libro nacieron en la España de la Segunda República como un medio para acercar la cultura a los ciudadanos. El mismo espíritu que informaba la Feria de Madrid inspiró también otras voluntariosas iniciativas con las que se intentó llevar el cine, el teatro, el arte y la literatura a todos los rincones de España: me estoy refiriendo a las Misiones Pedagógicas, a la compañía de teatro La Barraca o a esas redes de bibliotecas itinerantes que recorrían la geografía peninsular a bordo de atestados camiones-biblioteca.

  Ya que estamos en una feria del libro aragonés (o, mejor dicho, en la Feria del Libro Aragonés) conviene recordar que uno de los testimonios más tempranos sobre aquellas primeras ferias nos lo ofreció un escritor aragonés, Benjamín Jarnés. En un libro de 1935 titulado precisamente Feria del libro describía Jarnés el interés que los lectores de todas las edades mostraban por los libros expuestos y la atención con que asistían a los coloquios literarios. Y añadía: “Nunca en España se vio el libro tan mimado, tan exaltado. ¿Qué más puede pedirse?”

  Por desgracia, la Guerra Civil vino a interrumpir de forma abrupta muchos de esos sueños de dignificación de la sociedad a través de la cultura. Desaparecieron las Misiones Pedagógicas, desapareció la compañía La Barraca, desaparecieron los destartalados camiones-biblioteca. Pero, incluso en una dictadura, los libros son un enemigo difícil de batir. En 1944, cinco años después del fin de la contienda, los libreros madrileños volvieron a salir al paseo de Recoletos (entonces llamado de Calvo Sotelo), y poco a poco a lo largo de la década siguiente otras capitales irían montando sus propias ferias del libro.

  Libreros y editores empezaban lentamente a organizarse para devolver a la cultura (y, por tanto, a la libertad de pensamiento y de expresión) el papel que le habría correspondido en una España democrática. En un libro de hace diez años, el profesor Jordi Gracia bautizó ese fenómeno como “resistencia silenciosa” al franquismo, una resistencia protagonizada por unas cuantas figuras del sector liberal de aquella España tan antiliberal. Entre esas figuras, el propio Jordi Gracia destacaba la de Gregorio Marañón.

  Hace poco, un librero amigo de Barcelona me regaló un pequeño volumen titulado El libro y el librero, que recoge el discurso pronunciado por Marañón durante el homenaje que los libreros madrileños le tributaron en diciembre de 1952. En él confiesa Marañón que, de no haber sido médico, le habría gustado ser “librero, librero de libros raros, oficio que tiene todas las delicadezas de una elevada artesanía y todas las complicaciones de una finísima ciencia”. No escatima Marañón ninguna alabanza al libro, del que dice que es “el amigo ejemplar que todo lo da y que nada pide, el maestro generoso que no regatea su saber ni se cansa de repetir lo que sabe, el consuelo de las horas tristes”... Pero, entre todas esas alabanzas, las más jugosas son las que expresa en su condición de médico. Asegura el doctor Marañón que de los libros emana un misterioso influjo “que constituye una de las más eficaces salvaguardias para la salud”. ¡Atención, libreros: estáis de enhorabuena! Según unas estadísticas de no se sabe muy bien qué compañías de seguros, el gremio de los libreros estaría a la cabeza de las listas de la longevidad, y eso se debería, según Marañón, a cierto “polvo sagrado que el tiempo deposita sobre los volúmenes” y que daría lugar, “por reacciones ignoradas, a una como penicilina, de sutilísima acción, que defiende al librero” de las asechanzas de la vida sedentaria “y le permite una milagrosa pervivencia”. No lo digo yo: lo dice Marañón. Si entre los libreros presentes hay alguno que ha sentido la tentación de cerrar el negocio por culpa de la crisis, más le vale que se lo piense dos veces: su salud se lo agradecerá.

  Al lado de ferias como la de Madrid, la de Monzón es todavía una feria joven. Sus dos décadas de existencia coinciden con un período de gran vitalidad de la industria editorial aragonesa, quizás el período de mayor esplendor desde que, en tiempos ya lejanos, convivieron en Zaragoza y Huesca algunos de los mejores impresores en lengua española. También a los editores presentes les animo a no cejar en el empeño y a seguir trabajando por la literatura aragonesa en cualquiera de sus lenguas. Tienen muchos motivos para hacerlo y, de creer a Marañón, uno de ellos, no menor, puede ser esa “penicilina de sutilísima acción” que nos asegura longevidad a quienes vivimos rodeados de libros y que nos permitirá seguir celebrando juntos muchos de los próximos cumpleaños de esta Feria del Libro Aragonés.

 

 Ignacio Martínez de Pisón

 

*Esta foto tan sugerente de Pisón, retratado como un galán, como Alan Ladd tal vez, es de Santi Cogolludo de ’El Mundo’.

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