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Antón Castro

EL MEJOR PARTIDO DE NAYIM

EL MEJOR PARTIDO DE NAYIM

EL MEJOR PARTIDO DE NAYIM

 

Para Eduardo Bandrés, Vicente Merino

y Pepe Melero, zaragocistas

 

Todos tenemos un pasado, me dije. Y yo tengo el mío, y está muy vinculado al fútbol. Pronto me aficioné a los diarios deportivos y a los partidos: veía los del fútbol modesto de mi comarca y los de la televisión. A menudo me sorprendo a mí mismo con un sinfín de recuerdos inventados en torno al balompié: de tanto leer tal o cual lance, de tanto repasar alineaciones y vidas de futbolistas, tengo la sensación de que estuve en la final de México-70, en aquella Copa de Europa de 1961 que perdió el Barcelona ante el Benfica de Eusebio o cerca, muy cerca, en el propio estadio de La Romareda, donde deslumbraban ‘Los Cinco Magníficos’: Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra. Incluso, con catorce o quince años, soñé con llegar lejos: era habilidoso, chutaba con precisión y dormía con un balón Curtix de caucho, que era la forma esférica que mejor se acomodaba a mis sueños. Años más tarde, cuando el fútbol se convirtió en un arsenal de quimeras, de nombres y de partidos, en una utopía del pasado y en una certeza de los domingos, volví a jugar un poco, pero de otro modo: por el placer de hacerlo, por el gusto de correr detrás de un balón y sentirme partícipe de los improvisados equipos de las tardes de piscina. Luego llegué a ser entrenador de varios equipos escolares: más que la preparación física, o la estrategia, me gustaba ver cómo los chicos tocaban el balón, cómo lo convertían en su instrumento. Mi frase preferida de entonces, y de anteayer mismo, era: “Chicos, la pelota no quema”. Pronto le añadí otra, un tanto petulante: “Orden, combate e imaginación”.

No quiero contar aquí toda mi vida futbolística, que no sería nada excepcional. Como periodista, he dedicado algunos cientos de páginas a contar partidos y el siempre sabroso anecdotario de fútbol. De todos mis artículos, dos fueron los más aplaudidos: uno donde contaba las aventuras amorosas, secretas y públicas, de algunos futbolistas muy conocidos, desde George Best y Beckenbauer a Falçao, y otro donde narraba la victoria del Real Zaragoza en la Recopa de 1995, un diez de mayo inolvidable en París, por el cual recibí un premio que me permitió dormir una noche en el hotel Ritz de Madrid. Marcó el gol decisivo mi jugador favorito en el último segundo: Nayim. Yo lo viví rodeado de hijos en un pueblo del Maestrazgo. Si digo que adiviné el gol en cuanto salió de la bota del interior pareceré pretencioso, pero así fue literalmente: me levanté casi al compás del balón y canté gol un poco antes de que Seaman mostrará su perplejidad y su impotencia. Supongo que yo también podría ser uno de esos miles de aficionados que impulsaron el balón.

Creo que esto ya explica qué ha significado el Real Zaragoza en los últimos años de mi vida. Y qué ha significado Nayim. Soy mitómano desde muy niño y empecé a adorar al jugador ceutí en el Barcelona, lo seguí en el Tottenham y me ha hecho feliz en Zaragoza. Recuerdo que me encantaba verlo calentar: era habilidoso, tocaba el balón con sutileza, realizaba parábolas, le gustaba enviarlo al cielo y amortiguarlo luego, con la punta de la bota, en el pecho o en la rodilla. Lo dormía y volvía a impulsarlo, y cada uno de sus impactos parecía un golpe artístico, una filigrana, el arabesco de un mago o un ejercicio de exhibición para los aficionados que empezaban a llegar. El espectáculo, más que el bello Esnáider o el animoso Poyet, era él.

Hace algunas semanas, Pedro e Iván, del Colectivo Anguila, me llamaron para hacerme una foto. Una foto atípica, con algún elemento pintoresco o raro que definiese algo personal que no tuviese que ver en exceso con mi profesión. Al principio salió el fútbol y hablamos del campo de San Lorenzo de Garrapinillos: me gusta porque posee atardeceres maravillosos, de celajes de fuego, y al lado está un cementerio evocador que se llena de balones cuando cae la noche. Al final, hablamos de la posibilidad de escoger el mejor escenario posible: La Romareda. Hablé con Eduardo Bandrés, el presidente del club, y después con Paco Checa, secretario, y les conté la idea. Se trataba de realizar algunas instantáneas en la atardecida con una camiseta especial: una que me había regalado el periodista Vicente Merino de Nayim cuando se conmemoraron los diez años del triunfo en París. A Eduardo le pareció una idea estupenda. Un escritor en La Romareda, de corto y con la elástica de Nayim. Sonaba bien. Parecía una simpática extravagancia de fabulador.

Cuando llegué a La Romareda ya estaban allí Pedro e Iván, y con ellos un intruso: Rafa Martos, el cantante de Gascoigne, un forofo acérrimo que estuvo a punto de vivir un tiempo del fútbol en las categorías inferiores. Le hacía tanta ilusión que apareció con una camiseta de Rebosio, “la única que he podido conseguir”, dijo. Yo me cambié en la que había sido la taquilla de Zapater, o quizá fuese Rafa y yo en la de al lado. Salimos al césped mimoso como dos corceles. Como dos corceles con sobrepeso, pero hambrientos de balón. Los diez primeros minutos, mientras Iván y Perico preparaban las fotos, fueron de gran agitación, de gran intensidad. Qué maravilla de campo. Se oía más nuestra respiración acelerada que las grúas o el ruido de los coches. Se oía el tembloroso resuello de nuestra emoción amasada con asfixia. El sudor no tardó en asomar como un río que se desborda. Un sol generoso restallaba de lumbre en lo alto.

Pedro e Iván empezaron a preocuparse. Iván algo menos: había sido portero de joven y creyó que debía ejecutar alguna estirada en el vasto lienzo del campo, y lo hizo como si no hubiera venido a otra cosa. Rafa Martos estaba radiante: grabó un pequeño vídeo con los preparativos e incluso se atrevió a saltar el foso cuando un zurdazo se fue a la grada. El utillero Felipe parecía algo serio, si no lo fuera habitualmente: la tarde de fútbol amenazaba con prolongarse algo más de la cuenta. Pedro e Iván iniciaron sus preparativos: instalaron la cámara, una escalera y el foco; señalaron el lugar exacto de las tomas, la posición del fotógrafo y del fotografiado, el ángulo del escorzo, la marca más o menos imaginaria para colocar mis antiguas botas Cejudo sobre la hierba. Yo pensaba que Rafa también iba a participar en la muestra que prepara el Colectivo Anguila para la FNAC, pero no fue así; sin embargo, fue mi principal colaborador y surtidor de balones. Me los enviaba al pecho, mientras Iván sostenía el foco y Perico disparaba y disparaba, y me pedían que elevase un poco más la pelota antes de controlarla de nuevo. Hubo un momento en que dijo Iván: “Qué luz más bonita se está quedando”.

La sesión duraría en torno a media hora. Había que repetir y repetir, como en un rodaje de cine. Yo no me lo podía creer. No sé hacer fotos y muchas veces he soñado y he descrito reportajes para mis libros de mis fotógrafos invisibles Patricio Julve, Manuel Seara de Castro y Manuel Martín Mormeneo. Casi diría que me envalentoné: disfrutaba. Disfrutaba como un niño. Hace veinte años exactamente jugué un partido entre periodistas en La Romareda. La cara seria de Felipe, que ha visto entrenar a algunos futbolistas inolvidables, entre ellos Nayim, me devolvió a la realidad: si no fuera por mi afán, me habría venido abajo. Parecía juzgarme con severidad y acaso con fatiga. Como si se diera cuenta, me animó: dijo que en las próximas intentonas lo haría mejor, que ahora sí saldría todo bien. Y seguí controlando el balón, recibiendo al pecho y desafiando al objetivo de Perico, que estaba muy encima. “Acércate, acércate. Si me das un balonazo, no pasa nada. Mejor”, me dijo. “Si me das un balonazo, mucho mejor”.

El calor infernal se había mitigado y una luz tamizada, casi otoñal, se coló en el estadio. La Romareda estaba ideal. Yo me sentía Nayim y el observador de un demorado método de trabajo de dos fotógrafos. Dijo Rafael: “¿Te imaginas lo que debe ser jugar aquí un domingo, con la gente encima, aplaudiéndote?”. Me lo imaginaba. El césped era una lámina de terciopelo verde. Y yo me sentía Nayim con el escudo bordado en oro en su camiseta del número cinco.

Soy tan aficionado a la fotografía que estas fotos han sido un regalo precioso. Tan inolvidable y tan inverosímil que en un momento determinado me pareció ver a Patricio Julve tirando fotos desde el palco y desde un lateral como si el propio Nayim volviese al estadio tanto años después para jugar el mejor partido de su vida. 

 

*La foto no es la del Colectivo Anguila, es la de Nayim tras marcar el gol en París en 1995. Pertenece a Heraldo de Aragón.

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