Blogia
Antón Castro

'LAS CUCARACHAS' DE JOSÉ OVEJERO

[Uno de mis escritores más queridos, desde hace algunos años, es José Ovejero, novelista, cuentista, autores de espléndidos libros de viajes. Tiene la gentileza de enviarme este relato que acaba de aparecer en su libro doble: 'Qué raros son los hombres' y 'Mujeres que viajan solas'; el cuento está sacado de 'Mujeres que viajan solas', de La Pereza Ediciones.]


LAS CUCARACHAS

Por José OVEJERO

 

(Santa Fe de Bogotá, Colombia)

 

 

 

—Vente, mamita, vente.

Me lo susurraba al oído, como una orden o como una súplica, mi picapedrero del amor, mi galeote de la cópula, mientras me percutía el bajo vientre como un émbolo, infatigable, más convencido de su misión que un fanático musulmán, dispuesto a sacrificar la vida si era preciso para que yo, momentos después, suspirase con arrobo y dijese:

—Guau. Nunca, nadie, jamás antes. Guau.

Y ahí sigue, tumbado sobre mí, en el piso de tierra de esta habitación húmeda y mal ventilada, trabajador a destajo, empecinado como un buscador de tesoros que cava cada vez más hondo, aunque sus manos ya no pueden sostener el pico, cava y cava y cava, sin pararse a consultar el mapa y ver si no sería más razonable intentarlo en otro lugar, y se va hundiendo hasta que no podrá salir, pero le da igual, lo importante es llegar.

—Goza, goza —dice, y yo creo que se va a echar a llorar de un momento a otro si no lo hago, mi martillo neumático, no m’hijo, no es así la vaina, pero no me oye, sigue, porque está convencido de que es el que más aguanta; puta, quiere salir en el Guinness—, temeroso de que su honor quede mancillado por una mona frígida, pero a él no se le resiste ninguna, salen llorando de sus brazos, me dijo —ni que lo jures, mamón—, todas se me derriten, dijo —será que las desgasta de tanto frotar—, pero es una virtud, al fin y al cabo, estar tan convencido de sí mismo; ya quisiera yo.

—Ahí no vas a encontrar lo que buscas, pero yo sí puedo dártelo.

Así me lo dijo. Con una sonrisa de galán de los años cincuenta y su bigotito de lo mismo, a través de la ventanilla bajada del taxi, al verme parada a la puerta de un bar del Parque de la 93, apurando un cigarrillo con cara de mal humor, a punto de discutir con el portero que me decía, llevándose la mano al auricular a cada instante como para asegurarse de que aún lo llevaba puesto, que no podía quedarme ahí, que estaba estorbando el paso a los clientes, mientras yo me preguntaba adónde ir, qué hacer con el resto de la noche, que, exagerando un tantito, sería como decir qué voy a hacer con el resto de mi vida.

Pero no buscaba nada. Me había citado con unos amigos, más bien, hijos de amigos de mis padres, hijos de embajadores y cónsules y cancilleres, aunque eso era en otro bar, cuatro calles más arriba, yo lo sabía bien, pero no tenía ganas de verlos, porque verlos era hablar del máster en Princeton, de la boda en Miami, de la hacienda en no sé qué mierda de rincón del mundo donde gente como ellos y como yo nos reunimos para seguir hablando de bodas, de másters, de otras haciendas, y yo no sé, no sé hablar de esas cosas, aunque podría haberlo aprendido de mi madre, puta, se puede pasar horas hablando de un vestido o de un máster en administración de empresas como si fuese lo mismo, y para ella lo es, una cosa que te pones y te hace parecer otra, aunque sigas siendo la misma, pero yo no, no es que sea mejor ni distinta, soy uno de ellos, pero juro que me aburro de muerte, en Chile, en México, en Argentina, y ahora en el jodido Bogotá, siguiendo a papá como una perra allí donde lo envían sus amos, así que me fui a un bar cuatro calles más abajo y me tomé una copa tras otra, y al día siguiente les diría los esperé toda la noche, pendejos, dónde se metieron, y no tendría que explicarles que sus pláticas me matan, me matan de verdad, así que cuando el taxista me dijo que me podía dar lo que buscaba, pensé, bueno, por qué no, no sé lo que busco, pero mira qué bien si lo encuentro de una chingada vez.

—¿Te gusta? ¿Te gusta?

Yo quisiera mandarlo a la mierda, pero no me atrevo, porque no lo conozco de nada, y así, desnuda, con el culo desollado de tanto restregarlo contra el piso, y bueno, sola, no me atrevo a decirle que me quiero ir, que le perdono los deberes que le quedan por hacer, lo mismo se me ofende, y yo para él no soy nadie, una a la que cogerse para luego al día siguiente ir a reunirse con los compañeros a la parada del taxi y decirles, ayer, la hubieran visto, pidiendo piedad, una mona divina con un cuerpazo —porque siempre exageran un poco—, pues se le hizo el favorcito, la hubieran oído, gimiendo como un gatico, y mientras lo cuenta se colocará los huevos en mejor posición y escupirá de lado, como escupió al acercarse a mí, ya en su departamento con piso de tierra en Ciudad Bolívar —que es peligroso, ya sé que es peligroso, yo cuando vi que tomaba la carretera hacia las casas de invasión casi me muero de miedo y por eso me callo como una lagartija mientras me desfonda este idiota, venir a un lugar así, donde la gente vive en la mierda más increíble, en el basurero que vamos dejando los demás con los desperdicios..., va, me salió la vena socialista, como dice mamá—, escupió al acercarse a mí, decía, en calzoncillos, con una mancha amarillenta junto a la bragueta, despacio para que me diese tiempo a apreciar su musculatura, nada mal, por cierto, si no se empeñase en caminar con las piernas arqueadas tendría su atractivo, y me cogió del pelo, macho enérgico, depositó una vaharada de aliento alcohólico en mi boca, me desnudó a tirones —las braguitas Calvin Klein, para tirarlas—, también para poder contarlo después, y, cuando ya me doblegó y me tendió en el piso, se abalanzó sobre mí, se calzó un preservativo —un detalle inesperado—, e inició la tarea diciéndome, venga, putica, pa que vea lo que es bueno, convencido, ya digo, de sí mismo.

Me gustaría moverme, cambiar de postura, pero me apresa con las piernas como un torno de carpintero, y no puedo ni siquiera espantar las dos cucarachas que se me han empezado a subir por la cadera, dos cucarachas rojizas, que yo creía que eran unos bichos tímidos y salían huyendo en cuanto veían una luz o sentían una presencia en el cuarto, pero éstas van bien confiadas, salieron exploradoras, me escalan como si estuviese muerta, haciéndome cosquillas y al mismo tiempo me dan asco, avanzan por mi cuerpo en fila india, tan ordenadas, suben por mi pecho y ahora siguen ascendiendo por mi brazo, pasan al de mi taladro mecánico, pero él está a lo suyo y no se da cuenta, consiguen llegar hasta su espalda, titubean allí arriba quizá desorientadas entre la boscosa pelambre que le crece por debajo de los omóplatos, que es cuando yo, con un movimiento rápido las aplasto de un manotazo, hurra, las dos de un golpe, y me limpio la mano en las nalgas temblorosas de mi marquista de fondo, que se separa de mí con cara de rabia y levanta la mano como para golpearme en la cara.

—Esta hijueputa, ¿qué hace?

Antes de que me pegue, le enseño la palma de la mano no del todo limpia, con restos de caparazón y de tripas o de lo que sea.

—Dos cucarachas, se te estaban subiendo por la espalda.

La cara que pone es como para retratarla. Se levanta de un salto, admirable la condición para un tipo que se pasa el día sentado en un taxi y la noche en el taburete de un bar, se lleva la mano allí donde aún debe de sentir mi palmada e imagina que están pegados los dos cadáveres de cucaracha y la retira asqueado, así que se saca el preservativo de un tirón y corre a la ducha, que está en el mismo cuarto, sin cortinas ni nada, un sumidero en una losa de cemento y una alcachofa roñosa que sale directamente de la pared, y gracias, porque la mayoría aquí no tiene ni agua ni retrete; abre el grifo dándole no sé cuántas vueltas para aprovechar toda la fuerza del chorro, que no es mucha, y sigue pasando los dedos por la mancha pegajosa, hasta que decide empuñar un trapo por los dos extremos y frotarse con él, primero la espalda y después las nalgas.

Yo aprovecho que no se ocupa de mí, me levanto y, sin lavarme ni nada, me visto a toda prisa, con un miedo de muerte porque el taxista tiene una expresión de rabia que ni te imaginas, y de vez en cuando golpea la pared con el puño, mientras dice una y otra vez ¡puta! Pero él también se viste por fin, que yo estaba temiendo que me echase de su casa y me dejase allá perdida, en ese barrio miserable y que cualquier cabrón me violase todas las veces que le viniese en gana, y eso no habría sido lo peor que me podía suceder, así que, a fin de cuentas, es un alivio que tome las llaves del taxi y me grite como si me encontrara muy lejos:

—¿Qué espera? Súbase a ver...

No me dice nada durante todo el trayecto, tan sólo repite, ¡puta!, y da palmadas sobre el volante con la misma rabia con la que antes golpeaba la pared. Tampoco responde cuando le pido que me lleve de vuelta al bar donde me había recogido, con la excusa de que mis padres me van a ir a buscar —no quiero que sepa dónde vivo—; tan sólo me mira por el retrovisor con cara de seguir maldiciéndome por lo bajo. Se me ocurre que está tan enfadado porque al día siguiente no podrá contar su éxito a sus amigos. Qué les va a decir, me tumbé ayer a una monita linda, y mientras me la estaba comiendo bien rico la hijueputa me espicha dos cucarachas en la espalda, díganme si no es como par darle a esa perra. Pobre, no es que le haya estropeado la noche, es que le he echado a perder el día siguiente también.

El viaje resulta de lo más silencioso. No sé si para meterme miedo —si es así, lo consigue— no repite el trayecto de ida, sino que me lleva por calles sin iluminar ni asfaltar, donde las casas no son de ladrillo sino meras cabañas de latón, plástico y si hay suerte madera, que no quiero ni imaginarme lo que es vivir aquí y casi ni me atrevo a mirar por la ventanilla. Te juro que si yo fuese uno de los habitantes del barrio y me encontrase por la noche con una niña bien como yo, bueno, aunque sólo fuese para desquitarme yo creo que me la tiraba sin remordimientos, como impuesto revolucionario. Por suerte salimos a la Avenida Sur y atravesamos la ciudad.

Cuando se detiene otra vez en el Parque de la 93, apaga el motor. Asiente con la cabeza; nuestros ojos se encuentran de nuevo en el retrovisor. Hay algo que le urge para recuperar su hombría, no puede irse así como así. Se vuelve en el asiento, frunce los labios, continúa asintiendo.

—Me la vuelve a hacer y la reviento.

Mi púgil de la seducción, no se da cuenta de lo imbécil que se oye, me la vuelve a hacer..., se creerá que voy a regresar a su departamento a que me baquetee de nuevo los ovarios, que no voy a encontrar descanso a mi furor uterino hasta que él termine su obra.

—Claro —le digo—, no volverá a ocurrir.

Su mirada se ablanda un poco, aunque se esfuerce en disimularlo.

—Mañana la espero a la misma hora, mamita. Aquí paradita.

Es una orden, no creas que es una pregunta. Como he abierto las piernas para él se piensa que ha clavado ya la bandera en territorio de nadie, que la tierra y sus frutos le pertenecen. Los hombres son increíbles de veras.

—Sí, campeón, espérame aquí mismo.

No baja del carro para acompañarme, y se lo agradezco. Tan sólo, cuando ya me he alejado unos pasos, me llama, pst, monita, a través de la ventanilla abierta; cuelga un brazo por fuera, sonríe, asiente con la cabeza.

—Pero le gustó, ¿no? Estuvo rico.

 

*La foto de José Ovejero la tomo de Alfaguara, su sello más habitual.

http://www.alfaguara.com/uploads/imagenes/autor/principal/201003/principal-jose-ovejero_grande.jpg

 

0 comentarios