FERNANDO AÍNSA: DOS TEXTOS
[Fernando Aínsa, mallorquín pasado por Uruguay y París, se siente ciudadano del mundo, pero también un escritor aragonés, territorio donde ha recalado desde hace unos años. Posee casa en Oliete, Teruel, y por supuesto en Zaragoza. Escritor, crítico, periodista, publica un nuevo libro: ’Capitulaciones del silencio y otras memorias’ en el sello Olifante, donde ya ha publicado varios títulos. Aquí tiene la cortesía de ofrecernos dos textos de este nuevo proyecto que alterna el verso y la prosa.]
NEFERTITI EN EL SALÓN
Mi padre,
cuando lo despidieron y le dieron una pequeña indemnización, desarrolló una actividad inesperada:
ir a las subastas de objetos embargados y pujar por las cosas más insólitas y heterogéneas.
(La más extraordinaria fue la compra de una pianola con cincuenta rollos de música clásica muy diversa. Dando con fuerza a los pedales y sobrevolando con sus manos las teclas que subían y bajaban, atronaba con sus conciertos nuestra casa y la de los vecinos.
Tenía una expresión feliz y parecía olvidar las dificultades económicas en la que estábamos sumidos y que a mi madre le quitaban el sueño y la volvían cada vez más agria.
Pero la historia de esa pianola la dejo para otro día, ya que esta de hoy debe ser una memoria poética).
Un día mi padre se apareció con una caja de tamaño regular.
Vino en taxi, lo que indignó a mi madre, y nos aseguró, mientras la abría ante la curiosidad de mi hermana y la mía, que esa era “una excelente inversión”.
Había comprado por un precio que decía “ridículo” la reproducción exacta del busto de Nefertiti que está en el centro de la sala de la Cúpula Norte del Museo Egipcio de Berlín.
Al descubrirla quedé deslumbrado por su belleza:
ojos almendrados, orejas delicadas
(una medio rota, “como en el original”, precisó mi padre),
cuello largo y esbelto, nariz estrecha y recta, elegancia innata, labios carnosos con un ligero esbozo de sonrisa,
todo invitaba a identificar en ella la hermosura que deslumbra por su perfección.
Nefertiti pasó a ocupar un lugar central en el salón de nuestra casa y su mirada parecía perseguirme cada vez que pasaba a su lado.
Imaginé su edad y por lecturas que me procuré supe que a los quince años fue la esposa del faraón Amenhotep IV y que su nombre significaba “la bella ha llegado”.
La “bella” había efectivamente llegado a nuestra casa y desde ese momento ninguna mujer me parecía suficientemente hermosa; menos aún las chicas del piso de arriba del Instituto Ramón Llull de Palma de Mallorca donde cursaba bachillerato, que alguna vez me habían sonreído al cruzarnos a la entrada o la salida.
Corrían los años cincuenta del siglo pasado; yo tenía trece años y ninguna experiencia, más allá de haber jugado a las escondidas con las amigas de mi hermana y aprovechado la penumbra de un armario para aventurar mi mano sobre un pecho trémulo. De besos, ni hablar.
La belleza de Nefertiti cobraba en las noches de luna llena una intensidad aún mayor. Cuando lo descubrí me levantaba y pasaba largos momentos observando su perfil iluminado por esa luz tenue, pero tan sugerente pues parecía darle vida. Una noche me acerqué hasta sus labios y mirándole a esos ojos que me habían seducido desde el momento en que emergió de su embalaje, la besé.
Desde ese día, las noches de luna llena, la besaba, cada vez más experimentado y me parecía sentir una calidez que viajaba a través de los siglos,
desde un remoto valle del Nilo, iluminado por esa misma luz de una luna intensa, haciendo flagrante mi transgresión.
Cuanto la besaba me embargaba una creciente emoción que me recorría el cuerpo. Descubrí así el deseo y la excitación. Creí entonces estar enamorado y soñaba con ir un día a Berlín a ver la auténtica Nefertiti, protegida por un vidrio irrompible que mi mirada atravesaría con la misma intensidad de entonces.
Más la besaba, más fuerte era mi deseo, hasta que una noche sentí un estallido inédito en mi cuerpo y descubrí en la humedad cálida que me empapó, lo que era la satisfacción del amor.
Años después, extraviada Nefertiti en una tumultuosa mudanza unida al divorcio de mis padres, cuando empecé a besar chicas y mujeres en Montevideo, cerraba los ojos para revivir aquellos momentos de mi pubertad.
Pero nunca pude volver a sentir la emoción de aquellas noches de luna llena, ni ninguna de ellas pudo comparar su belleza a la de Nefertiti, sobre la que un entusiasta arqueólogo alemán había dicho: “Tenemos en nuestras manos la obra de arte egipcio más llena de vida”.
Tengo ahora más de setenta años y no he ido todavía a Berlín.
Sin embargo, cualquier día de estos tomo un avión para sucumbir en esa sala del Museo Egipcio al hechizo inalterable de su encanto, como el millón de visitantes que acuden anualmente a verla. Pero ninguno —estoy seguro— la habrá besado como yo a mis trece años.
Anne Baxter, con Yul Brinner, como Nefertiti en ’Los diez mandamientos’.
DORA, DORITA
[“Mi caravana” de Jorge Sepúlveda,
fue una canción de moda en los años cincuenta
del pasado siglo.]
Se instaló en nuestra casa como una tromba de imperiosa juventud.
Cantaba pasando el plumero : “Cantando va alegre. Su patria está lejana.
Errantes van en caravana.
Pueblos y pueblos los ven pasar”
Fregando el suelo arrodillada
(como se hacía entonces)
moviendo las caderas al ritmo de su voz
entonaba: “tan sólo él no ríe.
Su vida es un sollozo.
Perdió su amor, perdió su gozo”
y el rubor de sus mejillas ardía en la mirada con que esquivaba la mía.
El sudor de las axilas marcando un arco en la ceñida camiseta,
aureola que expandía a su paso en la cocina
el almizcle que turbaba mis sentidos.
Por aquellos años
—tendría yo trece—
sabia poco, ignoraba muchas cosas, pero sospechaba otras tantas.
Quería adivinarlas, porque de eso no se hablaba por aquel entonces,
tiempos de confesionario y de culpables pecados nefandos.
Todo eran rumores, cuchicheos entre amigos, risas nerviosas, cómplices,
primeros vellos en el cuerpo desgarbado que se estiraba desorientado.
Desde el tragaluz de la terraza se podía ver el ventanuco del retrete.
Lo descubrí por casualidad jugando, viéndola entrar un día,
levantarse la falda, bajarse las bragas, para desaparecer de mi vista,
solo los pies sobresalían en un escorzo del probable estar sentada.
Del intenso chorro golpeando la porcelana,
tengo aún la memoria con que mi oído recibió el turbador mensaje
de su grieta entreabierta.
Más aún de la mirada con que vuelta hacia arriba,
me descubrió mientras se recomponía,
con una sonrisa.
Desde ese día, pasaba mis horas en la terraza,
—a veces con un libro en la mano—
la mirada pendiente de aquel retrete,
esperando escuchar aquel chorro de orina espléndido,
que imaginaba dorado,
derramado con la intensidad que da la juventud que todavía se ignora a si misma.
Esa fue nuestra única complicidad.
El rumor de sus aguas rociadas con fuerza,
la mirada con que recompensaba mi paciente espera y la intensidad con que yo respiraba en lo alto, al intentar,
infructuosamente,
aspirar su íntimo efluvio.
Años después me diría, que ella, con sus olores tan naturales, “dilató por primera vez la nariz de mi corazón”, como anotó el poeta[1].
Porque Dora, Dorita, se fue de nuestra casa un día, como había llegado,
cantando “la caravana con sus cantos y risas.
La ruta sigue sin sentir su dolor”.
[1] El poeta José Watanabe en su poema “Canción” escribe:
“Pichí de mujer/ no es pichi de hombre, supe. Pichí de mujer/ se expande y se hace atmósfera, marejada/ concupiscente…” (Cosas del cuerpo, Lima, El Caballo rojo, 1999).
**La foto de Fernando Aínsa es de Josian Pastor.
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