HOY, CITA DE LETRAS EN LA ALMOZARA
CHARLA-COLOQUIO EN LA BIBLIOTECA DE LA ALMOZARA
Hoy martes, en la Bbilioteca de la Almozara, a partir de las 19.00, participo en una charla coloquio organizada por el Club de Lectura Las Huellas del Círculo. El diálogo girará en torno a mi novela 'Cariñena' y otros libros. La escritora Estela Alcay dice que es "una obra autobiográfica, que ahonda en la importancia de la cultura, la amistad, el vino y la poesía. Antón Castro relata en la novela la experiencia vital de un joven de 19 años, objetor de conciencia y víctima de la incertidumbre, que escapa de su Galicia natal y se va a la vendimia de Cariñena".
Estela informa que habrá vino. En cuanto termine habrá vino. Y yo me iré a Madrid. Mañana hacia las once salgo hacia Moscú, en compañía de algunos escritores españoles como Ada Salas, Fernando Marías, Juan Bas, Clara Sánchez. Es mi primer viaje a Moscú.
UN CAPÍTULO DE 'CARIÑENA'.Antón Castro
(Ediciones 94 y Denominación de Origen de Cariñena).
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He transcrito aquí la única carta que redacté en mis días en Alfamén y Cariñena. Entonces no había teléfonos móviles, creo que mis padres ni tenían teléfono en casa y mis compañeros tampoco. Nadie sabía dónde estaba; pienso que mis compañeros objetores, Jesús y Ramón, se imaginarían que me habrían dado trabajo. No volví a tener una noche tan agitada ni tan accidentada como la primera. Me adapté a aquella forma de vida, que me parecía tan provisional. Con el paso de los días, vislumbré que Andrés y Miguel no hacían buenas migas. A Andrés le molestaba un poco la pose de Miguel: parecía saberlo todo. Siempre tenía un punto de vista, una opinión, una apostilla interminable, conocía una anécdota específica y se extendía explicándola como quien da una clase magistral o realiza una exhibición. No era su intención, pero se comportaba como quien se pasaba de listo y se tomaba a sí mismo demasiado en serio en aquel ambiente de hombres rudos.
Yo ya me había acostumbrado a él y encajaba su suficiencia, su ansiedad, sus prisas. Su incontinencia verbal. Vi que a Andrés le molestaba que exagerase sus aventuras sexuales, que magnificase las dimensiones de su piso y la libertad de costumbres que se vivía en él. A mí también me sorprendía: había sido testigo de su tentativa de seducción de Mar y le había visto naufragar, igual que él me había visto zozobrar a mí ante Cris. Si Miguel se tomaba a sí mismo en serio, Andrés no era para menos. Su vida era fabulosa y enardecida, las mujeres con las que había estado eran excepcionales, había conocido a Nikki Lauda y Mario Andretti en una carrera en el circuito del Jarama y les había dado la mano, superaba cualquier circunstancia o adversidad con ingenio y con desinhibición. “Este es un mundo para listos y para pillos, sin remordimientos”, solía decir. Sin saber muy bien por qué en menos de tres días había nacido entre Andrés y Miguel una pequeña rivalidad, que acabó de una extraña manera: Andrés también se alejó de mí. Y Miguel y yo dejamos de estar de golpe bajo su protección. Todo lo bueno se acaba: ¡adiós, adiós, picadero de Palma! Andrés se aferró al guiñote, donde parecía aburrirse, salía de “caza” y de juerga por los bares de Alfamén, creo que sin éxito. Un par de veces coincidimos en la tienda y en el bar donde preparábamos nuestros bocadillos.
En cierto modo, Miguel y yo habíamos convertido el bar en nuestro nuevo cuartel de operaciones: allí preparábamos nuestros bocadillos, ahora yo compraba latas de sardinas, de atún y de pimientos rojos, comprábamos yogures, y aprovechábamos para hablar, para leer un poco, para hacer planes. Miguel, que era tan disperso como yo, repasaba a Braudel, a Antonio Ubieto, a Tuñón de Lara y leía una biografía de Friedrich Nietzsche, que era el filósofo que se había puesto de moda, entre otras cosas por una película sin mucho argumento de Liliana Cavani, Más allá del bien y del mal. Earland Josephson daba vida al filósofo y una actriz que yo veneraba, Dominique Sanda, la bella de Novecento, encarnaba a Lou Andreas Salomé, envuelta entonces en la aureola del mito: era la mujer moderna, libre de cuerpo y de mente, que había enamorado al filósofo y a su discípulo Paul Rée, al psicoanalista Sigmund Freud y al poeta Rainer Maria Rilke. El cuarto o quinto día le pregunté a Miguel qué había de esa novia de la que le había hablado a Andrés.
-Algo hay...
-Hombre, no me dejes así.
-Se llama Paula. Pero ella no parece estar convencida de lo nuestro. Estudia Letras y va a clases de danza. Y a la vez es bailarina de un grupo de música y poesía, El Silbo Vulnerado o algo así; ha tomado el nombre de un poema de Miguel Hernández. Me dice que no la dejo vivir: que soy impulsivo y que solo la quiero para él. Ahora las chicas utilizan mucho la palabra posesivo. En menos de nada te dicen: “No soy tuya. Ni soy tu novia, ni tu querida, ni tu amante. Puedo ser tu amiga, una compañera”. Es muy jodido que te diga eso la tía con la quieres salir, ir al cine, a una playa solitaria y con la que querrías follar a todas horas.
-¿De veras que te dice esas cosas?
-Y una peor: me dice que soy un vicioso. Que me pasaría la vida entre sus piernas.
-Tratándose de una bailarina, no debe ser un mal lugar –dije, de broma.
-Puedes estar seguro. Sus piernas son largas y afiladas, y huelen extraordinariamente bien.
-¿Huelen? ¿Has dicho huelen, Miguel? ¿Te refieres a las piernas o a otra cosa?
-Te parecerá raro, chico, pero a mí las mujeres me vuelven loco por el olor.
Pensé que Miguel también era un poco raro. La conversación quizá hubiera dado para más, incluso para la materia de un libro de éxito titulado El perfume de las mujeres; yo quizá lo habría titulado entonces El olor de las damas. Era así de sutil o de sofisticado: ya había leído a Álvaro Cunqueiro. Miguel lo llevó a su territorio de historiador y dijo: “Quizá haga mi tesis doctoral sobre el olor de las mujeres a lo largo de la historia. ¿Cómo olerían Cleopatra, Safo de Lesbos, Juana de Arco, la Gioconda, Eva Duarte, Indira Gandhi o Sofía Loren? También podría ser una historia de la moda, de los afeites, de la importancia del cuidado del cuerpo femenino, del baño. Dicen que Isabel la Católica no se bañaba nunca. ¿Te imaginas? Chico, por fin una tesis doctoral divertida”. Sentado enfrente de Miguel, yo seguía enfrascado con mis lecturas de Vicente Aleixandre, con Ocnos y Variaciones sobre un tema mexicano de Luis Cernuda y con la poesía completa de Miguel Hernández, que habían editado Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia. Miguel Hernández, en aquel contexto campesino, me parecía un poeta espectacular: el poeta del amor y del dolor, de la muerte, de la raíz, de la tierra milenaria, el poeta torrencial que era en sus versos campesino y pastor, y un hombre devorado por el deseo.
Me daba un poco de rabia cómo había evolucionado la convivencia, pero tampoco quería entrar de lleno en sus turbulencias ni quería abandonar a Miguel. Habíamos llegado hasta allí juntos y lo más probable es que a lo mejor nos viésemos en Zaragoza, en una conferencia, en un concierto o en un cineclub. En mi primer mes en Zaragoza me había dado un atracón de cine de autor: fui hasta tres días por semana a ver películas de Pasolini, Visconti, Ferreri, Bergman, Woody Allen; vi dos veces Furtivos de José Luis Borau en el cineclub Goya, donde analizaban la película con rigor y calificaban el desnudo de Alicia Sánchez de “gratuito e innecesario”. Yo debía seguir centrado en mi faena y descansar bien; a veces descubría el gesto de contrariedad del encargado, que no podía imaginarse las terribles agujetas que llevaba. Por ahora había sido incapaz de asimilar en la práctica los consejos de Pepe Mainar.
Miguel no tenía ningún conflicto en la viña: trabajaba bien, acababa entre los diez primeros, y se permitía mandarle de vez en cuando un mensaje a su paisano Eliseo el Riojano por su capataz. Y aún se permitía el lujo de explicarme las distintas clases de uva. Pepe Mainar le corregía con suavidad y le explicaba qué diferencia existía entre una garnacha y la uva Cariñena –por la tonalidad, por la forma y la densidad del racimo, por el hollejo: esa piel que envuelve la carnosa pulpa, por el sabor-, y nos enseñaba a todos a distinguir las variedades de uva blanca. Uno de esos momentos especiales para mí eran cuando aparecía una mata o varias de uva moscatel. Me gustaba mucho. Y entonces sí que me retrasaba porque comía uno o dos racimos: eran mi avituallamiento preferido y dulcísimo. Desde niño he sido muy aficionado al misterio de los parrales y a su verde sombra de guirnaldas más o menos espontáneas. Tengo un tío, maestro albañil, que poseía hacienda, caballos y una huerta formidable con cerezas, melocotones, pavías, higos, manzanas, pero lo que más me impresionaba era la parra que se entretejía con unos alambres y trazaba en su interior un ámbito muy uterino. Yo lo llamaba “mi último refugio”.
Pepe era una referencia para mí. Representaba un ideal: era el agricultor que amaba con pasión sus tierras y que conocía todos sus secretos. Era un agricultor por vocación. Le dije: “Pepe: eres el poeta de los viñedos”. Me corrigió: “Aquí todos saben que el poeta eres tú. Y así lo dicen los compañeros”. Miré a Miguel.
-Ya ves –dijo con una sonrisa-. Un tipo tan raro como tú no pasa inadvertido en ningún sitio. Hasta estos brutos te han calado.
Miguel me veía llenar mi cuaderno Sagitario de notas, de palabras, de impresiones. Y, sobre todo, de versos ajenos, como estos de Luis Cernuda: “Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien / Cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío; / Alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina, / Por quien el día y la noche son para mí lo que quiera, / Y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu / Como leños perdidos que el mar anega o levanta / Libremente, con la libertad del amor,
La única libertad que me exalta, / La única libertad porque muero. / Tú justificas mi existencia: / Si no te conozco, no he vivido; / Si muero sin conocerte, no muero porque no he vivido”.
Se los leí. Y Miguel fue absolutamente gráfico:
-Eres un perfecto hijo de puta. Se lo leeré a Paula.
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