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Antón Castro

GEORGES DE LA TOUR, CON UN ECO DE CÉSAR ANTONIO MOLINA

GEORGES DE LA TOUR, CON UN ECO DE CÉSAR ANTONIO MOLINA

Hay pintores que parecen una exhalación en la historia: trabajaron mucho, lograron éxitos, se hicieron célebres por su taller y sus discípulos y luego cayeron en el olvido, hasta que alguien repara en ellos y vuelven a salir a la luz con un centelleo especial. Ese podría ser el caso de Georges de La Tour (1593-1652), que encarna al artista local o provincial, ceñido a su localidad Vic-sur-Seille, Francia, y luego a Luneville. Acaba de llegar al Museo del Prado en una exposición deslumbrante, que procede de siete países y de una veintena de museos. Los 31 cuadros que aquí se presentan constituyen el 75 % de un total de los 40 que se le reconocen; bastantes de sus obras están sin firmar y si datar. A él lo recuperó hace un siglo, en 1915, un artículo breve de Hermann Vosch; en 1972 y en 1997 sería presentado en Francia en dos grandes muestras en La’Orangerie y en el Grand Palais con un triunfo absoluto: ahora La Tour es uno de los pintores más amados de Francia con Poussin, Monet, Rénoir y Cézanne.

Georges de La Tour es el artista barroco del claroscuro, del diurno y del nocturno, de la geometría impecable, del abandono, a veces parece próximo a Caravaggio o Ribera, pero también a Zurbarán, Vermeer o incluso Velázquez. En ese corriente de equívocos en torno a las atribuciones, los cuadros de La Tour han sido confundidos con los de cinco grandes maestros; el ejemplo más claro es que su ‘San Jerónimo leyendo una carta’ dice en el bastidor que es de Zurbarán, lo encontró César Antonio Molina en el palacio de la Trinidad en marzo de 2005, sede entonces del Instituto Cervantes, y lo autentificó José Milicua, a quien se le dedica esta muestra excepcional, montada con maestría por Jesús Moreno y comisariada por Andrés Úbeda y por Dimitri Salmón, quien afirma que la pintura de De La Tour “sobrecoge y desorienta por su misterio”. César Antonio Molina me escribe y recuerda: “Yo vi el cuadro. Me pareció muy importante. Miré en el catálogo que no lo atribuían a nadie. Hablé con Miguel Zugaza. Lo llevé en mi coche oficial del Instituto Cervantes al Museo del Prado y luego José Milicua dijo de quién podría ser”.

Recreada en cinco estancias, podría decirse que la exposición contempla tres grandes apartados: una pintura más narrativa y descarnada, de estirpe popular, donde el artista representa al pueblo que sufre, que tiene hambre y que conoce la miseria, algo que se percibe en el impresionante ‘Comedores de guisantes’, pero también ‘El juego del dinero’ (próximo a Caravaggio), en ‘Un viejo’ y en ‘Una vieja’. Y en ‘Riña de músicos’, un lienzo un tanto expresionista que registra la burla, el temor, el desafío, la crueldad. La Tour es el pintor de los músicos ciegos que parecen cantar: pese a su pobreza, todos exhiben nobleza, dignidad y concentración. Por lo regular, las criaturas de De La Tour tienen el alma absorta: están ahí, ensimismadas, pero parece estar en otro lugar, en una indecisa región del sueño. El montaje se cierra con un impresionante ‘Ciego tocando la zanfonía’, un retrato de perfil matizado, sobrio y dramático, adquirido por el Museo del Prado en 1990.

La segunda parte de la muestra recoge la aventura más luminosa del artista, su afirmación en un arte de la claridad que mezcla el asunto profano con el divino. Entre los primeros destacan las dos piezas, tan parejas, ‘El tramposo del as de tréboles’ y ‘El tramposo del as de diamantes’, con ecos también del óleo sobre lienzo de Caravaggio ‘Los tramposos’; a estas piezas se le suma la serie de ‘San Jerónimo’, tan desamparado. Y la última parte se completa con los nocturnos, por lo regular cuadros religiosos, de una inquietante y minuciosa espiritualidad, cada vez más depurados, con una característica especial: una luz interior que calienta y redondea una atmósfera de recogimiento, de aislamiento. Uno de los ejemplos más hermosos es ‘San José carpintero’. De La Tour no amaba el mundo exterior, y quizá con razón: vivió las consecuencias de la Guerra de los Treinta Años, lo perdió casi todo, aunque fue pintor de Luis XIII y estuvo próximo a Riechelieu. Murió en 1652, y antes que él perecieron su mujer y su hijo Etienne, a consecuencia de la peste. Su obra, de una beldad intensa y reconcentrada, estremece y multiplica su enigma.

 

 

 EL TALLER DE LOS ESTILITAS

Por César Antonio MOLINA

[Hace algunos años, a propósito de Georges de La Tour y del ‘San Jerónimo leyendo una carta’, el escritor y profesor y director entonces del Cervantes publicó este texto en ‘El país’.]

 

El taller de los estilitas ¿Todavía hay apariciones de santos? Y de haberlas ¿se pueden aparecer a un laico? ¿Qué es un laico? El gran escritor francés, Jules Renard, uno de los más grandes diaristas, escribió que un laico es aquel que buscaba a Dios sin parar y no lo encuentra. No todos llegamos a tener la suerte de San Pablo. En los Hechos de los apóstoles se cuenta la ida de Saulo a Damasco, la caída del caballo, su ceguera y la charla con quien perseguía. Jesús, una vez aclarado todo, aunque lo dejó invidente (el maestro Ekhart escribirá que fue porque al ver a Dios vio la nada) durante unos días, le ordenó que se levantara, entrara en la ciudad y “se te dirá lo que debes hacer”. En realidad, sin querer corregir a Renard, un laico es aquel que está esperando que se le diga lo que tiene que hacer, pero nadie se lo dice. Evidentemente esa voz tiene que venir de lo más alto. El caso es que a mí se me apareció un santo y no cualquier santo. Nada menos que el santo que vela por los escritores: San Jerónimo. Al principio no me di cuenta de que era él, pues estaba retratado con hábito de cardenal leyendo una carta, y yo siempre lo he tenido en mi mente más bien con poca ropa, o ninguna, encerrado en una cueva, a veces entre calaveras y, eso sí, escribiendo o leyendo que es lo que a mi verdaderamente siempre me ha emocionado. Este despiste me hizo perder con él mucha conversación, aunque los santos cuando aparecen solo dan órdenes y apenas escuchan. En este caso yo cargo con la culpa por mi descuido, también producto de lo inesperado. 

Mi cháchara no hubiera sido trascendente pues la versaría sobre asuntos de nuestro gremio. ¿Dónde aprendió tantos idiomas? ¿Por qué volvió a la hebraica veritas en vez de utilizar la Biblia griega que, más de un siglo antes, había sido apoyada por Orígenes y San Agustín de Hipona? Si le molestó que su posición estricta de limitar el canon cristiano a los libros contenidos en la Biblia hebrea, a la postre no triunfara En fin, una pequeña entrevista que, luego, hubiera tratado de publicar en exclusiva en algún periódico.No sería a un santo sino a un traductor, tan maltratado como siempre. Eso de no tener ni ropa para cubrirse y estar en los huesos, debería darnos qué pensar a quienes, ni ante esos temores de penalidades, nunca hemos cejado de seguir nuestra labor de manera igualmente santa, aunque laica, por ese mismo camino profesional. Además ¡qué poco respeto se le tiene a esta compleja labor! No dura, no perdura, no se la cuida incluso saliendo de las manos de un santo. La versión popular, la versión latina de la Biblia, acabó con la confusión que provocaban los distintos manuscritos en latín antiguo de los textos sagrados. El Concilio de Trento (1546) declaró a la Vulgata el único texto latino auténtico de las Escrituras, hasta que en 1907, bajo el Papa Pío X, los benedictinos iniciaron una edición crítica. En fin, el tiempo, que no respeta ni siquiera a los santos y los hace en sus obras tan mortales como a los humanos.

Nada de esto hablamos, San Jerónimo y yo. Él porque me ignoraba, yo porque le desconocí bajo tanta púrpura pintado por La Tour. Luego vinieron las disputas cuando lo trasladé al Museo del Prado, un lugar tan sagrado como la vecina iglesia de Los Jerónimos, otra casualidad. La santidad era lo de menos, lo importante era la propiedad ¿del santo, de la tela? Aún a sabiendas de su identidad, desconocían sus hechos. “Few men think, yet all will have opinions” escribe Berkeley en los tres diálogos entre Hilas y Filoneo. Sí, realmente, pocos hombres piensan, pero todos quieren tener opiniones.

Yo había estado en Belén, en la misma iglesia donde nació Jesucristo, y donde se supone que San Jerónimo llevó a cabo su labor. Había nacido en Italia en el 342 y murió en Palestina en el 420. Llegó a estas tierras en el 374 y, durante cinco años, vivió como un eremita. Luego, a requerimientos del Papa Dámaso, fue su secretario (382-385), lo que no le impidió predicar el ascetismo en la propia Roma, es decir, la abnegación, el autocontrol, la disciplina, la búsqueda de cosas más importantes en la vida que el mero hecho de vivir. Una comunicación más directa entre Dios y el individuo sin intermediarios. Esa preparación para la llegada del fin del mundo (tan anunciada y tan retrasada). Vigilancia, oración, ayuno, castidad, martirio, abandono de todo lo terrenal. Como la pravrajya en el hinduismo, morir la muerte antes de que esta se lleve a cabo. En el 386 se estableció definitivamente en Belén y se dedicó, durante casi veinticinco años, a la traducción de la Biblia al latín.

Sí, un desperdicio el no poder hablar con el santo. Él no me dijo nada, pero todo lo que llevé a cabo lo hice por su indicación. Y la cumplí. Todavía estoy esperando algunos dones benéficos para mi obra literaria. No los he notado, porque quizás tampoco fue mucha mi hazaña. Ahora me conformo con ir a visitarlo. A veces me lo imagino levantando su vista de la carta y sonriéndome. A veces me imagino que la carta que lee es el fragmento de una obra mía y, entonces, siempre me veo interrumpido por la presencia de otros impertinentes visitantes. San Jerónimo, en el cuadro de La Tour, está leyendo una carta ayudado de unos anteojos que sostiene con su mano derecha, mientras que con la izquierda aguanta el largo papel desplegado en varios trozos. La carta lo asocia a Hermes, a lo desconocido, a lo esotérico, a esa labor de desentrañar la palabra de Dios venida de un lenguaje desconocido para verterla al del común de los mortales. Sí, un desperdicio el no poder discutir con el santo, sobre todo, de El cantar de los cantares. ¿Quién era aquella a quien no había que despertar ni desvelar? ¿Quién era aquella que subía del desierto? ¿Quién era aquella que con su trenza tenía preso a un rey? ¿Quién era aquella que surgía cual la aurora? Pero, sobre todo, me gustaría saber si la amada, la novia, en el epílogo, afirma que el amor es más fuerte que la muerte o, por el contrario, que es fuerte el amor como la muerte. ¿Qué ponía realmente en el original? Si pusiera que el amor es más fuerte que la muerte, implicaría que el amor tiene el poder de hacernos inmortales; pero la muerte es literal y físicamente más fuerte, infinitamente más fuerte que el amor. ¿Qué ponía en el primitivo original? Seguramente San Jerónimo me remitirá al Eclesiastés donde se habla de la vanidad, de atrapar vientos y de que donde abunda sabiduría abundan penas, y quien acumula ciencia, acumula dolor. El dolor del saber que no sabe nada, o que no sabe lo único que realmente quisiéramos saber. En la primera epístola a los corintios, San Pablo habla de la resurrección de los muertos, y de que el último enemigo en ser destruido será la Muerte. “¡Qué lindos son tus pies en las sandalias,/hija de príncipe!”.

Uno de mis pintores favoritos (sin desmerecer a Georges de La Tour) es Antonello da Messina. Y de Antonello prefiero su San Jerónimo en su estudio (sin desmerecer al mío). En medio de una gran arquitectura catedralicia está centrada la figura del santo vestido de cardenal, sentado en su estudio-biblioteca, rodeado de libros y leyendo en silencio. Apoya el libro sobre un pupitre. Las baldas que lo rodean acogen otros volúmenes, algunos de ellos abiertos, además de otros instrumentos para la escritura. En primer plano aparecen representados con exactitud un pavo real, una codorniz y una bacía de barbero. En el escritorio hay un rotulito pegado, simulado. Parece contener el nombre del maestro, y, sin embargo, si se mira de cerca, no contiene letra alguna, ya que es fingida. El león avanza desde el fondo, bajo las arcadas. San Jerónimo le quitó una espina de su pezuña y se quedó doméstico con el monje. El pavimento del cuadro está maravillosamente intrincado y es el que produce la perspectiva. Sus colores armonizan con los verdes del paisaje más allá de las ventanas, los grises del cielo, las variaciones en la entrada de arco de piedra y las reflexiones de la luz sobre las superficies de los azulejos. Todo está colocado envolviendo a la figura del santo que se encuentra en una posición interiorizada, abstracta, ajena a ese paisaje exterior del mundo. Lo cercano y lo lejano, lo mundano y lo espiritual, está aquí muy bien representado.

Después de esta aventura religioso-laica-artística-literaria, después de este encuentro con San Jerónimo, el destino me llevó a Siria, a Qalaat Seman, no muy lejos de Alepo. Allí oró San Simeón el Estilita. Allí lanzó su palabra en el desierto. Fue, por pocos años, contemporáneo de San Jerónimo. Se subió a una columna de unos veinte metros y no se bajó en varias décadas. Aún hoy no se ha inventado un deporte de riesgo tan difícil y complejo como aquel. En medio de una gran basílica arruinada, me abracé a lo que resta de esa columna, todavía un buen trozo. En Simón del desierto de Luis Buñuel, el santo sufre todo tipo de tentaciones, incluso algunas más complicadas de rechazar que las de su propia vida. Un pastor enano le grita “te estás tomando atracones de puro aire”; mientras otro personaje anónimo le lanza esta desgarradora frase: “Tu penitencia sirve de poco al hombre”. Quizá por este motivo, el actor Claudio Brook acaba sus días de Simón moderno bebiendo y fumando por las taberna o cavernas de los antros neoyorkinos, atronados por la música rock. En el museo del cine de la Universidad Autónoma de México vi la columna de la película. San Simeón desafiando el principio de gravedad y manteniendo en silencio su corazón; San Jerónimo desafiando el sentido de las palabras. Ambos estilitas, ambos funambulistas.

Hace años que Eduardo Arroyo y yo venimos charlando sobre estos asuntos tan productivos. Y, a propósito de ellos, ha dado pie a esta magnífica exposición salida de su mente de gran artista iconoclasta. Una mente incluso más calenturienta que la de los propios atletas espirituales mencionados. En realidad estoy convencido de que ambos santos han hecho un verdadero milagro laico. Han reunido a dos grandes pecadores (Eduardo Arroyo con infinitos más méritos que yo) y a una gran ensayista y co-comisaria con él, además de santa, Fabienne Di Rocco.

César Antonio Molina

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