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Antón Castro

CONGET: CARTAPACIO DE TURIA

CONGET: CARTAPACIO DE TURIA

’TURIA’ DEDICA UN MONOGRÁFICO A JOSÉ MARÍA CONGET

Y PUBLICA UN TEXTO INÉDITO SUYO

 

-José-Carlos Mainer presenta mañana, en el IAACC Pablo Serrano, le nuevo número de la revista del Instituto de Estudios Turolenses que dedica un monográfico a la revista ’Turia’, en el que participan expertos y amigos del gran narrador zaragozano, que reside en Sevilla.

 

[Nota informativa de Turia] Zaragoza se ha incorporado estos últimos años al circuito de presentaciones que organiza la revista TURIA en diferentes ciudades. Tras más de tres décadas de trayectoria, la publicación cultural editada en Teruel ha consolidado así su vocación de seguir ejerciendo un cosmopolitismo con raíces y convertirse en una revista cultural de referencia en español.

Tras los monográficos dedicados a Ignacio Martínez de Pisón (2013, Teatro Principal) y Benjamín Jarnés (2014, La Aljafería), mañana miércoles 16 de marzo, y a las 20 horas, en el Museo Pablo Serrano tendrá lugar la presentación de una nueva entrega dedicada al escritor José María Conget, Premio de las Letras Aragonesas. 

El citado acto contará con la presencia del homenajeado y tendrá como maestro de ceremonias a José Carlos Mainer, catedrático jubilado de Literatura Española de la Universidad de Zaragoza y uno de los mayores estudiosos de nuestras letras contemporáneas.

CONGET O EL MISTERIO DEL CUENTO DE NUNCA ACABAR

Además de su cita anual con Teruel, la revista TURIA ha sabido mostrarse a los lectores de un sinfín de lugares: desde Nueva York a la ciudad brasileña de Salvador de Bahía, pasando por Lisboa, Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Córdoba, Santander, Logroño, Huesca, Salamanca, Murcia o la ciudad francesa de Rennes. En todas esas presentaciones, TURIA se ha dado a conocer como una revista atenta a la creatividad literaria y, al tiempo, capaz de elaborar unos excelentes números monográficos.   

Ahora, José María Conget (Zaragoza, 1948) se incorpora al elenco de una serie de grandes autores objeto de estudio y divulgación por parte de TURIA.  Entre ellos, cabría citar los recientes sumarios dedicados a Mario Vargas Llosa, Rafael Chirbes, Albert Camus o Rafael Azcona. Sin olvidarnos de los varios números dedicados a Luis Buñuel y su obra o las entregas, ya agotadas, que tuvieron como protagonistas a autores tan dispares como Antonio Machado y Roberto Bolaño.  

Para José Carlos Mainer, que publica en TURIA un clarificador artículo bajo el título de “Variaciones Conget”, el escritor zaragozano se caracteriza por su capacidad para elaborar libros de difícil clasificación, una deliberada ambigüedad genérica nada fortuita. Una indefinición que le permite manejar como pocos las reglas del juego literario.

Sostiene también Mainer que “El desengaño es, al cabo, el origen de la literatura que vale la pena. Se produce cuando se ha amortiguado su entusiasmo invasor y ha pasado a ser la receta que pone una porción de gozo irresponsable a las ganas de hablar de ello, sin perder  de  vista  la  irrebatible existencia de la realidad y sus estragos. Supongo que fue el estado mental en el que Cervantes escribió la segunda parte del Quijote, la de 1615, donde nos domina la sensación de que disfruta escribiendo y lamenta el momento de tener que dejar de hacerlo. Los textos de Conget albergan ese fondo de optimismo cervantino, escarmentado y lúcido: son lugares donde se habla de todo y se dialoga con todo”.

Podría decirse, en definitiva, que en los textos de José María Conget encontraremos “el seguro mecanismo de su invención, el misterio del cuento de nunca acabar”. 

 

ESQUELETOS EN EL ARMARIO

A continuación reproducimos el fragmento inicial del texto inédito de José María Conget que, con el título de “Esqueletos en el armario”, publica TURIA:

“La madre de mi padre –la lejanía me traba el uso de la palabra abuela—se suicidó cuando mi padre no llevaba dos semanas en este mundo. Seguramente una depresión post-parto, aunque el caso dio lugar a que circulara sobre la mujer una historia novelesca: un noviazgo apasionado que se rompió por razones ignoradas y una boda de compromiso con el que fue mi abuelo; tuvo un primer hijo varón –el tío mío del que heredé el nombre de pila y que murió de una tuberculosis contraída durante la guerra civil--; el nacimiento del segundo hijo, mi padre, coincidió con el regreso al pueblo del hombre al que todavía quería, y esa presencia redobló la atroz sensación de estar atrapada en un matrimonio sin amor y con dos criaturas a su cargo. Sólo vio una salida: tirarse al canal. Todo esto ocurría en 1914, en un pueblo de Aragón donde yo nunca vi un canal, pero quizá lo hubiera, no existe otra versión del suicidio. Al parecer mi abuela dejó una carta que estuvo en posesión de otro hijo que mi abuelo engendró en segundas nupcias; a mi madre se la ofreció su cuñada, la mujer de mi tío, pero mi madre no quiso leerla y pidió que nunca le comunicaran su existencia a mi padre, estaba segura de que lo haría sufrir inútilmente, con lo que no sabremos las razones que en ella se esgrimían para justificar una decisión tan truculenta y disponemos de campo libre para la especulación. Es difícil juzgar estas cosas; a veces creo que mi madre se equivocó privándole a su marido de alguna certeza sobre su orfandad precoz que no dejó de atormentarle hasta la muerte; por otro lado, quién sabe si entre los motivos del suicidio se incluían en el mensaje rasgos de la conducta de mi abuelo que a mi padre, que adoraba al suyo, lo habrían perturbado más que la ignorancia. A su manera, mi padre indagó qué podría pasar por la cabeza de una mujer que abandona así a dos niños, uno de ellos recién nacido, y se aferró a la idea de la locura por un doble consuelo. A su yerno siquiatra le interrogó por los trastornos síquicos tras el parto y el yerno lo tranquilizó explicándole los síntomas de la psicosis post-puerperal, posibilidad que, a su vez, mi padre trasladó a su confesor y a varios curas de su confianza porque a la tristeza de no haber sido querido por quien acababa de darle vida, se sumaba la inquietud mayor de que el alma de su madre ardiera en el infierno para la eternidad. De una religiosidad ingenua, que no había superado la piedad y creencias que acompañan la primera comunión, mi padre preguntaba a los expertos en materia de moral y de conciencia si era posible cometer un pecado mortal de necesidad como el suicidio y sin embargo ir al paraíso en caso de que la mente del suicida hubiera estado obnubilada. Esta historia nos llegó indirectamente a través de nuestra madre, incapaz de guardar un secreto y de una indiscreción ejemplar, ya que mi padre jamás mencionó a sus hijos aquel trauma primordial, era pudoroso y además no deseaba que nosotros cargásemos con lo que a él le parecía un estigma y una pesadumbre indelebles: el suicidio de nuestra abuela”.

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