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Antón Castro

UN CUENTO DE CLARA OBLIGADO

UN CUENTO DE CLARA OBLIGADO

Clara Obligado Marcó del Pont (Buenos Aires, Argentina, 1950) es una escritora argentino-española. Es autora de libros como ’El libro de los viajes equivocados’, ’Las otras vidas’ o XX. Es una gran escritora de cuentos y microcuentos.

 

EL MILAGRO

 

Por Clara OBLIGADO 

 

Para Nuria Barrios, Javier Goñi y Carmen Valcárcel.

 

          Sucedió cuando Madrid no era Madrid, ni siquiera Matrice, ni Mayrit, ni la madre de las aguas, millones de años antes de que apareciera ese mono desnudo de frente huidiza al que llamaremos hombre, en el Mioceno Medio, cuando los continentes navegaban hacia su posición actual y el Mediterráneo se llenaba y se vaciaba como si fuese una bañera y todo lo que rodeaba el paraje era relieves montañosos lamidos por las aguas, riachuelos palpitantes como las venas de una mano. La corteza de la tierra había superado la edad de las hierbas y la zona llevaba años convertida en humedal, en una sabana arañada por garras de tortugas gigantes, inmensos roedores, tigres con dientes de sable, úrsidos-cánidos o felices antílopes enanos que correteaban y pastaban entre las gramíneas devorándose los unos a los otros sin plantearse problemas éticos o estrategias de mercado, ramoneando en las praderas y bosques abiertos bajo cielos sin contaminación, (pavorosos, tal vez, durante la noche, tachonados de constelaciones indecibles o amables y transitados por majadas de nubecitas blancas).

                        Allí, en ese Edén del que nadie había sido expulsado, creció un Hispanotherium matritense (hembra) que fue, sin saberlo, el último ser del Mioceno Medio que trotó por esa ciudad inexistente (no sólo porque no había sido construida, sino también porque nadie la podía nombrar, una ciudad sin proyecto, sin romanos, ni visigodos, ni árabes, ni cristianos, ni turistas), un solitario Hispanotherium matritense (hembra) que intuyó que estaba solo en este mundo pero que no alcanzó a decirlo (sin el lenguaje, qué somos) un animal pesado como un tanque de guerra que apenas si sabía decir “Brrr”, grupo consonántico escaso para definir el cielo y la tierra, la angustia y la alegría de vivir, el paso de las estaciones, el pavoroso cosmos, la exaltación de los días de sol, un mamífero con ese nombre tan difícil, pobre Hispanotherium matritense (hembra), acotado ahora por el codicioso mundo de las clasificaciones, incapaz de presentir la desgracia que había acabado con los suyos y que terminaría con él antes de que llegara la noche, antes de que culminara ese día aciago, sólo faltaban algunas horas para el final que en realidad no eran horas porque nadie las había metido en un reloj y un minuto duraba entonces más de cinco mil años.

                        Es decir, un Hispanotherium matritense (hembra) fue el último habitante del barrio, supérstite de  una manada de rinocerontes que, como había nacido antes que los griegos, no sabía que su nombre se refería al cuerno en la nariz y, además, en este caso, era una hembra que ignoraba incluso su sexualidad, (montar o ser montada, competir por el mando, o las fatigas de la reproducción), un ser perdido para la ciencia ya que no se registraría su cerebro (que nadie conoció, porque el cerebro es lo primero que se va, tan lábil, y gomoso, tan volátil), ni siquiera quedaría constancia de lo que habría de suceder bajo el cielo vacío antes del cataclismo, porque la materia gris no fosiliza y, para la ciencia, no existe lo que no se puede demostrar.

                        Así, pues, el Hispanotherium matritense (hembra) comenzó  a trotar calle arriba con la ansiedad de aparearse porque tenía su primer celo (y hay que imaginar el celo descomunal de un rinoceronte prehistórico)  sin saber que el desastre ya había terminado con sus congéneres. Emitió primero una señal bioquímica (un olor hediondo), luego parpadeó con un gesto coqueto propio del ritual del cortejo (esas pestañas sublimes de los rinocerontes, los ojillos brillantes, aceitados) y lanzó el “brrr” que tantas veces había oído en la manada en épocas de reproducción. Como si las estuvieran arreando, las nubes se alejaban hacia el horizonte. Fue entonces cuando el Hispanotherium matritense (hembra) tuvo un primer sentimiento (aunque los paleontólogos se niegan a aceptarlo) y, con la boca sin labios y los dientes fuertes intentó comunicarlo. Para que haya lenguaje, el cerebro necesita cierta capacidad de ordenación y almacenamiento. ¿Lo tenía Hispanotherium matritense (hembra)? No lo podemos aseverar. Lanzó al aire su bramido, que esta vez sonó como una pregunta (¿es el cambio de tono una forma de lenguaje?) e hizo algo inaudito: puso el ápice de su lengua áspera contra los dientes acostumbrados a masticar la vegetación más dura y suplicó: ¡t-brrr! ¡Un prefijo, sí, un prefijo! ¡una oclusiva dental sorda! ¿Proto-sitaxis? ¿Podemos aventurar, acaso, que existen tendencias ancestrales en el lenguaje? Tantos años de evolución desperdiciados, el final de una especie, la soledad de la muerte antes de haber conocido el peso del Hispanotherium matritense (macho) sobre sus ancas. Qué pena. Bajo las sacudidas de alguna placa tectónica temblaba la futura ciudad, en un lugar del planeta estaba surgiendo una montaña. Hispanotherium matritense (hembra) lanzó al cielo la eterna pregunta sobre el sentido de la existencia ¿brrr-t? y comenzó a trotar calle abajo sacudiendo sus caderas brillantes, se tendió núbil en un charco, extendió las patas para acariciar por última vez el lodo, la piel acerada buscando la humedad de la tarde. Como en un lamento, el agua manaba y un sol ominoso se ocultaba tras los bosques achaparrados.

 

                        Varios millones de años más tarde, allí mismo, en una calle que se llamaría Cantarranas, el viento y los diluvios amontonaron magras de color verdoso hasta erigir un túmulo sobre los restos del animal, luego se apelotonó la gravilla, el limo arcilloso, la tierra vegetal del neolítico, las primeras plantas, el destartalado esqueleto de un homínido, restos de fogatas, la punta de una flecha de silex y, por fin, alguien levantó una capilla, la capilla se demolió y sobre ella se construyó un convento. Allí fueron enterrados los restos de Cervantes. Bajo otros muertos sin nombre, mezclada con los detritus de la ciudad, reposa la momia incorrupta, el esqueleto poderoso de la hembra que inventó el lenguaje. Su cuerpo glorioso, con el himen intacto.

 

*La foto de Clara es de Manuel Yllera.

 

 

 

 


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