PERICO FERNÁNDEZ: UNA ENTREVISTA...
PERICO FERNÁNDEZ: UN DIÁLOGO
Perico Fernández, en una foto de David Barreiros.
“Cuando estás arriba
crees que te quiere
todo el mundo”
El púgil, ex campeón de Europa y del Mundo de los pesos superligeros, sobrevive a su pasado de leyenda en una pensión gracias a su vocación de pintor y es objeto de un poemario de Octavio Gómez Milián y Juan Luis Saldaña
SUMARIOS
-“Ahora vivo en una fonda, pago quince euros por día y tengo que vender muchos cuadros para sobrevivir”
-“¿Pintar? Necesitaba distraerme, espantar la soledad, divertirme. He pintado siempre”
-“Pintar me relaja mucho, me gusta, me divierte y es la mejor manera que tengo para pasar el tiempo”
-“En el primer asalto Furuyama me rompió una costilla. Tóqueme. Aún la llevo desencajada”
-“He sido muy golfo. He fumado y fumo mucho, lo he bebido casi todo, y ahora lo estoy pagando”
ENTREVISTA
A Pedro Fernández (Zaragoza, 1952) no le sobra nada. Ni siquiera memoria. Para disculparse de la cabeza borradora del tiempo, dice: “Es que tengo azúcar en la sangre y se me van las cosas, los nombres y las fechas”. Quizá le sobre un cierto aire de desamparo y de perplejidad: los avatares de la vida le han dejado un tanto noqueado y con una mirada intensa, de asombro constante y de un candor que se alza desde sus ojos de agua. Conversamos en el restaurante El Mangrullo, donde su dueño Rogelio lo recibe, lo protege, “y me da de comer cuando no tengo nada, me ofrece sus mejores carnes. Es una persona maravillosa”. Perico siempre va de aquí para allá con sus cosas: los cada vez más desdibujados recuerdos del doble campeón del mundo de los pesos superligeros, algunas sombras del ayer –no siempre recuerda los nombres de sus mujeres, de las madres de sus cinco hijos-, su cajetilla de cigarrillos y sus cuadros: cuadros taurinos que suele hacer con pintura acrílica con un leve dibujo del toro y el torero y el estallido del rojo de la capa o del capote. Si algunas veces pudo parecer furioso, ahora Pedro Fernández -el Perico Fernández que venció a Kid Tano, a Tony Ortiz, a Lion Furuyama y a Joao Henrique, entre otros muchos, en las más de cien peleas que realizó- es un hombre apacible y tierno, con sentido del humor y una leve sonrisa de niño. Dicen de él –lo han dicho Mariano Gistaín y José Antonio Ciria en ‘La vida en un puño’; lo decía Alberto Maestro en ‘En esta esquina… Perico Fernández’- que siempre ha tenido alma de chiquillo, pícaro, indomable y sentimental: a veces había que buscarlo jugando con los niños, oyendo sus historias, contándoles sus noches de gloria. Para los escritores Octavio Gómez Milián y Juan Luis Saldaña en su plaquette ‘Perico Fernández que estás en los cielos’ (Libros del (a) Imperdible’ (2011), también es un icono pop, un rebelde, un ídolo que grabó un disco. Dice con humor: “Fue un single. Por una cara cantaba una canción de amor y por la otra pedía disculpas por haber cantado tan mal”.
Pedro, ¿le habría gustado conocer a sus padres?
No los conocí y tampoco quise saber nada de ellos. Nunca tuve curiosidad. Esa es para mí una historia dolorosa. Yo fui un niño de hospicio…
¿Qué prefiere decir: hospicio u Hogar Pignatelli?
Yo siempre hablo de hospicio. En un hospicio crecí: en Calatayud y en Zaragoza. Es muy duro ver cómo todos tus compañeros reciben visitas de familias que les traen lo que a ti te gusta, chocolate, pasteles, galletas, un cuento, y a ti no viene a verte nadie. Mis compañeros a veces me daban.
¿Tenía buenos amigos allí dentro?
Supongo que sí. Años después me he reencontrado con gente como el sastre José Calvo, un gran profesional. La vida allí no fue fácil: estudiaba poco y lo que más hacíamos era jugar al fútbol, que me gustaba mucho. Recibí bastantes palos. Poco después me dio por meterme en el boxeo.
¿Cómo le dio por ahí?
Les pegaba a todos, si hacía falta. Tenía cualidades.
¿Era el matón del lugar?
No, hombre, no. Era el más fuerte, el más flamenco. Sabía pelear y no tenía miedo. Si se metían con algún amigo, allí estaba yo para defenderlo. Y de eso allí se dieron cuenta. Un día, uno de los trabajadores de la ebanistería del hospicio, Manuel Lozano, me sugirió que a lo mejor era mi camino.
¿Y qué hizo?
De vez en cuando salíamos del centro. Y me fui a la calle Cánovas, al local de la Federación Aragonesa de Boxeo. Me gustó aquel ambiente. Era un refugio a los golpes que recibía con un palo de escoba. Recuerdo que me hice amateur y que cobré por algunos combates 200 pesetas. Le hablo de finales de los 60. Y eso me hacía mucha ilusión.
Allí tuvo su primer preparador: Juanito de la Parte, ¿no?
Ya no recuerdo todos los nombres.
¿Cómo entró en contacto con Martín Miranda?
Él venía a ver a los chavales jóvenes y era un enamorado del boxeo. Tenía un gimnasio con sus hermanos. Y un día me dijo si quería ir con él. Me daba consejos, intentaba enseñarme, aunque yo no siempre le hacía caso. ¿Qué podía enseñarme a mí, si yo ya sabía boxear?
Bueno, él había sido boxeador y era un estudioso del pugilismo.
Él era promotor de boxeo y no siempre jugó limpio conmigo, pero ya se murió hace algunos años y no quiero hablar mal de él. Me metió en casa con sus hijos, a los que quiero. Quería que entrenase y yo a veces no entrenaba, no me gustaba nada correr, y hacía cosas que no debía. Yo era así, terco, no quería que nadie me dijera lo que tenía que hacer. Yo estaba golpeando el saco o dándole al ‘puching ball’ y él me corregía. “Así no, Pedro, así…” Me volvía y le respondía de malas maneras: “¡Me vas tú enseñar a mí o qué!”.
Con todo, Martín Miranda fue decisivo en su carrera. En apenas año y medio pasó de ser campeón de España a campeón del mundo.
Visto desde aquí, resulta fácil, pero fue durísimo. Ni yo mismo me lo creía. Pero también sufrí lo mío: tuve peleas muy fuertes, rivales duros…
Por ejemplo, aquel cordobés batallador e incansable, Tony Ortiz, al que ganó el campeonato de Europa en abril de 1974.
Sí, claro. Él había dicho que me iba a ganar de calle. Luego no fue así, pero le digo una cosa: no recuerdo casi nada de aquel combate. En realidad, el combate más terrible que hice fue contra el brasileño Joao Henrique, en Barcelona, en la defensa del título del mundo. Era un boxeador muy bueno, un estilista. Sus golpes me hacían mucho daño. Estaba un poco desesperado, y salí a por él: quería cazarlo, lo hice en el noveno salto y lo mandé a la lona. Yo tenía una mano derecha mortal, un terrible golpe de crochet. Me felicitó en brasileño y me dijo que tenía mucho porvenir y una gran pegada.
Nos hemos dejado atrás el combate más importante de su vida: el 21 de septiembre de 1974, apenas dos meses después de proclamarse campeón de Europa ante Ortiz, peleó con Lion Furuyama en Roma.
Era un japonés durísimo. Aquello fue un milagro. En el primer asalto me rompió una costilla. Tóqueme, tóqueme aquí, por favor. Aún la llevo desencajada tantos años después. Yo me habría retirado: sentía un dolor insoportable, y se lo dije a Martín Miranda y a José Couto. Iba a abandonar. No podía ni quería boxear. Me dijeron que de ninguna manera debería hacerlo. Resistí. Resistí. Y aún no sé cómo lo hice, le metí una buena mano en el séptimo asalto y gané a los puntos.
¿Cómo vivía aquel ambiente, cómo vivió aquella noche?
Qué le puedo decir. Imagínese: había pasado del hospicio, castigado por las monjas, ya sabe que también me echaron luego por una pelea, a campeón del mundo. Había pasado del taller de pintura y de ebanistería a lo más alto. Y además había cobrado un millón de pesetas. Todos eran amigos y admiradores de Perico, hasta Franco.
¿Fue esa su mejor bolsa?
No, no. La mejor fue la de la segunda defensa del título en Bangkok, ante Saensak Muangsurin. Me pagaron cinco millones.
Esa pelea marcó un antes y un después en su trayectoria. Fue en abril de 1975. ¿Qué pasó?
No lo tengo nada claro. Míreme, mire cómo muevo los brazos todavía. Bueno, pues entonces, nada de nada. No podía moverme. Yo creo que me habían dado algo en la comida o en la bebida, porque ni podía moverme. Fue ‘la puta calor’ y algo más. Esa pelea para mí sigue siendo un misterio. El único que conoce el secreto es Martín Miranda. Y se lo llevó con él para siempre.
¿Recuerda cuándo empezó a pintar?
Yo había sido en el hospicio pintor de brocha gorda. Y en las concentraciones –en Torrelodones, en las instalaciones con lago de Jesús Gil y Gil, en Barcelona, en los hoteles…- me ponía a pintar. Necesitaba distraerme, espantar la soledad, divertirme. He pintado siempre: al principio pintaba de fotos, luego hice abstracción, luego he hecho muchas pinturas de toros. Siempre me han gustado los toros y los toreros, y aún los sigo haciendo. ¿Le digo una cosa?
Por supuesto.
No tengo nada. Ni aspiro a nada. Cuando estás arriba te lo crees todo: crees que te quiere todo el mundo. Rechacé una portería a un alcalde de Zaragoza. No quiero un piso en propiedad ni en alquiler, pero me gustaría que me dejaran un sitio para ir a pintar todos los días. Solo ambiciono eso: un espacio, un taller. Ahora vivo en una fonda, pago quince euros por día y tengo que vender muchos cuadros para sobrevivir. Hay días que solo tengo para un bocadillo, pero eso no me importa. ¿Es necesario que le cuente esto? Pintar me relaja mucho, me gusta, me divierte y es la mejor manera que tengo para pasar el tiempo.
¿Cree que hoy haría las cosas de otra manera?
Me he equivocado en muchas cosas. Hacía lo que me daba la gana, no me fiaba de nadie. He sido muy golfo. He fumado y fumo mucho, lo he bebido casi todo, y ahora lo estoy pagando. He tenido varias mujeres, y dejé a la única que me quiso de veras: Rosalía Núñez Tena. Me había cansado de ella. No sé por qué, porque era un golfo, un sinvergüenza. Nadie ha querido al hombre, al ciudadano Pedro y no al campeón, como ella. Un día me paró por la calle y me dijo: “Pedro, esa chica que va por ahí es tu hija y ese es tu nieto”. Ni lo sabía. He tenido cuatro mujeres y tengo cinco hijos.
Pedro, ¿cómo sueña su futuro, está bien en Zaragoza?
Me encuentro muy solo. Y no me gusta la soledad. Me gusta y no me gusta la ciudad. A veces pienso: “¡Con lo que yo he sido: ahora todo es lamentable! ¿Qué amigos tengo ahora?”. A veces me consuelo a mí mismo y me digo: “Menos mal que he perdido memoria”.
DESPIECE
Un campeón sin miedo y demasiado terrenal
Perico Fernández parece un personaje de García Márquez o de Ignacio Aldecoa. Cuando estaba en la cima del mundo, merced a su derecha tremenda y a su boxeo de guardia norteamericana y buena esquiva, era un auténtico ídolo: igual departía con Franco en El Pardo que efectuaba un saque de honor del Real Zaragoza y se abrazaba con Pelé, o agotaba las noches bohemias con Carlos Diarte o Saturnino Arrúa, las figuras de los ‘zaraguayos’. Y conversaba con José María García, con Mando Ramos -aquel púgil que se enfrentó en tres ocasiones a Pedro Carrasco-, con Alfredo Evangelista o con Pepe Legrá. Perico peleó hasta a los 33 años (en 1984 batalló ante Gianfranco Rosi por la corona europea sin éxito), tras haber sido varias veces campeón de España, campeón de Europa de superligeros y ligeros, y campeón mundial de los superligeros.
La vida de Pedro Fernández Castillejos está llena de anécdotas y de autoafirmación. Una de sus frases preferidas era: “Soy como soy. No puedo cambiar, y hay que aceptarme”. Confiesa que ha tenido muchas relaciones, pero que “jamás me he acostado con mujeres famosas, de esas que salen en las revistas del corazón. He salido muchas noches con los futbolistas Arrúa y Diarte, y bebía con ellos, pero poco más. No he estado en la cárcel: tantas cosas malas no habré hecho. He fracasado en el amor, y no supe distinguir a quien me amaba a mí y a quien quería estar con el campeón del mundo”. Asoman otros amigos, como Benito Escriche, tan hermanado en la vida y en el pugilismo. Y la pintura siempre es su norte: regaló muchos cuadros cuando era el mejor y luego, arruinado tras cuatro separaciones, ha vendido lo que ha podido. Este jueves, en el Teatro Principal, Perico Fernández, el hombre a quien Bunbury dedicó el disco ‘Flamingos’, vuelve a estar bajo los focos: Octavio Gómez Milián y Juan Luis Saldaña presentarán su poemario ‘Perico Fernández que estás en los cielos’. Ahora, el campeón tampoco tiene miedo y también está sobre la tierra.
1 comentario
Cheíño -
Parabéns polo artigo.