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Antón Castro

NATALIO BAYO INTERPRETA A GOYA

[Natalio Bayo, con quien he colaborado al menos en dos libros de bibliofilia, ’Bestiario aragonés’ y ’Caballos en la noche’, rinde homenaje a la pintura y a los grabados de Francisco de Goya en el Museo Pablo Serrano. Escriben varias personas en el catálogo. Allí también va este texto mío: esta suerte de breve diccionario temática de temas, obsesiones, trazos... etc.]

 

Natalio Bayo dijo en una ocasión, hace casi medio siglo: “Pinto porque me gusta”. La frase es sencilla: pura determinación, coraje, llamada de la sangre. Vocación. Y a ello –a pintar, a dibujar, a grabar- se ha dedicado casi toda su vida. Quizá por ello, Rafael Ordóñez Fernández tituló un libro sobre él, Natalio Bayo. La pintura interminable (Mira, 2008). Siempre se ha sentido hijo del campo, y en especial de su padre Plácido Bayo, tratante de caballos y quizá cuentista de una vida rural llena de fascinación, que se afirmaba en la tierra, en el paisaje y en el diálogo casi inadvertido pero latente con los antepasados. Natalio, además, se ha sentido heredero, ahijado lejano y discípulo indesmayable de Francisco de Goya. De ahí esta exposición monográfico. Esta cita y este homenaje. Son distintos, sin duda; su pintura ofrece dramas diferentes, pero hay entre ellos algunas conexiones, que encerramos en un puñado de vocablos un poco aleatorios.

ANDARIEGOS. Son los hombres que caminan. Esos campesinos que van del corazón y de las cosas del campo a sus asuntos. Son esos gigantes sonámbulos. Colosos que no lo parecen porque siempre exhiben candor y melancolía, una perplejidad dulce de existir. Son esos seres que parecen habitar otros mundos y que conocen a la perfección la tierra o los montes que pisan. Podrían hablar de los secretos del cereal, del paso airoso de las caballerías, de los sistemas de riego, de los sueños sin salida. Podrían contar que a veces, alguna tarde, un muchacho sale al plantío con sus cuadernos de dibujo o sus acuarelas y atrapa todo aquello que se mueve: un labrador, un vencejo, el aleteo de una rama, el suspiro de la brisa en el océano del panizo. Son como los aparecidos: paisanos sin ínfulas, sosegados, que aprenden el enigma de la luz en las nubes que pasan, en el tornasol del crepúsculo que se extiende sobre el mundo. Los andariegos, sin cultivar la exactitud del aforismo, son los filósofos de la aldea. Saben, intuyen y descifran el balido del universo. Natalio Bayo los observa: caminan como si hubiesen perdido el horizonte o la patria del alma. Y a veces, en el espejismo de la faena, los encuentran y a la par se encuentran a sí mismos.

ARAGÓN. Es algo más que una palabra: es un reino, un pueblo en la historia, todo un universo en Europa desde el siglo XII, incluso antes de que Europa adquiriese su calado simbólico de viejo continente de naciones y aventuras convulsas en el tiempo. Natalio Bayo es uno de los pintores aragoneses por antonomasia: se ha preocupado de ofrecer los mitos, los personajes, las atmósferas e incluso las leyendas más menos fundacionales de este territorio de polvo, niebla, viento y sol. Es el pintor de San Jorge, la doncella y el dragón; es el artista de las banderas como emblemas de convivencia y de tribu, de los palacios renacentistas, es el hombre que se estremeció con Pedro Saputo, el pícaro aragonés ilustrado, con el paisaje (los Monegros, el Moncayo, Albarracín), con la gente sencilla del tajo que cosecha afanosamente el labrantío de las estaciones. Si Goya encarna el tesón, la visceralidad, la genialidad y hasta cierta locura –impulsada hasta la devastación por la enfermedad y el tormento-, Bayo no le va a la zaga: ha querido aprender siempre y ha pugnado hasta la sangre y el espanto con el monstruo que nos habita. Con el monstruo que nos habita, o que habita en la naturaleza y sus páramos, y con el monstruo iracundo del poder y la sinrazón. En Goya, el  monstruo eran la guerra, el exilio, el miedo inabordable, los cuadernos del dolor y la ira de los Caprichos y los Disparates; en Natalio Bayo, es esencialmente el franquismo con sus perros del odio, a los que él ha denunciado una y otra vez tanto por la vía directa como por la alegórica con sus paisanos y sus mineros, con sus palomas aherrojadas, con sus cajas, con esos hombres decrépitos que resisten en medio de las ruinas.

BESTIARIO. Los animales no dan tregua. Estimulan, perturban, hacen compañía. Protegen. En la obra de Natalio Bayo, como en la vida, hay animales muy diferentes. Le gustan los galgos, claro, los tigres, los dragones, el armiño, el unicornio, las palomas, los pajarillos, los gallos. Por ahí andan entre las vibraciones del paisaje y las emociones del ser humano. Ilustró un Bestiario aragonés; los animales son sus aliados o la huella de una presencia inquietante y desvelada. Goya vio criaturas ominosas y se enfrentó al silencio terrible de quien no puede dormir.

CABALLOS. Quizá no sea exacto decir que Goya fue un pintor de caballos. No lo fue como Gericault o Picasso, sin duda, pero quizá sí lo fue en su Tauromaquia. Natalio Bayo compuso una Bayomaquia, pero hay algo que aún es más determinante: él sí es un pintor de caballos. Ya se ha dicho que su padre fue tratante de caballerías y que le ha rendido homenaje de diversas maneras; huérfano de madre, los caballos han estado siempre en su imaginación y en el vertiginoso vaivén de su mano. Bayo los ha entendido muy bien y pinta équidos desde que empezó en este oficio. El caballo encarna la elegancia, la nobleza, la versatilidad, la valentía, la lealtad, la pura energía. Bayo lo siente como algo sustancial de su memoria y de su corazón: lo ha situado, incluso, en las aguas del Ebro o lo ha visto, en forma de centauro, en tierras del Moncayo. Y lo ha visto, como corcel negro o como alazán, entre sus criaturas que van y vienen por los pasadizos de los siglos con el embozo en los ojos.

CABEZAS. Natalio Bayo le ha dado una impronta a sus cabezas. En su interior o sobre ellas puede suceder de todo. Puede anidar un monstruo, una iguana, un sombrero susceptible de ocultar un embrujo siniestro; puede ondular una bandera o crecer un jardín, un vergel, un huerto o una sencilla flor. Las cabezas de Natalio Bayo son excepcionales: a veces parecen el sedimento o los fósiles de un monstruario. Con la pintura, sus figuras se animan y salen de exploración desde el fondo del cuadro. Goya pintó cabezas, cabezotas y cabezones, empezando por sus autorretratos. Natalio Bayo no ha dejado de ensayar aproximaciones a sí mismo: en 1984, por poner un ejemplo, firmó un Autorretrato con San Jorge, la doncella y el dragón.

FUMAR. No recordamos ahora si Goya fumaba, pero Natalio no ha dejado de hacerlo. Es su manera de someter al tiempo íntimo de un cuadro: cada vez que aspira mitiga el arrebato, enfría la emoción, suaviza el incendio de los colores. Y aprende a observar desde la lentitud con un placer inefable. Natalio fuma Ducados. Puede parecer frivolidad, pero el virtuoso, el manierista, el pintor narrativo halla su acomodo y su inspiración en el centro del laberinto. Y piensa mejor. O sencillamente atrapa el sfumato que huye.

GRABADOS. Cada vez que se hacen listas, que es un hábito de antaño y no solo derivado de las nuevas tecnologías, siempre se dice que los mejores grabadores de todos los tiempos son Durero, Rembrandt, Goya y Picasso. Natalio Bayo aprendió de todos ellos y ha firmado aguafuerte, serigrafía, punta seca, punta de plata. Ha confeccionado muchos libros de artista de casi todo: de las canciones de amor de Labordeta (que quizá sea el sentimiento más auténtico del hombre que nunca dejó de ser emoción, ternura seca, canto para todos), del Aragón monumental y artístico, de las novelas Bomarzo y Carmen, de Romeo y Julieta, de gladiadores, hasta firmó una serie de seis aguafuertes: Según los Caprichos. Sobran los comentarios. Goya figura entre las obsesiones de Bayo, y no duda en rendirle homenaje. Goya ha sido una fuente y un estímulo: su mundo es complejo y rico, ebrio de paradojas y de dolor. Posee la sabiduría de alguien llamado a ser sociólogo y cronista de su tiempo y, ante todo, un artista del compromiso. Natalio se ha fijado en el maestro y, con pasión, con esfuerzo, con la búsqueda indesmayable, ha alcanzado el vértigo. O la cima de una montaña de expresividad, mirada y relato.

ITALIA. Si Goya refinó su talento, incipiente o en estado bruto, en Italia, ahí está su vigoroso Aníbal vencedor contempla por primera vez Italia desde los Andes, qué vamos a decir de Bayo. Le encanta contarlo. Con su deseo de saber y algunas becas decidió partir a Italia: a Florencia, Venecia, Roma. Allí lo descubrió casi todo: la potencia inmediata de los grandes cuatros, la untuosidad, la composición, una técnica increíble. Se hubiera arrojado en el interior de los cuadros de Botticelli, Leonardo Da Vinci, Miguel Ángel, Mantegna, Rafael de Urbino. Le estremeció hasta lo indecible la pintura en directo y sus ángeles negros, las dentelladas en el lienzo, la suavidad de los valles, la verdad etérea de la inspiración. Salió tan herido o tan poseído que, en cierto modo, nunca dejó Italia. Venecia, como se sabe, agita sus aguas y sus palacios y sus banderolas marinas en muchos de sus cuadros. Italia y sus próceres, Italia y sus frisos, los pintores italianos, renacentistas o sombríos como Caravaggio, exóticos y místicos como Fra Angelico o Giorgione, la Italia aragonesa, inmortal en el recuerdo… Nunca, nunca, nunca los ha perdido de vista: los abraza igual que el farero abraza un precipicio que se estrella con el mar.

MUJERES. Goya es un exquisito pintor de niños y de mujeres. De las mujeres que amaba, que adoraba, por las que sentía una atracción que iba más allá del amor o del deseo. Salvo excepciones, nunca le gustaron algunas reinas, logró retratos de una luminosidad esencial, que viene de adentro y del confín oculto de los sueños: las majas, vestidas y desnudas, la marquesa de Santa Cruz, la condesa de Chinchón, la Duquesa de Alba, Leocadia Weiss, Rosario, esa mujer que duerme en Dublín y agita como un volcán, bajo velos de luz y eternidad, el busto… Natalio Bayo ha pintado todo tipo de mujeres. Las ha pintado y las pinta: en el papel, en el lienzo, en sus cuadernos, en sus grabadores, en los borradores de la imaginación. Mujeres de agua y fuego, mujeres felinas o entronizadas, de jota y cierzo, mujeres con caballo, sedosas, mujeres con pájaros, que esperan el alba, que se adentran en el rumor de la noche, mujeres que ensayan su desnudo más hermoso entre las rosas o las formas hospitalarias de la fronda. Mujeres que son piel de lascivia y que sestean, con la nalga descubierta, bajo el sol del verano, mientras un perro Dálmata atrapa ese espectáculo de la pura belleza.

RETRATOS. Goya hizo retratos siempre. En todos sus cuadros. En el fondo, más allá de pinturas de guerra o de sus instantáneas del horror y de la convulsa vida diaria, no dejó de hacer retratos. Es uno de los más grandes: expresivo, psicológico, captó lo invisible y su catálogo de espantos. Arisco y tierno. Natalio Bayo es un pintor narrativo y un pintor pintor, que disfruta con la materia y la ingeniería secreta de la conciencia. La suya y la del retratado. No ha dejado de buscar el retrato más perfecto. Quizá no exista. El retrato también es un estado de ánimo, un afán, un temblor, la quimera de alcanzar un instante decisivo en los ojos, en la piel, en el gesto levantisco. En el retrato, Natalio Bayo es plenamente feliz o totalmente desdichado. El arte, en Goya o en Bayo, nace del estupor, del vacío, de las contradicciones, de los amores dolientes, reales o soñados. El arte es una forma radical de inconformismo y de querer atravesar al otro con el grito de la luz, del color, de la forma y de la materia. Goya y Bayo, Bayo y Goya dialogan en la inquietante hermandad de la creación. Y lo menos asombroso es que se reconozcan.

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