Mercè Rodoreda
La muerte y la primavera
Traducción de Eduardo Jordá
Barcelona, Club Editor, 2017, 350 pp.
Un adolescente se adentra en el bosque, después de darse un baño en el río, y ve cómo su padre abre el tronco de un árbol y se mete dentro para morir. Sin embargo, no le dejan morir tranquilo. No se le permite saltar la tradición hecha ya norma: a los moribundos hay que rellenarlos de cemento antes de que fallezcan para que no se les vaya el alma. El chico ve por error dos tragedias: el suicidio de su padre y la brutalidad de su muerte. Es La muerte y la primavera, la novela que Mercè Rodoreda escribió en la década de los sesenta, corrigió durante años, pero que abandonó y fue publicada póstumamente en 1986.
Desde su solitario exilio en Ginebra, Rodoreda se convirtió en la escritora más leída en catalán. Dejó Barcelona en 1939 y allí se quedaron su marido y tío carnal, con el que se había casado presionada por su familia, y su hijo. En París conoció al crítico Armand Obiols, que sería su pareja y su lector y crítico fiel. Juntos huyeron de la ocupación nazi. Obiols fue capturado y recluido en un campo de concentración –donde trabajó como administrador– y Rodoreda logró llegar a Limoges. Tras los años de miseria y sufrimiento, Obiols consiguió trabajo como traductor en la unesco y se mudaron a Ginebra. Allí, cuenta Eduardo Jordá en el posfacio de la novela, se acabaron las penurias económicas, pero el aislamiento del mundo aumentó: en Ginebra no conocían a nadie. Cuenta Jordá que Rodoreda le dijo al editor Josep Maria Castellet: “No te extrañes de que para mí Cataluña haya quedado reducida a esta habitación.” Después, Obiols se trasladó a Viena, aunque la escritora no le acompañó. Su relación se convirtió en epistolar: ella le mandaba todo lo que escribía. Cuando Rodoreda se fue de España ya había publicado cuatro novelas en catalán y era una firma frecuente de la prensa. Como ha recordado Andreu Jaume, Rodoreda fue la primera escritora española que habló de los campos nazis, en el cuento “Noche y niebla”. En 1962 publicó La plaza del diamante, que se convirtió en un éxito total. En 1961 le escribió a Joan Sales: “La muerte y la primavera es muy bueno. Terriblemente poético y terriblemente negro. Es mi estilo actual: primera persona y procurando decir las cosas de la manera más pura e inesperada [...] Será una novela de amor y de soledad infinita.” Rodoreda siguió trabajando en este libro y en otros: en 1974 publicó Espejo roto. La muerte y la primavera quedó sin corregir, que no sin terminar. Núria Folch, viuda de Sales, hizo un gran trabajo editorial para ofrecer la versión definitiva de la obra, que presentó con tres apéndices (variantes, un añadido final y capítulos alternativos, sobre todo en estilo). Una de las obsesiones de la escritora era la espontaneidad. En una carta a Sales dice: “La muerte es una novela en la que he trabajado un año y medio y que será muy buena pero de momento está atascada por una multitud de razones. Entre otras porque no acaba de estar lo suficientemente viva ni ser lo bastante espontánea, porque le falta la ‘soberana espontaneidad’.” La traducción de Jordá es impecable y, como el propio estilo de Rodoreda, que suena pegado a la conversación y absolutamente vivo, esconde un trabajo ingente en el que la tarea más difícil es hacer que no se note el esfuerzo que lleva. Los dos lo logran.
Rodoreda tenía razón: su novela es terrible y poética y oscura. Y triste. Es en parte una distopía. Todo sucede en una geografía concreta –tiene, además, un papel determinante en la novela– que no podemos identificar, en un tiempo indeterminado. Es una sociedad tribal donde la ley nace de leyendas y mitos y se ejerce de una sola manera: el linchamiento. Podría ser la cara oscura y seria de Amanece que no es poco. Como en la película de Cuerda, las funciones del pueblo –que son las que dan nombre e identidad a los personajes: el herrero, el preso, el señor– tienen que estar cubiertas, no importa cómo se decida quién hace qué. Siempre tiene que haber además alguien que cruce el río, aunque eso suponga su muerte casi segura. En ese entorno cerrado y hostil abandona la adolescencia el protagonista y narrador, esa voz hipnótica construida con repeticiones, una puntuación peculiar y una sintaxis de ritmo variado pero que siempre marca el compás. Explica Jordá: “Rodoreda usa un registro del idioma que en un primer momento suena perfectamente natural y vivo, pero enseguida desconcierta al lector. Es como si utilizase una variante de la lengua que solo se hubiera usado en una comarca aislada del resto del país y del mundo–, pero lo curioso del caso es que el vocabulario que emplea es el mismo que se usa en cualquier conversación normal de una ciudad cualquiera –sin apenas vocablos arcaicos o rebuscados–, solo que las palabras parecen tener un sentido distinto del que le damos los hablantes.”
La trama no es compleja y puede resumirse en una frase: el chico no se conforma. Tiene curiosidad. Desea ver cómo duerme su madrastra, también ver qué hay al otro lado del río, desea ver la casa del señor, desea hablar con el preso, saber por qué está preso. Desea, en fin, otra vida. Pero en esa sociedad, en cualquier sociedad autoritaria, el más mínimo atisbo de deseo de libertad individual tiene que ser castigado y reprimido: “En el bolsillo llevaba el punzón con que mi madre me había agujereado las orejas cuando era pequeño. Todo lo que quieras lo tendrás, pero con dolor, hasta que un día te acostumbrarás a no querer nada”, dice el narrador. Nadie puede saltarse las normas, ni siquiera la autoridad, como se verá en la novela. Por eso, el chico tendrá que conformarse con construir figuras de barro una y otra vez –las construye y las rompe–. Son lo más parecido que tiene al amor: “Volví a hacer figurillas: al día siguiente. Quería tener muchas. Todo un pueblo de figurillas, todas la misma, con dos brazos… para poder hablarles con una voz que no era mi voz de lo baja y llena de suspiros que me salía. La ternura me hacía de agua y dentro del agua estaba todo lo que huía y no sé por qué y no sé qué eran aquellos amaneceres porque no hay palabras. No. No hay palabras… se tendrían que hacer”. En la novela hay muerte y destrucción, hay un incendio que casi acaba con todo. También hay deseo, sexo en elipsis y normas rígidas: por ejemplo, las embarazadas llevan los ojos vendados para que los hijos que llevan en su vientre no se parezcan a los hombres a los que miran. En el pueblo solo se come grasa de caballo, a veces también sangre. Los peces del río se pescan para chafarles la cabeza y devolverlos al río, se cultivan alfalfa y algarrobo pero no se comen. Hay otras tradiciones extrañas e incomprensibles, además de la peculiar manera de enterrar a los muertos para conservar el alma o la alimentación: hay unos seres a los que nadie ha visto pero a los que todos temen, los hombres sin rostros, los caramenos. No hay escuelas, iglesias ni lugares de reunión social en el pueblo. Y, sin embargo, no son completamente extraños, más bien, como explica Jordá, “gente muy parecida a nosotros aunque haya optado por una extraña forma de conducta”. En ese sentido, la lectura de la novela produce una extraña sensación, como la que provoca la lectura del famoso cuento de Shirley Jackson “La lotería”.
La novela de Rodoreda nos instala en una sociedad cruel y asfixiante. Se ha querido ver en La muerte y la primavera una metáfora del franquismo. Pero, como sostiene Jordá en el posfacio, “eso sería reducir la novela a una simple alegoría política que no dejaría ver la compleja alegoría social –y hasta metafísica– que también esconde en ella”. La muerte y la primavera es una defensa de la libertad individual ejecutada con maestría y envuelta en una trama sencilla con belleza formal y exuberancia estilística. Ese adolescente que crece somos nosotros, los curiosos, los que queremos saber cuántas vidas son posibles. Esos cuyo deseo es lo más peligroso para las sociedades represoras. ~
*Tomo la foto de Mercè Rodoreda de aquí.
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