PILAR FRAILE: 'LAS VENTAJAS DE LA VIDA EN EL CAMPO'
LAS VENTAJAS DE LA VIDA EN EL CAMPO
Pilar Fraile Amador
SINOPSIS
En una fría mañana de invierno Alicia conduce hacia el pueblo al que se ha mudado con su marido y su hija cuando choca con algo salido de la nada. Aterrorizada, se baja del coche, creyendo haber atropellado a una persona, para descubrir que es un perro. Su momentáneo alivio desaparece cuando se da cuenta de que el perro es el de su vecino, un viejo con el que llevan meses teniendo una relación cada vez más tensa.
A partir de este momento el enfrentamiento con el viejo se recrudecerá y se irá desvaneciendo la posibilidad de construir la vida que Alicia y su marido habían soñado cuando decidieron abandonar la ciudad. Asistiremos entonces al descenso a los infiernos de la pareja, que verá cómo se desmoronan tanto sus expectativas sociales, como la imagen que cada uno se había construido del otro y de sí mismo.
Las ventajas de la vida en el campo funciona desde lo más epidérmico: el suspense, la pregunta abierta al lector, que hace que quiera seguir leyendo, a lo más profundo: la crítica social, el ruido de fondo, el desencuentro entre el lenguaje que cuenta lo que nos pasa y lo que realmente pasa.
La obra logra este doble juego con un estilo que sugiere más que muestra. Un estilo que la autora ha madurado en su obra poética y sus relatos y con el que consigue crear una atmósfera de inminente colapso que no decae a lo largo del libro. No estamos, no obstante, frente a una novela de suspense típico sino que se hace uso del esquema clásico del thriller para acabar dándole la vuelta por completo.
Las ventajas de la vida en el campo es, en su lectura más profunda, una cruda radiografía de los miedos propios de la condición contemporánea: el miedo a quedarse fuera, a no pertenecer, a perder la propia identidad, y las terribles consecuencias de los mismos para nuestra vida
AVANCE EDITORIAL
LAS VENTAJAS DE LA VIDA EN EL CAMPO
Pilar Fraile
Título original: Las ventajas de la vida en el campo
© Pilar Fraile, 2018
El golpe fue seco, como un disparo.
Se aferró al volante, los ojos fijos en el asfalto. Frente a ella se extendía la carretera que unía el pueblo con la estación de servicio, un tramo de la antigua nacional.
Miró hacia delante intentando moverse, pero no pudo. El paisaje apareció en toda su crudeza a través de la luna del coche: había escarcha sobre la planicie que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, su manto blanco solo se veía interrumpido por la mancha de algunos arbustos y a lo lejos, casi a la altura del pueblo, una encina solitaria. Hacía tanto frío como uno podía esperar de mediados de diciembre.
Intentó mover la cabeza de nuevo, aterrorizada, atisbando el abismo que se extendería ante ella si no era capaz de hacerlo. Esta vez el cuello respondió. No le dolía. Parecía estar intacto. Aún sin mucha confianza estiró un poco las piernas, movió los dedos de los pies dentro de las botas. No estaba herida. Se miró en el espejo retrovisor y repitió su nombre mentalmente, como para infundirse ánimo. «Alicia, tienes que salir —se dijo—, tienes que ver qué ha sucedido».
Por la magnitud del impacto sabía que había chocado con algo enorme, pero con qué. La nacional estaba muy poco transitada, apenas algunos del pueblo circulaban por allí, más por nostalgia que por otra cosa.
Quizá había sido por la escarcha, había oído que podía producir ese efecto. En los días de intenso frío se daban en el campo fenómenos extraños, espejismos, como en el desierto. En el pueblo contaban la historia de una anciana que había salido a buscar leña en un día de invierno. Al parecer, mientras caminaba sobre el suelo helado creyó ver a lo lejos a su difunto marido, corrió hacia él y acabó en una poza congelada. La encontraron horas más tarde y la sacaron, pero el hielo había hecho mella en el cuerpo y murió a los pocos días jurando que su esposo estaba allí, que había tocado su mano.
Tendido delante de las ruedas delanteras del coche había un cuerpo inmenso y peludo. Al principio, por los nervios y el aturdimiento, le costó reconocer la forma, pero enseguida comprendió: era un perro. Soltó un suspiro de alivio, no era un ser humano.
La cabeza del animal estaba ladeada de una forma extraña, seguramente, porque tenía el cuello fracturado. Los ojos, abiertos, eran oscuros, sin expresión alguna, como si fueran dos canicas de cristal negro. Así, extendido como estaba, paralelo al vehículo, era casi tan largo como el parachoques del coche.
Se separó de él. El alivio que acababa de sentir dejó paso a una nueva inquietud. Salió de la carretera y caminó unos metros, tratando de retomar el ritmo de su respiración entrecortada. La escarcha crujía bajo sus botas y el agua, atrapada debajo, salía a la superficie.
Mientras contemplaba cómo el hielo se quebraba y los reflejos del sol sobre los pedazos, la golpeó una certeza: era el perro del viejo. Tenía su mismo pelo negro con mechones rubios, típico de los pastores alemanes, el morro negro, la cola larga y peluda.
«Maldito animal», pensó. Si el viejo se enteraba iba a enloquecer. Tenía que hacer algo y rápido. A pesar de que era mediodía y no se oía un alma, era posible que alguien del pueblo pasara y entonces, se dijo, si la encontraban allí, sí que no habría manera de arreglarlo.
Cabía la posibilidad de sortearlo y huir. Pero dejarlo ahí, en medio de la carretera, podía provocar otro accidente.
Se aseguró de que nadie se aproximara, volvió donde estaba el perro e intentó arrastrarlo fuera de la calzada. Era muy pesado, casi tanto como ella. Iba a tardar mucho en moverlo, pero había que hacerlo. Estaba convencida de que si llamaba a la policía para que lo retiraran el viejo se iba a enterar y, además, le pondrían una multa, o incluso tendría que ir a juicio por haberlo atropellado. Las leyes eran estrictas respecto de los animales. Andrés estaba en el trabajo y aún iba a tardar una hora en llegar, así que no había nadie a quien acudir.
Por su mente pasó la escena de un juicio, se vio excusándose, explicando que el perro había salido de la nada, que ella no había tenido tiempo de reaccionar, que nadie lo habría tenido, que iba a la velocidad reglamentaria. El juicio, de todos modos, iba a
ser lo de menos, no creía que el viejo fuera a denunciarla. Si se enteraba, iba a ser peor, mucho peor que una denuncia. De eso estaba segura.
No quedaba otra opción que apartarlo. Miró en torno, comprobando que no la viera nadie, y se dedicó al empeño con todas sus fuerzas. Al segundo intento estaba empapada en sudor. Se sacó el anorak, se lo había enfundado al salir de casa y no se había molestado en quitárselo porque solo pensaba ir a la estación de servicio. Lo tiró dentro del coche. ¿Por qué se le habría metido en la cabeza ir a la gasolinera a por el pan? Podría haber ido a la tienda del pueblo y se hubiera ahorrado el disgusto.
Después de varios tirones consiguió sacar por completo el cuerpo del animal de la calzada. Delante del coche, por donde lo había arrastrado, se veía una mancha oscura y reluciente, con irisaciones verdes y azules.
Ahora que casi había conseguido lo que quería, sus músculos se relajaron un tanto y el olor del animal muerto la golpeó: era un olor acre, no solo por la sangre, sino porque el abdomen se le había reventado y algunas de las vísceras habían quedado a la intemperie. Formaban una amalgama de color amarillento y rojizo.
Aguantando las arcadas hizo un último esfuerzo y empujó al animal hacia la cuneta. El cuerpo se quedó un segundo en el borde, pero acabó cayendo al hueco y sonó como un chasquido, seguramente, de algún hueso que se había quebrado.
Alicia intentó recomponerse para salir de allí lo antes posible.
Antes de arrancar volvió a mirar en derredor. Parecía que había tenido suerte. Nadie la había visto.
Aceleró con el cuerpo aún temblando, la boca pastosa, como si se le hubiera llenado de la sangre del animal, y una sensación de desasosiego. «La sensación que debían sentir los criminales», pensó.
*Retrato de la escritora Pilar Fraile Amador.
1 comentario
Micheal Benson -
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