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Antón Castro

SOLEDAD PUÉRTOLAS: UN DIÁLOGO

SOLEDAD PUÉRTOLAS: UN DIÁLOGO

“Un escritor nunca está sosegado”

“En literatura nadie, nunca, te regala nada”

“Los enfermos morales, por lo general, son los otros”

“Tengo una sensación de extranjería con el mundo”

“Los relatos familiares son de misterio y a menudo escalofriantes. Y están envueltos en silencio”

“Escribir no es solo escribir: es dejar la mente un poco en el vacío”

“La memoria parece que es más detallada, más ajustada, y el recuerdo lo escoges tú, de ahí que muchos de mis libros sean como ráfagas”

 

Antón CASTRO

Es jueves en la Real Academia Española de la Lengua y todas las salas están ocupadas. Nos reservan para charlar la deslumbrante biblioteca de Antonio Rodríguez Moñino y María Rey. Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947), académica desde 2010, aparece con un tomo menudo sobre Baroja, Lúcida melancolía (Ipso, 2017), un título que también se ajusta bien a la fragilidad de esta mujer que ganó el Premio Planeta en 1989 con Queda la noche y el Premio Anagrama de ensayo con La vida oculta (1993), un libro que la define. Ella es enferma crónica, misteriosa y solitaria. Huye de la escritura torrencial, le gusta envolverse de silencio y tiene un vínculo secreto con el azar.

-Dejemos hablar al azar. Empecemos por Pío Baroja. He leído que le marcó la niñez.

-La niñez, no sé. Más bien la adolescencia. Fue un descubrimiento. Nunca lo tomé como un autor clásico, sino como una continuación de mis lecturas, no me enfrenté a él con la sensación de que era de otro tiempo.

-¿Era un autor de su época madrileña ya?

-No, no. Es de mi época en Pamplona. Lo leí en ese entorno, en aquellos felices y largos tres meses de verano que solía pasar con mi familia en Pamplona. Era alguien que vivía cerca de la casa de mi madre en Vera de Bidasoa, como un personaje de mi familia, se hablaba de él en mi casa. Creo que empecé por Zalacaín, el aventurero y El mayorazgo de Labraz. Me gustó tanto que empecé a comprarme con mis ahorros, que no sé donde salían, los libros de Biblioteca Nueva, encuadernados en rojo, y a veces mi tía Sole, mi madrina y tan decisiva en mi vida, me regaló varios. Hacia los 20 años tenía toda la colección.

-¿Qué le atrajo de él?

-Entré en él a continuación de los libros iniciales, de los cuentos, de la novela policial de Agatha Christie, etc., hacia el filo de los 16 años. Me encontré con un lenguaje que era muy cercano, entendía esa voz barojiana.

-¿Por qué se titula el libro Lúcida melancolía?

-Porque eso es un poco Baroja, no. Yo quería buscar un título que expresara lo que para mí significa Baroja, y vi una lucidez en él y una melancolía, y a la vez también hay muchas otras cosas, pero creo que predominan esos asuntos. Es una mirada melancólica de quien no está contento, del que busca otra cosa. La melancolía es algo que se añora y no sabes qué es, es una enfermedad dura. La melancolía es la añoranza de lo imposible. Pero luego lucidez es lo que te permite, a partir de esa melancolía, percibir que tampoco es para tanto, que hay otras cosas, que no conviene desesperarse. Hay humor, hay poesía, hay mucha poesía en Baroja, mucha, interés por la vida; los tipos que desfilan por sus libros son descritos con enorme vivacidad.  Baroja está más interesado en la vida de lo que él cree. O de lo que él dice creer.

-La vida, dicho sea de paso, es la materia de Soledad Puértolas. Lo repite siempre.

-A Rosa Chacel le preguntaron de qué tratan las novelas, y dijo: “Las novelas no tratan de nada”. Está muy bien la contestación, pero quiere decir que las novelas tratan de todo. ¿Una novela es una historia, es un desenlace? Es una especie de mirada a la vida. Y de eso va mi narrativa.

-¿En qué momento se dio cuenta de que quería ser novelista propiamente? De niña ya escribía historias terribles de incendios, catástrofes, de terror…

-Quizá a la vuelta de Estados Unidos, de California, ya con un hijo, Diego, poco antes de morir Franco, fue cuando vi que la narración, la narración novelística, era el terreno que me interesaba mucho. De repente, me encuentro escribiendo una novela y percibo que eso me alivia, que me abre un camino para dirigir todas las inquietudes literarias que tenía. Hasta entonces había escrito poesía, cuentos, fragmentos de no sé sabía qué.  La novela era un cauce.

-¿Cómo fue la época americana en cuanto a formación, a experiencia, a percepción del mundo? ¿Qué aprendiste en Estados Unidos?

-Fueron tres años y son difíciles de resumir. Entre 1971 y 1974. Aunque se han quedado como en un paréntesis en mi existencia, tengo la impresión de que la vida se amplificó en todos los sentidos. Aquello no era mi familia, no era mi ciudad, no era mi pequeño mundo con mis dificultades, pero era muchísimo más que todo eso. Y se impuso una alegría de vivir mucho más palpable en todos los que me rodeaban. O así lo percibí yo.

-¿Percibía más alegría de vivir en California que en España?

-Muchísima más, sí. ¿Se puede imaginar la tristeza del contexto español? Nosotros llegamos a California, aún existía el movimiento hippie y entonces veías la música, los bailes, la naturaleza. Sí, sí. El mundo era distinto, no se parecía nada al laberinto de conspiración que vivíamos aquí. Aquí era Franco y contra Franco, y punto. Eso era todo. Aquí era aquello de “cómo se hace la revolución, cómo nos oprimen”, etc. Todo era verdad, pero era tremendo. Llegué allá y te encontrabas con más cosas: poder cantar, poder andar en bicicleta, disfrutar de la naturaleza. Disfrutar de la naturaleza creo que es de las cosas que más me dio California. Yo vivía en Isla Vista en Santa Bárbara, un barrio de estudiantes… Está arriba de un acantilado, en un barrio de casas bajas, sofás en la calle, música a todas horas, aquello era alegre, implicaba querer disfrutar de la vida. Íbamos a conciertos importantes: los Grateful Dead, Pink Floyd … Había muchos conciertos en el campus, nos sentábamos en el césped, con el niño recién nacido y, claro, era como desembarcar en un mundo inusitado…

-¿Qué leyó en esa época?

-Literatura española, ja, ja, ja. Como me metí en el Departamento de español, por fortuna, eso me permitió subsistir. Me dieron un trabajo y una beca para estudiar. Estuve con José Luis Aranguren y con Arturo Serrano Plaja. Fue cuando leí yo toda la literatura clásica española, de la que solo había leído fragmentos. Ahí me metí en El Quijote, en Don Juan, en San Juan de la Cruz, en Quevedo, en todos los clásicos.

-No deja de ser paradójico que se fuese al extranjero a descubrir la literatura española.

-¡A quién se le ocurre! Pero me vino bien, gracias al entusiasmo que te contagiaban aquellos profesores. Tuve una relación muy especial con los dos. Ellos estaban deseosos de tener alumnos interesados en la literatura española, alumnos que no fueron solo los americanos y, además, yo ya tenía la pulsión literaria. Fue estupendo. Ambos se tenían mucha simpatía pero no participaban del mismo mundo. Serrano Plaja era muy estricto, vivía en la propia ciudad de Santa Bárbara, mientras que Aranguren vivía en el barrio de estudiantes y era mucho más poroso con los estudiantes. Eran dos mundos en los que me sentí muy aceptada y muy estimulada. Tuve mucha suerte.

-¿Cómo fue el regreso a España?

-Fue poco antes de la muerte de Franco, y ya atisbé la España que iba hacia la Transición y no me dediqué, durante un año, más que añorar California, a maldecir el momento en que decidí volver. No se puede imaginar qué decepción volver a este país tan triste, en el que todo costaba tanto. Mi marido Leopoldo Pita pensaba lo mismo. Estábamos perplejos los dos. Fue horrible, pero fue una decisión que tomamos.

-¿Tuvo mucha participación en la Transición? La llamó el ministro Javier Solana.

-Eso fue mucho más adelante. Yo me sentía lejos de todo lo que estaba pasando en España, tenía esa nostalgia californiana que me duró mucho tiempo.  Lo que usted dice fue en 1982 y ya tenía otro hijo. Yo andaba en busca de trabajo, siempre haciendo remiendos, artículos, entrevistas, reseñas, comentarios, asomaba la cabeza por donde podía, para ayudar a subsistir. Y entonces ganaron los socialistas, y me dijeron que llamara yo al ministerio, que estaba Javier Solana preguntando por mí, y entonces efectivamente me dieron una cita. Me recibió y me dijo que iba a ser la encargada de hacerle los discursos, con otras personas. Me dejó atónita…

-¿Se conocían mucho?

-No, qué va. Nos conocíamos un poco por la familia. Tenía mucha amistad con un hermano suyo. Estuve con él creo que unos tres años. No llegué a completar la legislatura. Publiqué Burdeos (Anagrama, 1986) y creo que ya me fui porque, verdaderamente, yo no tengo ninguna vocación para estar cerca del  poder. No es lo mío. Empecé ayudando a hacer los discursos y poco a poco fui abriendo un campo nuevo que era el español en el mundo, me responsabilicé de esa área… Estaba contenta y aislada de la política, pero con todo veía que me quitaba mucho tiempo, y decidí que no valía la pena y que prefería centrarme en los libros.

-En 1980, si me permite decirlo así, casi como fogonazo apareció El bandido doblemente armado, que había ganado el premio Sésamo en 1979.

-Bueno, un fogonazo para los demás, para mí no. Bueno, estaba dentro de lo que yo estaba buscando. Menos mal que ocurrió. Yo estaba ahí, escribiendo y escribiendo como una posesa. Desde que llegué de Estados Unidos no paré de escribir. Tenía que darme a conocerme a conocer. El bandido doblemente armado fue la gran sorpresa y lo que yo andaba buscando. Tenía que salir, por narices. Y salió. El premio Sésamo era muy importante entonces.

-¿Le marcó caminos, le abrió muchas puertas, no?

-Esas cosas no se saben. Las puertas se volvieron a cerrar inmediatamente. En la literatura nunca he tenido la sensación de que los caminos estén allanados, ni que haya puertas abiertas. La puerta se abre y se cierra inmediatamente.

- Yo he tenido la sensación de que ha sido muy importante lo mucho que la ha mimado, la ha querido y la ha admirado Jorge Herralde, el editor de Anagrama.

-Ya, claro, sí, pero eso más tarde de El bandido doblemente armado. Tener un editor que te motiva, te estimula, y que le gusta lo que haces es impagable. Nunca me ha metido ninguna prisa, no es ese editor que te dice: “¿Qué estás haciendo ahora?”. No, jamás. Conmigo no lo ha sido. Solo que cada vez que le ha presentado un libro le ha gustado y eso me ha permitido seguir publicando y quizá algo más segura. Es un alivio inmenso.

-¿Y no se está como más sosegado?

-No crea. Yo no estoy sosegada nunca. Un escritor nunca está sosegado. Nadie te regala nada y nunca están las puertas abiertas. Lo creo y lo he vivido así, y además me parece lógico. La literatura nadie te la pide. No escribes una novela, pues no pasa nada. Saldrá otra. ¿Sabe usted cuántos novelistas hay en España? Vivimos rodeados de escritores. En España casi todos somos escritores. ¿Entonces? Sí, me ha dado mucha alegría que cada vez que he entregado un manuscrito lo ha aceptado y lo ha publicado. Y siempre he recibido esa aceptación con sorpresa. No he perdido mi capacidad de sorprenderme por eso. Escribir y que me publiquen aún me asombra. Tengo muchas decepciones, y quién no las tiene, es cierto, pero también tengo la alegría de gustar siempre o casi siempre. A Jorge Herralde, claro. Con todo, en este oficio nunca hay que dar nada por sentado.

-Ha dicho que todas las claves, todas las obsesiones, los temas, que ha tenido a lo largo de los años ya estaban en esa primera novela.

-Sí, claro, es normal. Es un compendio de todo lo que llevaba en mi cabeza. Estuve escribiendo desde que llegué desde Estados Unidos, que no acababa de cuajar. Es una novela sintética, breve, está todo muy comprimido, y de cada capítulo ves que hay un germen de muchísimo más. De mi mundo, de mi contención, de lo que me interesa: las relaciones, las admiraciones no correspondidas, los misterios de las personas que viven a nuestro lado, y por qué se suicidan o se enamoran o esperan, o qué se llevan con ellos cuando se mueren. La contención era una reacción contra un tipo de literatura que aún estoy en contra, que es la del torrente.

-De repente la infancia, la juventud, la adolescencia, empiezan a aparecer con mucha fuerza. Sobre todo en los cuentos: Recuerdos de otra persona, Gente que vino a mi boda, La corriente del golfo.

-Ya en El bandido doblemente armado están mis historias, retazos enmascarados de mi vida. Lo que sucede es que el cuento es un espacio mucho más manejable y puedo centrar el interés en un corto espacio de tiempo y en un lugar concreto, suelo escribir de cosas más pegadas a mi realidad, menos simbólicas. El cuento, al menos para mí, es menos simbólico. Tiene ese punto más realista. La novela, al ser una construcción, una casa, una arquitectura, siempre adquiere unas características más simbólicas. Podía ser al revés… Podía ser un cuento simbólico, que los hay.

-En 1982 publicó La enfermedad moral (1982), su primer volumen de relatos. Es un título que la define muy bien.

-Sí. No es mío: me lo dio mi marido Polo Pita. A veces es él quien me da los títulos. Un día, hablando de un pintor, Andrea del Sarto, en una biografía suya, se decía que su mujer tenía una potente enfermedad moral. Le impresionó tanto que me lo contó, y yo me pregunté qué misterio era aquel. ¿Qué sería? No lo explicaba más. Y me quedó eso como algo que definía mi propia relación con el mundo. Yo tengo que decir que los enfermos morales, por lo general, son los otros. Yo soy muy moralista, en el fondo. Tengo una moral muy fuerte.

-¿Qué quiere decir, qué implica eso?

-En que juzgo. Y una persona me parece que hace bien o hace mal. Y soy severa. Juzgo mucho, internamente; otra cosa es que me obligue a ser comprensiva a partir de ahí. Pero yo juzgo, y tengo más intolerancia interna de la que luego trato de manifestar.

-Usted, que recuerde, no ha tenido polémicas con nadie, ni disputas…

-Pero por eso. Como soy intolerante, en el fondo tengo que esforzarme por no ser así. Sí, sí, soy tremenda. Y para mí el enfermo moral es el que no sabe discernir entre el bien y el mal. Yo, desgraciadamente, lo sé, lo que pasa es que luego relativizo y tengo una potencia mental, o lo que sea, para convencerme de que todo esto es producto mío, de que es algo emocional. Tengo que luchar contra eso porque no sé por qué me arrogo la capacidad de juzgar.

-Pienso en su último libro, Chicos y chicas (Anagrama, 2016), y veo que hay muchos seres que tienen enfermedades morales.

-Sí, casi todos. Claro, y por eso me interesan esos personajes. Porque no los entiendo. Los enfermos morales son los que yo no entiendo… La enfermedad moral es no saber lo que es el bien y el mal. Y eso es una cosa difícil de saber. El bien y el mal es una convención. Los personajes pues se van haciendo con sus pequeñas enfermedades morales. Los más enfermos son aquellos que no entienden nada, que son fríos como témpanos, y que o hacen ningún esfuerzo por comprender a los demás. Yo no me considero una enferma moral porque me esfuerzo mucho por entender. Primero juzgo, tengo una opinión, y luego me esfuerzo para no juzgar, tengo que limar mucho mis juicios. La vida te marca mucho, y mis circunstancias también.

-Su segunda novela fue Burdeos (Anagrama, 1988).

-Burdeos es el extranjero. Es la ciudad extranjera. La idea del extranjero está en todo lo que escribo. Yo tengo una sensación de extranjería con el mundo. Burdeos es la ciudad que no conozco y que quiero desentrañar a través de mis personajes. Eso ya aparecía en El bandido doblemente armado, con nombres californianos y con cosas de Zaragoza, que es una combinación rara. Fuimos una vez con mi padre a Burdeos. Íbamos de camping pero rara vez de hotel, y en Burdeos estuvimos en un hotel. Recuerdo la imagen de asomarme al balcón y decir: “Estoy durmiendo en una ciudad francesa”. Era una sensación curiosa y casi la increíble.

-Otro de sus asuntos es la familia.

Siempre aparecen las familias. Es muy difícil prescindir de ellas.

-Sí, claro, pero en su caso es casi más importante lo que no cuenta que lo que cuenta.

-Desde luego. En las familias hay más misterio del que se dice. El misterio está en el seno de la familia, no solo en el exterior. Para mí el misterio empieza por la familia. Y yo soy una escritora del misterio. Los relatos familiares son de misterio y a menudo escalofriantes. Y a menudo están envueltos en el silencio.

-Para entonces ya había asimilado una determinada literatura, europea y norteamericana, Tabucchi, Stendhal, Salinger, el mundo del cine la había calado…

-El lenguaje del cine más que el mundo del cine. La manera con que el cine cuenta las historias sí. Nos da retazos, fragmentos. Yo no escribo como Tólstoi, contándolo absolutamente todo, que es maravilloso, por cierto, ya quisiéramos, hoy ya contamos con muchas imágenes, no solo el mundo del cine. Estamos rodeados de imágenes, no nos podemos regodear en las imágenes cuando las vemos ya. Hay un tipo de cosas que escribo que funcionan más con imágenes que con palabras.

-¿Nunca ha escrito guiones de cine?

No. En principio no me interesa nada. Hay tanta gente metida en el tinglado que yo no me veo capaz de lidiar ahí. Soy muy solitaria. Por eso a lo mejor me dedico a escribir. Me pierdo, no sé, me disuelvo. Necesito estar a solas. No me siento recluida para toda la vida, soy comunicativa, pero ese mundo me supera.

-Abordemos la aventura Planeta, ganó el premio en 1989 y publicó otra novela, Días del arenal, ¿qué significó para usted?

-Me dio más dinero del que yo nunca me imaginé que podría ganar con un libro. Y lo agradezco. Fue importante. La sensación de no ganar dinero es una de las sensaciones que tenemos todos los escritores. Para mí aquello fue una satisfacción personal. Me sentí gratificada. Y luego tuve la sensación de ser leída. Por otra parte, es verdad, me expuso en primera línea en la línea de la publicidad y la promoción, entrevistas, y eso es muy insatisfactorio porque nunca te encuentras reflejado del todo. Ni por lo que dices tú ni por lo que escriben o interpretan los otros. También ahí te sientes extranjera.

¿Tuvo la sensación de que perdía prestigio?

No. Esas son cosas que no me planteaba entonces ni ahora. No le dedico ni un segundo.  

-En 1993, ganó el premio Anagrama de ensayo con La vida oculta.  Ese libro es de mis preferidos con Una vida inesperada (Anagrama, 1997) y La señora Berg. (Anagrama, 1999). Fue como regreso a casa, ¿no?

-Se ajustaba al premio y volví.  Nada traumático. Jorge Herralde lo entendió. La vida oculta es un libro meditativo, de confesiones. Es un libro que surge del silencio. Creo que lo necesito para escribir y para vivir. Las reflexiones me centraron mucho y fueron capitales para mi escritura. Y Una vida inesperada y La señora Berg, novelas de ficción, también surgieron del silencio. En el fondo, yo no soy del todo yo, soy una persona que escribo. No voy a mostrarme a los demás. Me guardo lo que escribo. ¿Soy yo lo escribo? Sí y no. Hay una especie de mundos paralelos, lo que escribo y lo que vivo, y ambos son como una extraña doble vida. El azar es muy importante, me pesa. Me cuesta una barbaridad salir de mi mundo. Espero más. Me esfuerzo mucho. Yo soy una enferma.

¿Por qué aceptó ser académica en 2010?

Si te lo ofrecen, no vas a decir que no. Es bonito, me gustan muchos las palabras, escribo reflexiones, algún día publicaré mis cosas sobre el lenguaje. Pero venir aquí todos los jueves es muy duro para mí. Soy una enferma crónica desde niña. Tuve tifus a los tres años. No tengo defensas, lo cojo todo. Estoy siempre enferma. Rara vez me encuentro bien. En plenitud. Entonces, viajar, ir a los sitios, salir de mi casa me cuesta mucho. Hay enfermedades peores que la mía, por supuesto, pero eso no me quejo de nada.

La enfermedad, a secas, sin adjetivo, está en casi todos sus libros.

Una vida inesperada gira alrededor de la enfermedad. Y muchos relatos míos giran en torno a la enfermedad. Sin embargo, no me lo suelen recalcar. Creo que la enfermedad no se acepta. A mí me dicen que tengo cuento. No me acaban de creer. Me duele todo. Y tengo mis diagnósticos.

-Hablemos de la La señora Berg…

Es una novela sobre la admiración, el deseo, lo estimulante… Lo que de verdad no estimula son las personas. Eso es así. La Señora Berg es uno de mis personajes a los que les tengo mucho cariño. Sí, yo, como el joven, también siendo admiración por ella. Te causa como un alivio. Ese personaje me acompaña y es un motivo de vida también.

-Muchos de sus libros son autobiografías enmascaradas.

-Este de Baroja mismo, Lúcida melancolía. Bueno, en realidad, a veces hago libros de recuerdos. Yo no les llamaría ni libros de la memoria o diarios, son de recuerdos. El recuerdo es la invención, es lo que escoges. La memoria parece que es más detallada, más ajustada, y el recuerdo lo escoges tú, de ahí que muchos de mis libros sean como ráfagas. Confío mucho en la mente en reposo. Escribir no es solo escribir: es dejar la mente un poco en el vacío. Necesita silencio y apartamiento, y ahí, en ese territorio, cuajan las cosas. Sigo escribiendo. Acabo de entregar una novela, esencialmente de mujeres, que transcurre entre 1934 y 1969; creo que saldrá en otoño. Tengo 70 años y sigo en la brecha, con la sensación de que ya soy una señora a la que debe mimarse un poco. Soy mayor, con mis dolores y una nueva sensación de libertad.

 

*Esta entrevista se publicó en la revista 'Eñe', en 2018, cuando la dirigía Luisgé Martín.

 

1 comentario

Micheal Benson -

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