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Antón Castro

POEMAS DE ESTHER RAMÓN (PREMIO EL OJO CRÍTICO)

POEMAS DE ESTHER RAMÓN (PREMIO EL OJO CRÍTICO)

Lola Martín, de prensa de  Trea, escribe la siguiente nota:

[Es un placer anunciarte que el Premio Ojo Crítico de Poesía 2008  ha recaído en Esther Ramón por “Reses” (ed. TREA)  y Francisco José Sevilla por “120 páginas sin lluvia”. El jurado del galardón ha estado formado por Juan Carlos Mestre, poeta; Miguel Muñoz Sanjuán, poeta; Amalia Iglesias, poeta y redactora-jefe de la “Revista de libros”; Guadalupe Grande, poeta; Roberto Loya, poeta y colaborador de “El Ojo Crítico” y Laura Barrachina, codirectora de “El Ojo Crítico”.

Según el fallo del jurado, los libros premiados “aportan una visión radicalmente nueva y complementaria desde estéticas diferentes al actual panorama de la poesía española”. Dos libros que “apuestan por una visión reveladora de la poesía y por la trasgresión de los lenguajes normalizados”. El fallo añade que “de manera excepcional, y sólo por respeto y comprensión hacia la dura labor del jurado, RNE acepta la decisión irrepetible de otorgar el premio de poesía Ojo Crítico del año 2008 de manera ex aequo. Se acepta este fallo aún cuando va en contra del espíritu que conforma el Premio, que consiste en apoyar la carrera de un solo autor”. 

Esther Ramón nació en Madrid en 1970. Ha escrito artículos de estética y crítica literaria para diversas publicaciones como Cuadernos Hispanoamericanos, Revista de Libros, Archipiélago o El Crítico. También ha dirigido un taller de escritura poética de diseño propio. Ha colaborado en diversos poemarios y ha publicado varios títulos propios como “Tundra” y una caja de arte y poesía llamada “Casetas”.

Como una recua de pesados bueyes, que marchan lentamente, unidos por una ligera cadena que los engarza, los poemas de este libro, a la manera de cantos, se desarrollan por contraste: ha de existir la carne de sus escenas épicas para que, entre res y res, leamos el brillo acerado y en ocasiones cortante que los vincula. 

Ha de existir el cordero sacrificial, su vellón blanco y sus entrañas expuestas, para que se haga presente la voz del dios que reclama a sus seres —herederos de los dones de creación y destrucción—, a sus reses, que no trae respuestas sino que pide pieles espesas, las que ha de prestarle lo viviente, con las que cubrirse: «dadme la voz/ de la garganta/ llena de espigas/ y sabréis/ si hablo». La multiplicidad en familias, en reatas de bueyes, en bandadas de pájaros o en ejércitos diezmados, en diálogo con la unidad de discurso enteco, casi inexistente. Y el anhelo de caballos blancos, marcados, de alcanzar -sobre sus grupas o en lo más alto de la montaña- la velocidad.]

 

Le pido una pequeña selección de poemas de Esther Ramón y aquí están tres. Tres poemas en prosa.

 

 

En el vertedero de caballos todo está listo para la representación.

 

Encendieron las luces de emergencia y nadie sabía si los que corrían querían salir o venían llegando.

 

(En realidad estaban detenidos).

 

Ignoraban el humo, pero su estilizado rostro azul sonreía a los presentes.

 

Se habían reunido allí para estudiar los cuerpos.

 

Un carpintero había fabricado siete grandes camillas de madera. Iban a cubrirse con enormes sábanas.

 

Esto es obra de un demente. Alguien le hizo callar. Los de las batas blancas se adelantaron.

 

Heridas de cortes desiguales. Los ayudantes anotaban cada detalle y los más virtuosos insertaban dibujos entre las letras.

 

Los dos primeros animales lucían exactas mutilaciones. El demente había concebido gemelos. Luego individuos únicos.

 

Todos los caballos eran tordos menos uno blanco que parecía intacto. Pero siguieron la costura. Los órganos estaban descolocados. Era un orden incomprensible en que el corazón y los riñones se apretaban en la garganta.

 

La luna adelgazaba aquella noche en que algunos hombres se reunieron en un hangar, mientras los demás dormían.

 

Después de taparlos decidieron iniciar las diligencias. El sospechoso podía ser un joven pálido, empleado en un matadero. O un maquinista. O el conductor de un circo itinerante.

 

Para velarlos dispusieron sillas polvorientas. Apagaron las luces y los cristales del techo se abrieron como ojos en blanco.

 

Sus pensamientos tomaron senderos diferentes pero todos cabalgaban en el mismo bosque, saltaban obstáculos inverosímiles, inventaban nombres para calmar a sus monturas.

  

En fila sobre la playa mojada. Al primero lo llevan de los cuernos.

 

Husmean el suelo sin pararse, sus hocicos rozando caracolas y piedras veteadas. Avanzan lentamente, cada yunta en su carro.

 

Las pezuñas restan en la arena como helechos fósiles. Después pasan ruedas que las borran.

 

El sol todavía no calienta,  los gritos de las gaviotas se ordenan en las pisadas regulares del cortejo. La madera de los carros retiene el tintineo de espadas y escudos, que viajan de un lado a otro sin descanso.

 

El primero es un buey blanco. Sólo él marcha sin peso. Un hombre camina por delante, guiándolo con suavidad a lo largo de la línea desleída.

 

Viento (olas que encharcan surcos).

 

La caravana se detiene. Un nido de algas entre las ruedas. Los animales esperan pacientes a que los hombres terminen su trabajo.

 

En el descanso se afina el sonido del mar. La playa muestra sus heridas.

 

(Una medusa transparente se seca al sol. En el agua, peces rojos devorando.)

 

Alcanzan el pie de una colina. El guía da el alto. El enemigo está al otro lado.

 

Preparan el altar y la lanceta pasa desde los últimos carros hasta el primero. El animal inmóvil, atento al hombre que divide su cuello.

 

Olor a pintura, barnices para sanar. La bestia se desploma hacia un lado y muge sin color. Su mirada se adentra despacio en el mar, nada un poco, se sumerge. El sacerdote que la guiaba recoge sangre en pequeños cuencos.

 

Al pasar todos miran el hermoso cuerpo blanco del sacrificio. Se está nublando y el agua congela los tobillos. Para calentarse tensan el hilo que enlaza las manos.

 

Son excrementos secos. O son piedras.

 

Si son excrementos:

 

Las mujeres los recolectan en cestos. Para avivar los huertos, los jardines. Para que algo crezca.

 

Si son piedras:

 

Las plantarán como semillas y engordará lo muerto, se extenderá en grandes planicies grises.

 

Se arropan con mantas rojas y los rastrean por toda la playa. Quizá el paso de una caravana de bueyes. Y los surcos sean ruedas. Van a salvarles del hambre. Son excrementos.

 

Cuentan resignadas las vetas. Hace tiempo que se agotaron los peces. Sopa de algas, carne de gaviota, briznas débiles. Piedras azules para el repecho de las ventanas. Las marrones en la chimenea, rugosas como nueces. En la boca las blancas.

 

Mientras los suben inventan instrucciones. Suavizarlos con agua. Hervirlos. Un emplasto para las tierras. De pronto una grita con voz de pájaro y tira su cesto. Las otras la toman de los hombros, le devuelven el peso lentamente.

 

Cada mano es el platillo de una balanza. También hay rocas ligeras. A veces el pasto prensado pesa como las piedras.

 

El olor se esconde. Siempre se esconde. El sabor se condimenta.

 

Pero son de una rara belleza. La coleccionista las mira largamente, las acaricia en secreto, las calienta. Se queda con algunas. Como esta que se acerca a la cara, ovalada como un rostro, en el centro la cuenca vacía de un ojo, una boca, un laborioso agujero. Y por color el viento. Y por fruto.

 

Si hubiera que tumbarse boca arriba a esperar el beso del ángel. O su espada de plata. O una lluvia de piedras.

 

Para subir se concentra en la simetría de sus pasos y en las sombras de las otras mujeres. En sus sombras diezmadas.

 

Después del largo viaje, los carros en la inmensa planicie. Sus bueyes depositan huevos minuciosos. Los pisan. Prosigue el camino.

 

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