INESPERADO ADIÓS A FRANCISCO CASAVELLA
Ni era amigo ni creo que haya sido un buen lector de Francisco Casavella. Creo que no coincidimos apenas. No forma parte, no sé por qué, de los muchísimos autores que haya entrevistado; sin embargo sí pertenecía a los que respetaba. Sabía de él menos que lo justo, había leído algunas de sus novelas, me interesaba su mundo, su pasión por el horizonte del barrio y de esos seres más bien marginales, un tanto friquis, en la línea de algunas criaturas de Marsé y de Antoni Soler, y me atraía su desdén por la sociedad literaria y su afición al cine, al cómic, a la música y a la literatura de Inglaterra y Estados Unidos. Esta mañana, en el bar Juliqui, cuando me enteré de su muerte me quedé un tanto estupefacto. Me dio una infinita pena: leí los artículos de Javier Calvo, ‘El último salvaje’, los de Matías Néspolo y Silvia Taulés, en ‘El Mundo’, y el de Ignacio Vidal Folch en ‘El País’. Me impresionó una frase de Javier Calvo: “Siempre fue pobre. Odiaba hablar en público”. Me impresionó saber que de cuando en cuando se retiraba, en otoño o en invierno, a esas urbanizaciones de playa a escribir, a esas urbanizaciones que tienen algo de casas fantasmales mientras braman las aguas. Javier Calvo dice: “Adiós, Francis: nunca me he portado tan mal en compañía de nadie como en la tuya, y ya nunca lo volveré a hacer con nadie más”.
Copio aquí el artículo de Ignacio Vidal-Folch, en El País, otro escritor a quien no conozco, pero que sigo con mucho gusto.
FRANCISCO CASAVELLA, GANADOR
DEL PREMIO NADAL
[Un infarto se llevó ayer, a los 45 años, al autor de ‘Lo que sé de los vampiros’]
Francisco Casavella era un espíritu independiente y un hombre libre. Era también un escritor de raza, lleno de talento y ambición, autor de novelas logradas, de larga extensión, la última de las cuales, Lo que sé de los vampiros, magníficamente ambientada en España, Roma, Alemania, Dinamarca y otros países europeos durante el siglo XVIII y con la que daba un sorprendente cambio de registro temático, fue distinguida con el último Premio Nadal. Tenía además un exquisito gusto literario, como saben los lectores de EL PAÍS que durante los últimos años han podido disfrutar de los comentarios y análisis, especialmente sobre literatura anglosajona, que él redactaba con enorme placer, placer que luego el lector compartía. Ayer, Casavella -cuyo verdadero nombre era Francisco García Hortelano- falleció a los 45 años a causa de un infarto en Barcelona.
Su compromiso con la escritura le llevaba a retirarse y permanecer recluido durante largas temporadas en uno de esos pueblos de veraneo, llenos de bloques de apartamentos, que durante el resto del año -precisamente cuando allí se instalaba Casavella con su ordenador y su manuscrito- se vacían y se convierten en pueblos fantasmales.
Pero, periódicamente, pasaba algunos días en Barcelona. Entonces sus amigos disfrutaban de su agudo sentido del humor, de su espíritu crítico agudo pero sin acidez, de su enorme y cabal humanidad, de una forma de ser alérgica a todas las bajezas de la vida social, que le producían una especie de aversión natural, y de su conversación, en la que sin alardes ni pretensiones brillaba con un ingenio rapidísimo, impostadamente canalla, y sólo cuando le preguntabas desplegaba sus conocimientos sobre literatura, música popular y cine, que eran mucho más vastos y profundos de lo que pudieran creer los que no le preguntaban. Pero esos lapsos barceloneses se espaciaban cada día más y Casavella se dejaba ver cada vez menos.
Su irrupción en la literatura fue deslumbrante, con una novela, El triunfo, de 1990, ambientada en el Paralelo barcelonés y las calles contiguas que por un lado suben la ladera de Montjuich y por otro llevan al barrio chino, ahora llamado El Raval. En sus páginas recreaba la vida del barrio, la música rumbera de los gitanos barceloneses, las ambiciones de promoción y de una vida mejor de los jóvenes y marginales protagonistas, el más conmovedor de los cuales, parecido a un personaje de Calvino pero empujado por una fatal misión hamletiana, vivía en los tejados de esas callejas tortuosas.
El ritmo veloz y magistralmente sostenido del relato, el fino tejido lingüístico y el suspense policial de la trama llamaron la atención de varios productores cinematográficos, pero la película no se llegó a filmar hasta muy recientemente. A partir de entonces Casavella colaboró durante varios años con varios cineastas españoles, surtiéndoles de guiones, el más conocido de los cuales fue el de Antártida, una road movie que empieza en Barcelona, cruza España y termina en Galicia, la región de la que procedía la familia y el padre de Casavella, maestro de escuela también recientemente fallecido.
Sin embargo, le apartaron del cine las exigencias de redacción de El día del Watusi, fresco colosal de la historia reciente de España compuesta por Los juegos feroces, Viento y joyas y El idioma imposible, narrada sobre la peripecia de la vida de Fernando Atienza, un advenedizo en el mundo de los negocios y la política. Dotada de una compleja y brillante estructura formal, de mil peripecias y de algunos pasajes de una comicidad inolvidable, El día del Watusi vino a confirmar su talento y ha sido traducida a las lenguas europeas más importantes. Entre El triunfo y El día del Watusi, Casavella publicó otras dos novelas: Quédate -ambientada en el mundo de la música pop y con vetas humorísticas y experimentales- y Un enano español se suicida en Las Vegas, otra historia del barrio chino, en el que dos hermanos, el uno más inclinado que el otro a la mala vida y a la deslealtad, cruzan sus destinos. Recientemente se ha publicado también El secreto de las fiestas, reescritura de una deliciosa novela que le fue encargada para un público infantil.
Es una gran lástima que se haya muerto tan pronto un escritor tan bueno y ejemplar, y un hombre tan digno. Yo le echaré mucho de menos.
*Esta estupenda foto es de Carmen Secanella y pertenece al diario El País.
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