JOSÉ GIMÉNEZ CORBATÓN: DE 'MORIR AL RASO'
[El escritor José Giménez Corbatón y el fotógrafo Pedro Pérez Esteban suelen colaborar en distintos proyectos. Ya lo han hecho en varios, como el universo de las Masadas, la historia de la cueva de Cambriles o los paisajes de Gúdar, y ahora vuelven a hacerlo en un libro sobre los paisajes de la Guerra Civil. Le pido a José que me envíe uno de sus textos. Y aquí está. Le pediré a Pedro una foto, pero no tengo por aquí su correo.]
PELDAÑOS
José GIMÉNEZ CORBATÓN
He subido las escaleras despacio, a pasos cansinos. No me esperaba hacerlo así. Tantas veces como había imaginado este momento. Me veía saltando de cuatro en cuatro los peldaños, corriendo hasta golpear la puerta con los puños enrabiados, cruzando el umbral hacia los brazos abiertos, los ojos llorosos que me aguardaban. Morderle los labios, hundir los míos en su boca, secarle las lágrimas con las yemas de los dedos, acariciarle los párpados con la punta de la lengua. Sentir su pecho latiendo contra el mío. Deslizarle luego las palmas de las manos, muy despacio, por la espalda, hacia abajo, hasta las caderas, mirarla a los ojos apartando un poco la cara, lo justo para distinguir el brillo verdoso, recuperar su pálpito, perderme en el fondo, en el fondo de la mirada, en el fondo del rostro tan ansiado, extraviarme en el cuerpo inacabable, terso, aguardándome. Pero he subido despacio, y me he detenido en cada rellano, preguntándome qué me paralizaba, qué me hacía escalar de ese modo hacia la felicidad tan anhelada. El silencio. He entendido que era el silencio. El rumor callado del patio de vecinos. He mirado por una ventana abierta. He visto la ropa tendida, limpia. He respirado el olor de las sábanas. He oído la voz de un niño, apenas un gemido. Y la respuesta sosegada de una mujer, muy queda, remolona. Luego alguien, me lo ha parecido, abría el grifo de un fregadero, y lo volvía a cerrar. Un gesto simple. El agua. He escuchado el agua. Un murmullo tenue, borroso, aunque preciso, indistinto. He alcanzado el siguiente rellano y me he sentado en la escalera, apoyando las puntas de los dedos en las sienes me he dicho varias veces que no podía ser cierto. No, me he dicho, no puede ser cierto. No puedes ser tú. Es otro el que sube las escaleras de tu casa. Es otro el que teme el abrazo. Y entonces me ha estallado la cabeza. Sí. Ha sido como si algo me explotara en el cerebro. Un bramido pavoroso, y el ruido de las piedras al chocar las unas contra las otras, al desintegrarse, al convertirse en toneladas de tierra deshecha, sepultadora, y me he visto otra vez en la fosa atronante de todos los días, como tantas veces estos últimos meses, y me he encogido otra vez, como tantas veces estos últimos meses, he escondido la cabeza entre las rodillas, tapándome la nuca con las palmas de las manos, y me ha parecido que gritaba como tantas veces estos últimos meses, alaridos de hartazgo, mugidos de buey impotente y humillado. No sé cuánto tiempo he estado así, hasta que el estrépito ha desaparecido. Me he puesto de pie, todo en silencio de nuevo, y he creído percibir el dibujo de una risa, apenas un bosquejo de risa, un apunte de risa, una risa dibujada con un lápiz muy fino. He subido un piso más. Y he oído entonces los murmullos de la siesta, hace tanto tiempo. Tanto tiempo hacía, que me ha parecido que no fuera yo quien los hubiera vivido, que fuera otro, un tercero. No el que soñaba con el abrazo del encuentro. No el que no se atrevía a vencer los últimos peldaños. Un tercero. Un hombre que echaba la siesta, tiempo atrás, dejándose adormecer por los rumores de la casa: antes de que todo se desmoronara, cuando había niños jugando en el patio, sin miedo a los pájaros de hierro que desfiguran el cielo; cuando las mujeres bordaban sentadas en los umbrales, ávidas de sol y de palabras. Un hombre que se dejaba acunar por los quejidos de la radio que ella escuchaba muy baja, para no molestar al hombre que quería echar la siesta. O su propia voz, apenas audible, bien entonada, dulce, como las raíces / de la enredadera / que va alimentando / la pena en mi pecho / con sangre en mis venas. No sé cuál de los tres ha subido el último tramo, ha mirado por la ventana del patio el cielo dorado de la tarde, se ha plantado delante de la puerta, cansino, herido de repente por no sé qué mal indefinible, un dolor de almendra amarga en el pecho, ha llamado muy suave, como acariciando la madera, y ha atisbado sus pasos al otro lado, el oleaje frondoso de la falda, el silbido de las piernas, la respiración cadenciosa, tranquila. Y ha esperado.
De Morir al raso
*La foto es de Boris Pasternak y de su familia.
1 comentario
Piero -
http://piero.blogia.com
PS: Enhorabuena, ya se sabe que cuanto más entra en la madrugada un programa, mas prestigio alcanza...