DOS FRAGMENTOS DE REYES MATE
1.
LA HERENCIA DEL OLVIDO. Ensayos en torno a la razón compasiva remonta río arriba el curso de la memoria. No mueven a estos escritos la nostalgia del tiempo pasado, sino la pregunta por la significación política, moral y epistémica de lo olvidado. Nuestro presente está construido sobre los vencidos, que son la herencia oculta. La memoria trae al presente ese continente invisible en un gesto moral y epistémico pues nos pone delante un mundo desconocido sin el que no podemos ser sujetos morales. Ése es el lugar de la razón compasiva.
La historia de un pueblo, decía Walter Benjamin, puede condensarse en una época; una época, en una vida; y, una vida, en una obra. Lo decía para llamar la atención sobre el poder del detalle, la fuerza subversiva de la anécdota o la riqueza misteriosa de una única palabra. Una de ellas es «compasión». En este vocablo de raíces griegas resuena todo el equívoco moral de Occidente, de sus grandezas y miserias, de sus mejores sueños y peores pesadillas, de liberación y opresión.
«Compasión» evoca, de entrada, la conmiseración, la empatía con el que sufre, la solidaridad con el que está en la miseria. Es un concepto «abajista» que va de arriba a abajo, del que tiene hacia el que no tiene y / o hacia el que se encuentra doliente. Ahora bien, en la tradición cristiana que inspira a Occidente ese término tiene originariamente otro sentido. El otro, el que sufre, el caído, el olvidado, es el «tú» del que decía el filósofo Hermann Cohen que nos permite el descubrimiento del yo. Sabemos lo que somos cuando respondemos a la pregunta del otro, de ese otro ninguneado por la vida, la sociedad o la historia. No se trata, por tanto, a propósito de la compasión de hacer un favor al necesitado, sino de devenir uno mismo sujeto moral o, como se llama en la jerga cristiana, «prójimo». Ser prójimo es constituirse en sujeto moral y esto ocurre cuando nos aproximamos al caído.
«Compasión» tiene, por un lado, el sentido débil, aunque generalizado, de echar una mano al necesitado; y, por otro, el sentido fuerte de constituirse en sujeto moral, gracias a la interpelación del otro. Esos dos sentidos, opuestos en sus significados, explican el equívoco moral de Occidente. En el primer caso, nos bastamos a nosotros mismos para ser buenos: basta seguir los dictados de la conciencia. En el segundo, nada somos sin la pregunta que nos dirige el otro desde su necesidad o inhumanidad. Que el propio cristianismo se haya desentendido del sentido fuerte de la citada parábola, para interpretarla en el sentido «abajista» convencional, da idea de lo exigente y difícil que es la compasión originaria, que es la que aquí se trae a colación. ¿Por qué identificamos todos «prójimo» con el caído o necesitado, cuando en verdad es el que se aproxima a ellos? Es más cómodo ser generoso con lo que sobra, que reconocerse necesitado del indigente.
Y el segundo:
7.
La composición de este libro es rizomática. Hay una serie de raíces espaciales —lo iberoamericano y lo judío— y temporales —la memoria y la actualidad— que trenzan un cuadro en el que los temas se cruzan, fecundándose constantemente.
Pensar no es fácil. Lo habitual es echar mano de un sucedáneo consistente en revestir viejos tópicos con nuevos ropajes. Los tópicos son, en general, verdades conquistadas con mucho esfuerzo pero que se convierten en letra, conceptos o imágenes muertas si no se las arranca del contexto en que nacieron y somos capaces de sorprendernos de nuevo. Dice Foucault que «penser est dé-prendre», es decir, desprender o liberar los tópicos de las convenciones recibidas y pensarlos de nuevo. Tomemos, por ejemplo, la verdad establecida de que la modernidad es una secularización del cristianismo. Nos lo hemos dicho tantas veces que hemos perdido de vista algo que siempre ha estado ahí y que ahora necesita ser dicho: es tanto una secularización del cristianismo como un cristianismo secularizado. No es lo mismo una cosa y la otra porque mientras que la primera afirmación subraya el momento de liberación o desprendimiento de la modernidad del pasado religioso, la segunda está indicando que esa modernidad secularizada depende en su formación histórica y en su comprensión temática de la matriz religiosa que la dio a luz. Esto puede gustar o no, pero nada entenderíamos de nuestro tiempo, de sus conflictos y aporías, si no lo tuviéramos en cuenta.
Otro tanto ocurre con el tema de las víctimas: durante siglos han sido invisibles; ahora se han hecho presentes, pero sólo sabemos decir de ellas que hay que acompañarlas, consolarlas, venerarlas o repararlas. No nos decidimos aún a pensarlas políticamente porque eso significa poner en tela de juicio una lógica política, que sigue presente, dispuesta a avanzar cobrándose nuevas víctimas. Pensar políticamente las víctimas significa repensar la relación entre política y violencia, asunto sobre el que pasamos de puntillas.
Un último ejemplo del pensar como «dé-prendre»: el alcance de la postura de Bartolomé de Las Casas. Valoramos su sentido crítico en el enfrentamiento con Ginés de Sepúlveda, porque consideraba a los indígenas sujetos de derechos a todos los efectos, también políticos, pero no podemos ignorar que su valoración consistía en reconocerlos «como nosotros», sin llegar a reconocerles valor en su diferencia. «La alteridad más irreductible», escribe Luis Villoro, «aún no ha sido aceptada: el otro no puede determinar el orden y los valores conforme a los cuales podría ser comprendido. El otro es sujeto de derechos, pero no de significados. Podríamos decir que Las Casas reconoce la igualdad del otro pero no su diferencia. Para ello tendría que ser aceptado con una mirada distinta sobre él y sobre el mundo y tendría que aceptarse como susceptible de verse, él mismo, a través de esta mirada». Estas puertas, habitualmente cerradas, son las que el discurso rizomático sobre la «razón compasiva» trata de forzar o, al menos, entreabrir.
Por una extraña carambola este libro tiene un precedente francés —Penser en espagnol— que aborda asuntos que también aquí aparecen. Que allá se llame Penser en Espagnol y acá La herencia del olvido se justifica porque no son los mismos trabajos aunque haya un aire de familia entre ellos. Hemos guardado la introducción a la edición francesa de Catherine Chalier porque recoge bien el significado universal de lo iberoamericano y de lo judío que se aborda en los trabajos de ambos libros. Quiero agradecer el interés de Errata naturae en unir el destino de la nueva editorial con este libro.
Reyes Mate
Madrid, enero de 2008.
*La siempre encantadora Irene Antón me ha mandado dos fragmentos del libro ‘La herencia del olvido’ de Reyes Mate, Premio Nacional de Ensayo, que ha publicado su sello editorial, Errata Naturae. Enhorabuena para el autor y para sus editores, que frecuentan a menudo Zaragoza. La foto es de Helen Levitt.
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