'ÉL ARBOL AUSENTE': CATHERINE FRANÇOIS
Dos fragmentos de 'El árbol ausente' de Catherine François (París, 1953), traducida y prologada por su compañero Santiago Auserón. El libro acaba de aparecer en Demipage.
1
No recuerdo el lugar donde vivía antes de llegar a la colonia de Campo Redondo. El día de la mudanza, el vigilante nos explicó que el nombre venía de la forma de los campos sobre los que había sido edificada. Añadió que en otros tiempos los campesinos de la región dejaban pacer a su buey atado a una estaca, de modo que el recorrido del animal delimitaba sus propiedades. Al principio el nombre me pareció extraño. Lo pronunciaba de un tirón, sin detenerme a imaginar un campo redondo. Lo ensayaba en diferentes tonos, como si fuera un cuerpo desnudo al que tuviera que vestir con varios trajes antes de encontrar el que mejor le sentaba. Lo cantaba con el soniquete de dar la vez en los juegos, imitando tanto la voz de los payasos como la declamación de los cantantes de ópera, y el nombre, al escapar de mi boca, tomaba la forma inaudita y cambiante de una nube. Cuando me acostaba lo repetía con los ojos cerrados, con una voz íntima que me daba la impresión de pronunciar las palabras en el interior de una iglesia, donde resonaban como un encantamiento solemne que acababa por fundirse con la noche misma al acercarse el sueño. Luego, el nombre perdió su carácter insólito para convertirse con el tiempo en un lugar cuyos límites también tenían nombres, surgidos espontáneamente en los juegos de los niños, como en el centro de un corro.
*
Vivo en la colonia de Campo Redondo, calle de los Bueyes, número 2, primer piso. No me dejaron salir sola hasta que aprendí a escribir mi dirección correctamente. Mis primeros amigos fueron los niños del tercero, Iván y Nicolás, cuya hermana, Ana María, tenía edad de trabajar, y Cristián, que vivía en el bajo. El nuestro era el primero de una serie de edificios contiguos con fachadas idénticas que se sucedían sin interrupción a lo largo de toda la calle. Estaban comunicados por un corredor subterráneo, que daba acceso a los sótanos, al cual se bajaba por unas rampas situadas junto a las puertas principales.
Por favor cierren la puerta. Mirando la puerta del sótano me preguntaba cómo podía parecer tan serena, cuando cada vez que cruzaba su umbral todo en mí se ponía a temblar. Evidentemente no era más que una cosa. Yo sabía que las cosas están siempre tranquilas, es decir, podemos dejarlas y volver más tarde para constatar que no se han movido, que conservan el mismo aspecto, ni del todo vivas ni del todo muertas. La puerta, vista desde el otro lado, desde el lado oscuro, cobraba sin embargo otro cariz. Se hubiera podido decir, incluso, que había dos puertas, aunque eso no me confortaba. Era tan difícil pensar que las cosas tienen dos caras como admitir que dos caras tan diferentes son una misma cosa. Había muchos otros asuntos que no comprendía, como por ejemplo lo que ocurría cuando la puerta se cerraba detrás de mí y me hallaba en la oscuridad completa. Era como entrar en uno mismo y no ver nada, la oscuridad era un ojo tras el párpado cerrado. El ojo de los muertos. ¿Seguía siendo un ojo el ojo de los muertos? Todo lo que sabía y todo lo que ignoraba se hallaba allí, confundiéndose en aquella masa negra, bruta e intacta. ¿Acaso era eso el vacío? Al igual que las cosas siempre tenía la misma apariencia, pero no su carácter tranquilo. Había en la oscuridad una voluntad tenaz de acapararlo todo que la hacía parecer vieja y encorvada. La sentía como una resistencia al pensamiento. Mis pensamientos eran como chispas que surgían y se apagaban súbitamente sin alumbrar. El mundo me daba la espalda, tenía un lado ordenado y otro en el que no reconocía nada, y donde ni los ojos ni la mente servían.
*
Un día me encontré con Ana María a la puerta de nuestro edificio.
– ¿Qué haces?
– Espero a alguien, me dijo sin mirarme.
– Ana María, ¿has bajado alguna vez sola al sótano?
– Bajo todas las noches la basura.
– ¿No te da miedo la oscuridad?
– Tengo otras cosas en qué pensar.
– ¿Puedes pensar a oscuras?
– No veo qué me lo iba a impedir.
– ¿Cómo es el vacío?
– No es nada.
– Pero, ¿es posible verlo?
– Si ves que no hay nada que ver, pues ves el vacío. Es como el silencio. Eso que oyes cuando no oyes nada se llama silencio.
– No entiendo cómo puede haber palabras que no sean nada.
– Son lo contrario de una cosa, como su otra cara.
– ¿Qué es lo contrario de una puerta?
– Que no hay puerta ninguna.
– ¡Pero eso no es un nombre!
– Todos los objetos tienen nombre, pero no todas las palabras representan objetos.
– Entonces las palabras y los nombres, ¿no son lo mismo?
– ¿Qué estamos haciendo en este momento?
– Estamos hablando.
– Pues para hablar empleamos palabras, hablar también es una palabra, pero no es un nombre, no indica un objeto. Cuando una palabra representa una acción se dice que es un verbo. ¿Dónde vives tú?
– En la colonia.
– La colonia está hecha de calles, en las calles hay casas y en las casas muchas puertas, todo eso son nombres comunes. ¿Cómo se llama esta calle?
– La calle de los Bueyes.
– La calle de los Bueyes es un nombre propio porque no hay más que una que se llame así.
– ¿A quién estás esperando?
– Si te respondiera con estas palabras: Espero a mi novio, emplearía un verbo y un nombre común. Si te dijera: A Juan, Juan sería un nombre propio.
– ¿Juan es tu novio?
– ¿Lo has entendido o no?
– El vigilante, ¿es un nombre propio o un nombre común?
– Es un nombre común, es su oficio.
– ¿Qué es lo que hace?
– Recoge las basuras, el dinero de los alquileres, vigila.
– ¿Tú sabes qué es el amor?
– Es un nombre.
– ¡Pero el amor no es una cosa!
– ¿Por qué no vas a jugar por ahí?
– ¿Ya te marchas?
– ¡Ahí viene Juan! No se lo digas a nadie, ¿has entendido?
*
Algún tiempo después de nuestra llegada, una familia de origen italiano vino a ocupar el piso que quedaba vacío en la planta baja. Al día siguiente, en la escalera, me encontré con Domenico, un chico de mi edad, acompañado por su hermano más pequeño, Lucio. Llevaba camisa blanca y un pantalón demasiado grande para él, sujeto con tirantes, que le daban un aire de obrero en día de fiesta. Enseguida le pusimos el apodo de Zigoto, palabra que habíamos oído decir y que no tenía para nosotros sentido alguno, pero cuya sonoridad evocaba a la vez el origen, la estatura pequeña y el carácter jovial de nuestro amigo. Él mismo lo pronunciaba imitando el acento italiano de sus padres, estirando sus tirantes, sacando pecho con orgullo, como si se tratase de un título de nobleza. Sin embargo un día vino a reunirse con nosotros en la calle, más serio que de costumbre. Nos advirtió que su padre le prohibiría jugar con nosotros si seguíamos llamándole así.
– Pero, ¿por qué?, le pregunté.
– Se ha enfadado, dice que no debéis llamarme Zigoto nunca más.
– No entiendo por qué está mal.
– Nosotros te queremos así, dijo Cristián.
– A mí me gusta ese nombre, añadió Nicolás. Zigoto sólo puedes ser tú.
– A lo mejor podríamos explicarle que es un nombre propio. ¡A ver por qué no tienes derecho a llamarte Zigoto!
– Dice que es un insulto.
El nombre, que hasta entonces nos había parecido divertido, ligero como una pluma traída por el viento de no se sabe dónde para posarse con delicadeza sobre la cabeza de Domenico, había perdido de pronto toda su inocencia, se transformó de golpe en una palabra de doble sentido, llena de misterio. Había dejado de pertenecernos, hacía resonar ahora todo aquello que no sabíamos. Miré la cara de Zigoto, buscando en la sombra que el nombre había dejado sobre él un indicio que me revelase lo que no alcanzaba a comprender. Ya no era el mismo, su rostro parecía más delgado, con las mejillas hundidas y los labios apretados. De repente me puse a pensar en Italia.
– ¿Cómo es Italia?
– Está cerca del mar, dijo sin dejar de mirar al suelo.
2
Dentro de nuestro grupo se producían aproximaciones espontáneas que nos llevaban a formar parejas cuyos miembros variaban periódicamente. Se debían a la afinidad entre rasgos de carácter que un buen día despuntaban en dos de nosotros, o al interés que poníamos en un mismo juego hasta que pasaba de moda para dejar sitio a otro. Yo había observado que esos acercamientos no se producían nunca entre miembros de una misma familia y rara vez entre aquellos que vivían en la misma planta. Sabíamos que había otra suerte de parejas, pero las nuestras no se parecían a ellas en modo alguno, porque nunca duraban mucho tiempo y podían admitir, llegado el caso, un tercer miembro. No obstante, en los tríos que se formaban tras la desintegración de otra pareja, o porque las reglas del juego así lo requerían, el recién llegado podía quedar un poco al margen, o terminaba por unirse más íntimamente a uno de sus dos compañeros, mientras que el otro no tardaba mucho en alejarse. Con el tiempo adquirí la convicción de que nuestras relaciones obedecían a una ley natural parecida a una danza, que hacía y deshacía la amistad siguiendo un ritmo imprevisible.
*Hace algunos años entrevisté, a doble página, a Santiago Auserón para ‘Heraldo’. Hablamos de su infancia en Zaragoza, de su pasión por la música y los poetas, de los ritmos y de los estribillos, y de su mujer Catherine François, que había escrito un precioso libro ‘El árbol ausente’ en francés. Se publicó en 2004 y ahora Santiago lo prologa y lo traduce para el sello Demipage. Gentilmente, me han enviado este fragmento. ‘El árbol ausente’ es una evocación en la periferia parisina y una narración presidida por el embrujo del lenguaje. Estos son dos los primeros capítulos del libro. La foto es del fotógrafo parisino Willi Ronis, fallecido hace muy pocas semanas.
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José María -