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Antón Castro

MERCEDES YUSTA: UN CUENTO

MERCEDES YUSTA: UN CUENTO

ÁRBOL

Mercedes Yusta

 

Al principio, el mundo era un océano de aire. Dócil y flexible, su cuerpo se doblaba al compás del viento, y a la vez se aferraba penosamente a la tierra con dedos de raíces. El cielo gris se abría a veces y el agua resbalaba sobre él como una bendición. Entonces, se esponjaba y se estiraba hacia arriba y comenzaba a desperezarse en ramas y brotes.

Poco a poco, se le abría por dentro su conciencia de árbol.

El mundo empezó a ser también olor y ruido. Los coches rugían, corrían arriba y abajo por el boulevard, el metro pasaba estruendoso por el puente de acero, atravesando la calzada sobre columnas de ladrillo y tirantes metálicos. El viento le agitaba las ramas verdes, las primeras hojas verdes. Miraba alrededor con sus ojos de árbol, a la confusión del tráfico, de la gente apresurada. Al principio, las personas le parecieron árboles también, árboles pequeños que caminaban. Le sorprendió, pues, por más que se esforzase, él seguía firmemente aferrado a la tierra. Luego aprendió a distinguirlos: seres móviles, siempre diferentes y sin embargo indiferenciados, múltiples, ruidosos y cantarines con sus voces de pájaro que se confundían en un murmullo interminable. Arriba, el cielo apartaba las nubes grises y dejaba pasar largos rayos de sol. Mirando hacia el cielo descubrió las palomas y los aviones, que eran pájaros que volaban más lejos y más alto.

Su cuerpo iba cambiando lentamente, su savia se expandía desde las raíces hasta los brotes más altos, empujándolos hacia arriba, siempre más arriba. Su tiempo era un tiempo lento de árbol, apenas alterado por la sucesión imperceptible de las estaciones. Conoció las diminutas flores, marrones e insignificantes, los frutos pequeños y blandos que cayeron al suelo y fueron pisados por los transeúntes, las ramas despojadas de las hojas, que cayeron también para renacer después. Vivía mesuradamente su vida lenta de árbol, inmóvil y sereno mientras a su alrededor todo era velocidad y ruido. Los coches, el metro, los transeúntes siempre apresurados, siempre distintos y sin embargo iguales. Todo aquel mundo vertiginoso como una noria veloz y desprovista de sentido, la imagen a cámara rápida de la realidad circundante, de la ciudad voraz e incomprensible, dejó muy pronto de interesarle.

Pero un día pasó algo, algo que dejaría una huella indeleble en su memoria de árbol lenta e inconmensurable. Un día, sintió una mano en su corteza rugosa de árbol. Un rostro que se alzaba hacia la copa, rosado y suave, redondo como una manzana. Una voz: “Si tocas un árbol, te conviertes en árbol”. Por primera vez el milagro de una voz humana diferenciada, comprensible. Una piel contra la piel de su tronco. El árbol agitó las hojas en señal de reconocimiento y de alegría. El ser con rostro de manzana sonrió antes de alejarse y confundirse con la marea de los otros rostros indefinidos.

Los árboles no esperan, no sufren. El tiempo siguió produciendo en sus ramas hojas, flores y frutos, incansablemente. Al cielo azul siguió el cielo gris, al sol la lluvia. Los aviones siguieron surcando el cielo en lo más alto, dejando estelas blancas de espuma, y las palomas continuaron arrullándose desde los tejados. Hasta que un día se produjo de nuevo el milagro. La mano en su tronco, la voz: “Si tocas un árbol, te conviertes en árbol”. Y el rostro vuelto hacia arriba, mirándolo sonriente. Pero ya no era un rostro de manzana: hacia él se alzaba un rostro trabajado en mil arrugas, tostado, apergaminado, un rostro rugoso como el de un árbol.

 

*Mercedes Yusta es historiadora y poeta. Trabaja en la Universidad de París y, además, cuida de su hija Maya. En los últimos tiempos ha ensayado la escritura de relatos. Este es uno de ellos. Una foto de Cindy Sherman.

1 comentario

Mayusta -

Qué callado se lo tenía. Me alegro de leerlo. Naturalmente, es precioso (¿Qué va a decir el papi?)Un abrazo.